Gracias al inevitable Aristóteles, la química en el siglo XVIII era todavía una ciencia inexistente. Hacía ya un siglo que Newton había desentrañado las leyes fundamentales del universo, pero los procesos químicos eran aún un misterio envuelto en una niebla de fantásticas supercherías. Los alquimistas seguían creyendo que el aire y el agua eran tan elementales como el fuego o la tierra, y a lo largo de la Edad Media habían ido enrevesando aún más las cosas, añadiendo conceptos y símbolos tan enigmáticos como incomprensibles.
En el siglo de la Enciclopedia y de la Razón, una situación así empezaba a ser insostenible. Para agarrar aquel toro por los cuernos hacían falta sólo dos cosas. Dos cosas que los filósofos griegos, desde sus torres de marfil, no se habían dignado contemplar. Y, sin embargo, eran dos ideas muy simples: abordar experimentos cuantitativos... y hacer uso del sentido común.
De las leyes humanas a las leyes naturales
Precisamente eso fue lo que aportó a la ciencia Antoine-Laurent Lavoisier, considerado hoy por todos el padre de la química moderna. Lavoisier nació en París en 1743, y no en una familia cualquiera. Su padre era abogado, y su madre pertenecía a una familia de carniceros acaudalados. La madre murió cuando Antoine tenía sólo cinco años y legó al pequeño una enorme fortuna.
Cuando llegó el momento de estudiar una carrera, el padre del joven Antoine insistió en que su hijo siguiera sus pasos y estudiara leyes. Las ciencias, según él, no eran más que un entretenimiento, y finalmente Antoine se dejó convencer y siguió el camino de su padre. Pero su pasión por la ciencia era más fuerte que él y, sin abandonar los estudios, se ofreció a colaborar en un estudio geológico a nivel nacional. Apenas terminó la carrera, se lanzó ya a publicar su primer artículo sobre geología.
Lavoisier no se conformaba con determinar si tal o cual muestra era de calcita o de feldespato. Siempre que podía, se tomaba la molestia de medir sus propiedades y las anotaba sistemáticamente. Tan meticuloso era y tanta dedicación le ponía que, con sólo 25 años, fue elegido miembro de la Academia de Ciencias. Por aquellas mismas fechas, el joven Lavoisier invirtió parte de su herencia en comprar una participación en la Ferme Générale, una empresa privada que recaudaba impuestos para la Corona.
A los 28 años, un conflicto que a él no le afectaba lo llevó a casarse con Marie-Anne Pierrette Paulze, una adolescente de apenas 14 años. Un tío de la muchacha, que ocupaba un alto cargo en la Ferme Générale, se había empeñado en que la chica se casara con el conde de Amerval, un cincuentón de malas pulgas sin oficio ni beneficio, y había amenazado con despedir a su padre si no le hacía caso. El padre, que prefería un hombre más joven -o quizá más inteligente- para su hija, acudió desesperado a Lavoisier y le rogó que se anticipara a las pretensiones del conde.
Lavoisier accedió, y aquella decisión inesperada fue el mayor acierto de su vida. La joven Marie-Anne resultó ser extraordinariamente inteligente. Para ilustrar las publicaciones de su marido, decidió estudiar dibujo y aprendió la técnica del grabado. Además, aprendió inglés y tradujo para él las investigaciones de muchos químicos británicos. Ella misma dibujaba los esquemas de los experimentos, ayudaba en las tareas de laboratorio y anotaba sistemáticamente los resultados.
Pocos años después, tras ser nombrado director de la Administración de la Pólvora y el Salitre, Lavoisier instaló un laboratorio en su propio domicilio. Su fama trascendía ya las fronteras, y más de un estudioso acudía a menudo a aquel laboratorio, donde se mantenían apasionadas conversaciones sobre aquella nueva ciencia que estaba apenas naciendo.
La batalla del flogisto
Tan en sus comienzos estaba la química que nadie sabía todavía lo que eran el aire ni el fuego. Se había observado que las sustancias que ardían perdían peso, y se atribuía aquella pérdida de peso a un misterioso componente del fuego, conocido como 'flogisto'. Cuando el aire se saturaba de flogisto -afirmaba la teoría-, el fuego se apagaba. Y lo mismo sucedía con la respiración. Encierre usted un ratón en una caja cerrada y espere. Cuando el flogisto del aire se haya saturado, el ratón ya no podrá respirar y perecerá.
Pero Lavoisier desconfiaba de aquella teoría, y con razón. Había experimentado incinerando metales y había comprobado que las cenizas metálicas pesaban más que el metal original. Era absurdo. Si el famoso flogisto existía, tenía que tener un peso negativo.
El flogisto era un cajón de sastre. Igual que sucedió con el éter durante siglos, se atribuían al flogisto todas las propiedades que nadie sabía explicar. Lavoisier pronto se convenció de que el flogisto no existía. Una teoría nunca pasaría de ser pura imaginación si nadie la comprobaba experimentalmente. Y emprendió la gran batalla.
Tras experimentar una y otra vez, se convenció de que el aire, en realidad, se componía de dos elementos: uno que se combinaba con algunos metales e intervenía en la respiración, y otro, asfixiante, que tenía la virtud de apagar el fuego. Al elemento químicamente activo lo llamó 'oxígeno', que en griego clásico significa 'generador de ácido'. Y determinó que representaba un 20% del aire que respiramos.
Comparando la combustión del carbón con la respiración de los cobayas, dedujo que la respiración era también una forma de combustión. Gracias a ella, los mamíferos mantenían su cuerpo a una temperatura determinada sin necesidad de tomar el sol o de arrimarse a una estufa.
Con ayuda del físico Laplace, Lavoisier comprobó también que el agua no era un elemento, como se creía desde tiempo inmemorial. El agua, averiguó, se componía de dos sustancias que sí eran elementos: el oxígeno, y otra sustancia elemental que él llamó 'hidrógeno'. Los 'sabios' de la época no salían de su asombro: el fuego había dejado de ser un elemento químico, y ni el aire ni el agua eran sustancias indivisibles. Había llegado el momento de aceptarlo: Aristóteles era un ídolo con pies de barro.
Ni se crea ni se destruye
Otro de aquellos experimentos fue crucial. Entre Lavoisier y otros químicos compraron un diamante y lo metieron en un recipiente de vidrio, perfectamente cerrado. Con una lupa de gran aumento concentraron los rayos del sol en el diamante hasta que lo incineraron. Al terminar, el diamante se había volatilizado, pero... ¡sorpresa!: en el interior del recipiente, el peso total no había cambiado. Años después, aquella observación desembocaría en uno de los principios fundamentales de la química y, más tarde, de la física. Todos lo hemos oído mencionar alguna vez:
“La materia ni se crea ni se destruye. Sólo se transforma”.
El Tratado
En 1789, Lavoisier publicó su obra magna: el Tratado Elemental de Química. Al igual que, un siglo antes, los Principia Mathematica de Newton, el Tratado de Lavoisier asentaba por fin los fundamentos de la química moderna. No sólo diferenciaba claramente entre elementos y compuestos, sino que incluía una lista de 33 elementos químicos. Además, señalaba la influencia del calor en las reacciones químicas, analizaba la naturaleza de los gases, identificaba la reacción de los ácidos con las bases y describía los aparatos necesarios para realizar sus experimentos.
Claro, que no todo fueron aciertos. Entre los elementos que Lavoisier incluyó en su lista había dos que no lo eran: la luz y el 'calórico'. Los dos fallos, sin embargo, eran disculpables. Lavoisier había observado que la luz reaccionaba con las plantas, y el 'calórico' era una sustancia hipotética que, a falta de otra cosa, explicaba la transmisión del calor.
La ira de los fanáticos
Pero corrían malos tiempos. El Tratado salió a la luz en 1789, y ese mismo año las masas revolucionarias asaltaron la Bastilla. El reino del terror acababa de empezar. En pocos años, los revolucionarios clausuraron la Academia de Ciencias y emprendieron la persecución de los ricos y de cualquiera que hubiera trabajado para el Antiguo Régimen. La ira del sanguinario Marat no conocía límites.
Lavoisier era rico, sí, pero no había sido un parásito social. Además de sus enormes descubrimientos científicos, había colaborado en la creación del sistema métrico decimal y había tratado de reformar las leyes fiscales en beneficio de los más pobres. Pero Marat lo acusó de conspirador basándose, simplemente, en que había participado en la recaudación de impuestos. Y quizá también por haber colaborado con científicos extranjeros, cuyos bienes eran demasiado golosos para los revolucionarios.
El juicio fue expeditivo. El padre de la química moderna fue sentenciado a la guillotina, y esa misma tarde se cumplió la sentencia. Junto con él fueron ejecutadas otras 26 personas, entre ellas el padre de su esposa. Al enterarse del infausto suceso, su gran amigo Lagrange pronunció entonces aquella frase que leerá usted en todas las biografías de Lavoisier: “tardaron sólo un instante en cortarle la cabeza, y cien años quizá no serán suficientes para producir otra semejante”.
Sólo un año más tarde, el gobierno de Francia reconoció que Lavoisier había sido inocente. A pocos sirvió de consuelo. Como el despiadado dios Cronos de la antigua Grecia, el siglo de la Razón había terminado devorando a muchos de sus propios hijos.