No sabemos cuándo se inventaron los números, ni quién los inventó. Pero algunas muescas encontradas por los arqueólogos en huesos de hace más de 30.000 años parecen indicar que los humanos, ya por entonces, sabían contar… o que la imaginación de los arqueólogos es desbordante. En cualquier caso, los números propiamente dichos tuvieron que esperar todavía mucho tiempo hasta que, tres mil años antes de nuestra era, los sumerios empezaron a representarlos mediante símbolos.
Por aquellas fechas, también los egipcios empezaban a representar ideas, e incluso sílabas, en forma de jeroglíficos. Pero el lenguaje alfabético propiamente dicho lo inventaron los semitas en la actual Siria, allá por el año 1.500 antes de nuestra era.
Unos cuatro siglos después, los egipcios estaban ya estudiando anatomía. Pero no muy a fondo. A pesar de sus descubrimientos, seguían creyendo que las lágrimas, la orina y el semen brotaban del corazón.
Ignorar a Aristóteles
Para entonces, aquellos mismos egipcios conocían ya las fracciones. Y, unos mil años más tarde, un discípulo de Pitágoras llamado Hipaso de Metaponto descubrió que no todos los números (por ejemplo, el número pi) se pueden expresar en forma de fracciones. En otras palabras: descubrió los números irracionales.
La cosa se empezó a acelerar. No mucho más tarde, Empédocles descubrió que el calor dilataba los cuerpos, y el sabio indio Chanakya escribió los principios de la "ciencia de la riqueza" (para nosotros hoy, la economía). En Babilonia, entre tanto, empezaron a usar el cero como un número más.
Fue por aquellas fechas cuando Euclides escribió los ‘Elementos’, un monumental tratado de geometría que, por primera vez en la historia, demostraba sus proposiciones a partir de unos cuantos axiomas.
Un siglo después, Arquímedes encontró la fórmula del volumen de la esfera, descubrió el centro de gravedad de los objetos y sentó las bases de la hidrostática. Casi al mismo tiempo que Eratóstenes medía la circunferencia de la Tierra, y que Hiparco medía el tamaño y la distancia hasta nosotros de la luna y del sol.
Hacia el año 500 de nuestra era, en India estudiaban ya el movimiento de las ondas, y gracias a ello descubrieron el seno y el coseno. Sí, hablo de trigonometría. Y, en Bizancio, el teólogo Juan Filópono afirmó que el movimiento de un cuerpo en caída libre era independiente de su peso. Pero el pobre Filópono cometió un error imperdonable: puso en duda las afirmaciones de Aristóteles, y la ciencia lo ignoró olímpicamente. La maldición viene de antiguo.
Eppur si muove!
En China, cinco siglos después, Shen Kuo descubrió la refracción atmosférica y explicó –correctamente– por qué se forma el arcoiris. Aquel hombre era un prodigio. Descubrió también el norte verdadero, calculó la declinación magnética y estudió la evolución de las montañas y de los valles. Lo que hoy conocemos como geomorfología.
Un año trascendental en la historia de la ciencia fue 1543, el año en que Copérnico publicó su modelo heliocéntrico. A partir de él, el sol ya no giraba alrededor de la Tierra y el nefasto Aristóteles quedaba, por fin, destronado. Y los ‘sabios’ de la iglesia católica también, dicho sea de paso.
El siglo XVII vivió una aceleración todavía mayor. En 1600, William Gilbert descubrió el campo magnético de la Tierra, y en menos de cien años Kepler enunciaba las dos primeras leyes del movimiento de los planetas, Galileo describía la caída libre de los cuerpos, y Newton y Leibniz inventaban el cálculo matemático.
Casi al mismo tiempo, en 1665 Robert Hooke descubría la célula y Anton van Leeuwenhoek observaba, a través de un microscopio rudimentario, la diminuta y abigarrada fauna que nuestros ojos no alcanzan a ver. Veinte años después, Newton publicaba sus “Principia Mathematica” y asentaba así, definitivamente, las bases de la física moderna.
Espantando pájaros
El siglo XVIII fue bastante más tranquilo. Quizá había que digerir todo lo aprendido en el siglo anterior. En 1735, Linneo describió su método de clasificación de las plantas, y 36 años más tarde Charles Messier publicó un catálogo de las galaxias y nebulosas que alegran nuestras noches (cuando no hay nubes o luces urbanas de por medio). Ah, y a finales de aquel siglo, antes de ser decapitado en nombre de la Razón, Lavoisier descubrió el oxígeno.
El siglo XIX, en cambio, empezó fuerte. Para empezar, John Dalton propuso su teoría del átomo, el danés Ørsted determinó la relación entre la electricidad y el magnetismo, y el ruso Lobachevsky construyó una geometría distinta de la de Euclides (que todos creían que era la única posible).
Mientras George Boole formulaba el álgebra que un siglo después permitiría inventar los ordenadores, Matthias Schleiden averiguaba que todas las plantas están compuestas de células, Darwin y Wallace proponían la teoría de la evolución de las especies, y Gregor Mendel, ahuyentando pájaros en su huerta para que no se comieran sus semillas, descubría las leyes de la herencia. Es decir, de la futura genética. Por cierto, casi al mismo tiempo que Dmitri Ivanovsky descubría los virus.
En física iban a toda máquina. Durante la segunda mitad del siglo, Joule enunció la ley de conservación de la energía, Maxwell formuló la teoría del electromagnetismo, y Boltzmann explicó por qué un vaso se puede romper, pero los añicos no pueden reunirse espontáneamente para reconstruir el vaso.
Apenas unos años después, el experimento de Michelson–Morley demostraba que el éter cósmico era sólo una –conveniente– fantasía. Además, Röntgen descubría los rayos X y Becquerel descubría la radiactividad. Y, para culminar un siglo prodigioso, en 1897 Thomson descubría el electrón.
El siglo XX fue de vértigo. Apenas comenzado, Max Planck resolvía el problema de la catástrofe ultravioleta y Albert Einstein publicaba su teoría de la relatividad especial. No sólo eso. Einstein explicó también el movimiento de los átomos en los gases y el efecto fotoeléctrico.
El primer modelo verosímil del átomo lo propuso Niels Bohr en 1913, cuando Alfred Wegener acababa de descubrir que los continentes, nos guste o no, se mueven. Enfrentándose, por cierto, a la burla y menosprecio de la ciencia oficial. En 1915, Einstein publicaba su segunda gran teoría: la relatividad general. Y sólo tres años después, Emmy Noether formulaba el teorema que lleva su nombre. Y que transformó completamente la manera de entender la física.
Pero la espiral se seguía acelerando. En 1924, Edwin Hubble descubrió que la Vía Láctea es sólo una insignificante galaxia más de los cientos de miles de millones que pueblan nuestro universo, y poco después averiguó también que el universo está constantemente expandiéndose. La teoría del Big Bang no era ninguna fantasía.
Una puerta a lo desconocido
Casi al mismo tiempo, Erwin Schrödinger estaba ya trabajando en una ecuación que describiría la evolución de protones, fotones, electrones y cosas parecidas (el neutrón lo descubriría James Chadwick pocos años después). Y no mucho más tarde, enunciando el principio de incertidumbre, Werner Heisenberg abría una inquietante puerta que comunica la física con la metafísica.
Otro paso en la dirección de la metafísica lo dio el matemático Kurt Gödel en 1931, demostrando que cualquier construcción mental que a usted se le ocurra, si es coherente y está basada en axiomas, será necesariamente incompleta.
A partir de 1948, en que Claude Shannon inauguró la era digital con su teoría de la comunicación, la ciencia avanzó a pasos agigantados. Aquel mismo año, con su teoría de la electrodinámica cuántica, Richard Feynman avanzaba hacia la unificación de todas las fuerzas de la naturaleza, y en 1953 Watson y Crick (entre otros) anunciaban al mundo que el ADN tiene una estructura en forma de hélice. Apenas cincuenta años después, el código genético completo de los seres humanos quedaba finalmente descifrado.
Antes de que terminara el siglo, Murray Gell-Mann sugirió la existencia de los quarks, y la cosa avanzó tan aprisa que en 1997 su teoría se confirmó con el descubrimiento del top quark. Sólo quince años más tarde, los investigadores del CERN descubrían el bosón de Higgs. También conocido –fantasiosamente– como ‘la partícula de Dios’.
Estaba terminando ya el siglo cuando, en 1998, se descubrió que el universo no sólo se está expandiendo, sino que se expande cada vez más aprisa. Para explicar tan alarmante descubrimiento, los físicos tuvieron que empujar un poquito más la puerta que comunica la física con la metafísica. El universo, según ellos, se expande aceleradamente… a causa de la ‘materia oscura’.
Tal vez. Pero uno no puede evitar la impresión de que, en el último siglo, está empezando a cerrarse un inquietante ciclo histórico que podría terminar conduciéndonos de nuevo... al vetusto e imaginativo Aristóteles.
Sí, lo sé. Me he dejado a muchos en el tintero. Y bien que lo lamento. Pero no pretendía escribir una enciclopedia, sino sólo una breve historia representativa de esa compulsión irresistible que aqueja a muchos seres humanos (yo incluido): la pasión por conocer y comprender.