Por qué renunciar a los calcetines
Y cómo robar un cerebro (Anécdotas sobre Albert Einstein)
“La sopa está demasiado caliente”, dijo de pronto el niño. Sus padres lo miraron, asombrados. El pequeño tenía ya cuatro años, y eran las primeras palabras que pronunciaba en su vida. Sus padres, que ya temían que aquel niño nunca llegaría a hablar, le preguntaron entonces por qué no había dicho nada hasta entonces. "Porque hasta ahora todo estaba en orden", contestó el niño.
Como la mayoría de las anécdotas que circulan sobre Einstein, esta pertenece probablemente al reino de la leyenda. Otros autores, para variar, cuentan que empezó a hablar a los dos años, y añaden que, cuando el pequeño Einstein pudo ver por primera vez a su hermana Maja (pronunciado, ‘Maya’), preguntó a sus papás: “¿Y dónde tiene las ruedecitas?”
En cualquier caso, sabemos por sus propias memorias que a los cinco años le fascinaban las brújulas, y que a los doce descubrió la geometría en un libro que leyó con devoción casi mística. Él lo llamaba “el sagrado librito de geometría”. Pero la afirmación de que el pequeño Einstein no era bueno en matemáticas es una leyenda. Sus notas, por lo visto, eran excelentes. Quizá la leyenda se debe a que abandonó los estudios a los quince años. No quería hacer el servicio militar.
Por suerte, la Escuela Politécnica de Zúrich le permitió matricularse tras pasar un examen. Aceptaron su ingreso porque en física y matemáticas sus calificaciones fueron excelentes, pero sus notas de francés, química y biología fueron lamentables. Parece ser que no fue un alumno dócil y que a menudo no asistía a clase, pero podemos estar seguros de que tenía cosas más interesantes en las que ocupar su mente.
Tras acabar los estudios, al joven Einstein se le ocurrió, ingenuamente, pedir una carta de recomendación a Heinrich Weber, precisamente el profesor que más odio sentía hacia él. Aquel error le costó caro, y durante dos años se vio abocado a una peregrinación infructuosa, tratando de encontrar trabajo en alguna institución docente. Pero todas le cerraban las puertas y, finalmente, se tuvo que conformar con un puesto anodino en la oficina de patentes de Berna. Sólo tres años después publicaba su primer artículo sobre la teoría de la relatividad.
En Zúrich, entre tanto, había iniciado una relación con Mileva Maric, otra estudiante de física. Pero la chica era serbia y católica y, por lo tanto, inaceptable para los padres del joven Albert, que se opusieron escandalizados. Pese a todo, la pareja siguió unida, hasta el punto de que tuvieron una hija antes de casarse. Sus padres no se enteraron, y ni siquiera sus biógrafos sospecharon nada hasta finales de los años 80. A día de hoy, el paradero de la pequeña Lieserl sigue siendo un misterio. Aunque parezca mentira, nadie ha averiguado todavía qué fue de ella.
En 1933, cuando Hitler ascendió al poder, Einstein comprendió que el futuro de su salud era incierto, y emigró a Estados Unidos. Cierto día, ya en Princeton, viajando en un tren, se le acercó el revisor a pedirle el billete. Pero el despistado Einstein no lo encontraba por ninguna parte. “No se preocupe, profesor”, le tranquilizó el revisor, “Ya le he reconocido, y estoy seguro de que ha comprado su billete”. Pero el científico seguía agachado buscando bajo el asiento, y el revisor insistió. “De verdad, no se preocupe. Ya sé quién es usted”. “Sí, sí, yo también sé quién soy”, repuso Einstein. “Lo que no sé es a dónde estoy yendo”.
El creador de la teoría de la relatividad nunca se llevó bien con la memoria. Se resistía a retener cualquier dato que fuera posible averiguar en menos de dos minutos. En cierta ocasión, uno de sus colegas le preguntó por su número de teléfono. Einstein abrió un listín telefónico y lo encontró rápidamente. "¡Cómo! ¿Es que no recuerdas tu propio número?", le preguntó su interlocutor. "No”, repuso Einstein. "¿Por que me voy a molestar cuando lo tengo tan a mano?"
Una curiosa costumbre suya le granjeó también fama de despistado, según unos, y de extravagante según otros. Resulta que el gran científico no tenía por costumbre usar calcetines. Cuando le preguntaban el motivo, lo explicaba así: "En mi juventud, descubrí un día que los dedos gordos de los pies siempre terminan haciendo un agujero en los calcetines. Así que dejé de usarlos".
En 1931, durante una visita a Hollywood, Charlie Chaplin lo invitó a una proyección privada de su reciente película Luces de la ciudad. Mientras recorrían las calles de Los Angeles, vieron cómo la gente los saludaba a su paso con entusiasmo. Chaplin entonces se volvió hacia él y le dijo: "Es curioso. A ti te aplauden porque nadie te entiende. A mí, en cambio, me aplauden porque todos me entienden”. Sorprendente comentario, viniendo de un actor que sólo hacía cine mudo.
Más o menos por aquellos años, en la Sorbona de París, Einstein hizo una curiosa predicción. "Si la teoría de la relatividad se demuestra cierta, Alemania se ufanará de que soy alemán y Francia me declarará ciudadano del mundo. Pero si se comprueba que es falsa, Francia dirá que soy alemán y los alemanes se acordarán de que soy judío".
En otra ocasión, un distinguido anfitrión lo invitó como huésped de honor a un acto social. Cuando le pidieron que pronunciara unas palabras, se puso en pie y anunció: “Señoras, señores: lo siento, pero no tengo nada que decir”. Y se sentó. Un murmullo de desaprobación acogió su declaración. A modo de consolación, entonces, se volvió a levantar y añadió: “Si alguna vez se me ocurre algo que decir, ya volveré para contárselo”. Seis meses después, su anfitrión recibió un telegrama que decía: “Ahora ya tengo algo que decir”. Y organizó una segunda cena en la que Einstein, esta vez sí, pronunció el ansiado discurso.
En vísperas de la segunda gran guerra, llegó a sus oídos la noticia de que los alemanes estaban fabricando la primera bomba atómica. Aquella noticia acabó al instante con su pacifismo, y Einstein escribió una carta al presidente Roosevelt, pidiéndole que Estados Unidos emprendiera investigaciones para adelantarse a los nazis. El resultado de aquella carta fue el famoso proyecto Manhattan, que desembocó años después en la aniquilación total de Hiroshima y Nagasaki. Hondamente afectado, el gran físico retornó a su anterior pacifismo. En 1955, junto con Bertrand Russell, suscribió un manifiesto contra la guerra nuclear, y seguidamente, para compensar aquel rasgo de sensatez, se erigió en ardiente defensor de un gobierno mundial. Lo cual demuestra que se puede ser un genio para ciertas cosas y un completo idiota para otras.
En su honor hay que decir que no le atraía la política. En 1952, el gobierno de Israel le propuso asumir la presidencia del recién estrenado país. Pero él declinó el ofrecimiento. “Para mí es un misterio”, declaró tiempo después, “cómo una persona inteligente puede llegar a afiliarse a un partido político”. Curiosamente, sin embargo, simpatizaba con el ideario izquierdista. Sí, claro, es fácil ser un quijote de salón. Además, se oponía a la discriminación racial, y con frecuencia denunciaba el antisemitismo. Comprensiblemente, se supone.
En plena paranoia de la guerra fría, sus declaraciones despertaron las inevitables sospechas de los servicios secretos, hasta el punto de que durante veintidós años el FBI espió sus conversaciones telefónicas, abrió su correspondencia personal y hasta rebuscó en su papelera para asegurarse de que no era un espía soviético. En total, los archivos de aquellas ‘pesquisas‘ llegaron a abarcar mil ochocientas páginas.
La anécdota final me parece tan macabra que he tenido que verificarla varias veces. Según fuentes fiables, tras la muerte del insigne científico el patólogo Thomas Harvey se apoderó de su cerebro durante la autopsia y se lo llevó a su laboratorio. Allí lo fotografió desde todos los ángulos, lo troceó y guardó los pedazos en formol. Finalmente, años después los herederos de Harvey donaron el extraño botín al National Museum of Health and Medicine. Si alguien viaja alguna vez a Silver Springs y visita aquel museo, espero que tenga el buen gusto de no confirmármelo. He visto las fotos.