En el calendario de la cultura universal, el año 1564 brilla por su presencia. Para los amantes de la literatura, fue el año en que nació Shakespeare. Y, para los amantes de la ciencia, la ciudad de Pisa vio nacer, aquel mismo año, al pequeño Galileo Galilei. Su padre era músico e intérprete de laúd, y para entonces la famosa torre de Pisa ya estaba inclinada.
Es más, se cuenta que en la basílica anexa a la torre Galileo descubrió el principio del péndulo, y que desde lo alto de la torre dejó caer hasta el suelo cierto día dos balas de cañón de masas diferentes. Por si usted no sabe cuál fue el resultado del experimento, las dos balas tardaron exactamente el mismo tiempo en llegar al suelo. Aristóteles, como siempre, estaba equivocado: la velocidad de caída de los objetos no tiene nada que ver con su masa.
Por aquel entonces, el cielo estaba causando muchos quebraderos de cabeza en Europa. No el cielo teológico, sino el real. ¿Realmente el sol daba vueltas alrededor de la tierra? Ptolomeo, siguiendo a Aristóteles, había afirmado que sí, pero Copérnico, muchos siglos después, había propuesto una teoría mucho más elegante. En 1582, cuando Galileo tenía 14 años, el astrónomo Tycho Brahe trató de quedar bien con todos. No, la tierra no se movía de su sitio, pero los demás planetas sí que daban vueltas alrededor del sol. Sus titubeos eran comprensibles. El ambiente estaba enrarecido, y la ciencia era sólo para los valientes. En 1592, la Inquisición veneciana encarceló a Giordano Bruno, que defendía el modelo copernicano, y en 1600 lo sentenció a morir en la hoguera.
Los amigos de Galileo sabían que él consideraba mucho más sensato el modelo de Copérnico. En una de sus cartas al astrónomo Kepler, Galileo escribió: "Como tú, yo acepté la posición de Copérnico hace varios años, y gracias a ella descubrí las causas de muchos efectos naturales que sin duda son inexplicables con las teorías actuales". Las teorías, sin embargo, hay que demostrarlas, y esa ocasión fue la que se le presentó a Galileo en 1609, cuando supo que un holandés había inventado un “vidrio espía” que aumentaba el tamaño de los objetos y que había causado admiración en el senado de Venecia.
Galileo, ansioso por explorar aquel invento, se las arregló para construirse uno por sus propios medios y, en 1610, desde el jardín de su casa, un telescopio casero de 32 aumentos le dio la sorpresa de su vida: la luna no era lisa, como se decía, sino que tenía montañas y cráteres por toda su superficie. Pero, además, la Vía Láctea era una aglomeración de estrellas, Venus experimentaba fases como la luna, y había cuatro lunas que daban vueltas alrededor de Júpiter. Ah, y en la superficie del sol podían verse unas manchas que también se movían.
Pero los ‘sabios’ de la época estaban demasiado encantados con sus propias verdades. "Mi querido Kepler”, escribió poco después Galileo, “¿qué dirías tú de los entendidos de aquí, que, con la testarudez del áspid, se han negado una y otra vez a mirar por el telescopio? ¿Cómo nos lo tenemos que tomar? ¿Nos echamos a reír, o a llorar?"
Pese a la resistencia de los ‘entendidos’, las ideas de Galileo se iban extendiendo entre la población, y en 1611, poco después de publicar aquellos descubrimientos, empezaron los problemas. El cardenal Belarmino (desde 1930, san Roberto Belarmino), uno de los jueces que habían enviado a Giordano Bruno a la hoguera, escribió que "afirmar que el sol está realmente en el centro del universo... es una actitud muy peligrosa”. Nos suena, ¿verdad?
Galileo escribió entonces una carta a su alumno y protector Benedetto Castelli, en la que contraponía sus descubrimientos científicos a la doctrina recalcitrante de la Iglesia católica. “Ya pueden las estrellas bajar a la tierra para dar testimonio de que existen”, escribió. “Ni siquiera eso sería suficiente”. La carta, copiada y en seguida pasada de mano en mano, pronto se hizo famosa. Por desgracia.
Los ataques se recrudecían. En 1615, el clérigo Paolo Antonio Foscarini publicó un libro argumentando que la teoría de Copérnico no era contraria a las Escrituras. Fue la chispa que desencadenó la ofensiva. El fraile Niccolò Lorini acusó formalmente a Galileo ante la Inquisición de Roma. La acusación: defender la teoría de Copérnico. Basaba su denuncia en una de aquellas copias de la carta enviada a Castelli, que había sido alterada a propósito para ‘demostrar’ la culpabilidad de su autor.
Galileo tuvo que viajar a Roma para defenderse. Allí, el cardenal Belarmino lo conminó a “no profesar, enseñar ni defender” el modelo copernicano “por ningún medio, sea cual fuere, ni de palabra ni por escrito”. Todos los libros favorables a Copérnico fueron prohibidos. El propio original de Copérnico fue retirado de la circulación para introducir en su texto una ‘aclaración‘: que nadie se alarmase; se trataba, simplemente, de una teoría.
En 1616 se convocó a los teólogos del Santo Oficio para que dictaminaran sobre dos conclusiones que había anunciado Galileo tras observar detenidamente las manchas solares:
- El sol está situado en el centro del universo y no se mueve.
¡Horror! Como un solo hombre, los teólogos declararon que esa idea era “herética, ya que contradice expresamente la doctrina de las Sagradas Escrituras en más de un pasaje, tanto literalmente como en la interpretación de los Santos Padres y de los doctores en teología". Esta declaración fue respaldada por el papa Pablo V, quien, según el embajador de Florencia, era “tan refractario a cualquier atisbo intelectual que había que hacerse el tonto para ganarse su favor”.
- Segunda conclusión: la tierra no es el centro del universo; se mueve, y gira sobre sí misma.
Todos a una, los inquisidores proclamaron que esta afirmación era “merecedora de censura como idea filosófica; y, respecto a la verdad teológica, como mínimo errónea". (¿Y como máximo?)
Los entendidos, sin embargo —yo no lo soy—, sólo han conseguido encontrar dos pasajes del Antiguo Testamento que, forzando mucho la imaginación, podrían contradecir esas dos afirmaciones verdades de Galileo. A saber:
“Y el sol se detuvo en mitad de los cielos y no se apresuró a ponerse durante un día entero [hasta que el pueblo se vengó de sus enemigos]” [Josué, 10]
“[Dios] puso los cimientos de la tierra, que no debería ser jamás movida” [Salmos, 104]
Lo cual parece demostrar que toda la parafernalia de la Inquisición en torno a Galileo era sólo, en el fondo, una defensa del poder establecido. Y, por supuesto, un parapeto frente a los embates del luteranismo y del calvinismo por toda Europa. A sabiendas o no, Galileo había tenido la mala fortuna de meterse en política.
Pero debía ser un tipo testarudo, porque en 1619, tras haber observado en el cielo el paso de tres cometas, escribió su Discurso sobre los cometas, en el que refutaba las opiniones de los jesuitas. Semejante osadía nos permite suponer que, además de sus protectores en los círculos del poder, su fama y su popularidad le cubrían las espaldas.
Hasta cierto punto. En 1623, el cardenal Barberini —antiguo amigo suyo— fue nombrado papa con el nombre de Urbano VIII. En Roma, Galileo mantuvo varias audiencias con él, que le autorizó a escribir sobre la teoría de Copérnico... siempre y cuando dejara bien claro que era sólo una hipótesis. Con esa condición, el secretario del Vaticano le autorizó a publicar su obra más reciente, el diálogo sobre Los dos sistemas principales del mundo: ptolemaico y copernicano.
Cuando lo leyó, sin embargo, el papa se sintió ofendido. Galileo había puesto en boca de Simplicio un argumento suyo que le pareció una burla. Ordenó detener la distribución del libro y encargó a una comisión especial que evaluara su contenido. El dictamen de la comisión fue negativo, y Urbano VIII envió el caso a la Inquisición, que pidió la comparecencia del autor.
Pero Galileo, ya muy anciano y aquejado de ciática, se encontraba en Florencia. A pesar de que tres médicos declararon en su favor, la Inquisición se negó a trasladar su caso a los tribunales de Florencia, y el achacoso Galileo tuvo que recorrer, poquito a poco, los trescientos kilómetros que lo separaban de Roma.
En Roma, acusado de “vehemente sospecha de herejía”, Galileo vio que la cosa estaba fea y accedió a declararse culpable a cambio de una sentencia benévola. Por fin, siete de los diez cardenales del tribunal firmaron la sentencia, que lo condenaba a prisión por tiempo indefinido. Además, su libro quedaba definitivamente prohibido. Al poco tiempo, sin embargo, conmutaron la pena por la de arresto domiciliario. Al principio se alojó en casa del arzobispo de Siena, pero finalmente le permitieron cumplir su condena en ‘Villa il Gioello’, su casa de Florencia.
Cinco años más tarde, Galileo perdió la vista completamente. Apelando a su lastimoso estado, rogó a la Inquisición que le devolviera la libertad, pero la respuesta fue negativa. Murió tres años después, ciego y olvidado.
Tuvieron que pasar todavía dos siglos hasta que el papa Pío VII autorizara la publicación de sus obras y el Diálogo fuera eliminado de la lista de libros prohibidos. En 1979, Juan Pablo II decidió poder en marcha una investigación sobre el ‘caso Galileo’. Los investigadores no debían ser muy diligentes, o muy despabilados, porque hasta 1992 la iglesia católica no se convenció de que la tierra giraba alrededor del sol, y no al revés. Su reino, ya se sabe, no es de este mundo.
Pocos años después, la nave espacial Galileo se acercó al planeta Júpiter y exploró en detalle sus tres lunas: Europa, Calisto y Ganímedes. Precisamente las tres lunas que él había descubierto, cuatrocientos años antes, con su rudimentario telescopio.