No había manera. Los aceleradores de partículas repetían una y otra vez los experimentos, pero el ansiado bosón de Higgs no aparecía. Los físicos lo necesitaban, y mucho. La teoría que habían desarrollado explicaba perfectamente el rompecabezas de las partículas elementales, pero predecía que ciertas partículas –las causantes de la radiactividad– no tenían masa.
Y habían comprobado que la tenían.
Los físicos de los años 60 se mesaban los cabellos. Habían descubierto que la radiactividad, la electricidad que enciende nuestras bombillas y el magnetismo que sujeta los imanes en la puerta de nuestro frigorífico eran en realidad, todas ellas, una misma fuerza.
Pero algo fallaba: según la teoría, las partículas que causaban la desintegración de los átomos no podían tener masa. Y, sin embargo, la tenían. ¿Por qué?
Sólo había una explicación posible. Tenía que existir algo más en la naturaleza que alterara las cosas. Algo que permitiera a esas partículas tener masa. Y no sólo a ellas, sino también a los átomos que componen la materia.
Si no existiera la masa, el universo sería muy diferente de como lo conocemos. En él, todas las partículas viajarían a la velocidad de la luz. No habría átomos ni moléculas y, por lo tanto, no habría tampoco química ni seres vivos, y usted y yo no estaríamos ahora aquí.
Digámoslo en un lenguaje un poco más técnico: las partículas que causan la desintegración de los átomos se llaman 'bosones', y ese 'algo' de la naturaleza que alteraría las cosas se llama 'campo de Higgs'. Pero vamos por partes.
Un bosón es una partícula como cualquier otra, salvo que sólo tiene una función: transmitir una fuerza. Por ejemplo, los fotones –es decir, las partículas de luz– transmiten la fuerza electromagnética.
Para que nos hagamos una idea, los físicos prefieren describir los bosones como olas y las fuerzas como un mar. Cuando ese mar se altera, produce una ola. Si existiera un mar –pensaron entonces los físicos– que produjera cierto tipo de olas, el problema se resolvería.
Esas olas (llamémoslas 'bosones de Higgs') afectarían a las partículas causantes de la radiactividad... y esas partículas, mágicamente, adquirirían masa.
Esa fue la idea que se les ocurrió a Peter Higgs, François Englert y Robert Brout en 1964. El 'mar' que ellos necesitaban tendría que haber aparecido tras el nacimiento del universo. Según su teoría, el universo recién nacido era perfectamente simétrico, pero no era estable. Por eso, casi inmediatamente había tenido que perder su simetría a cambio de ganar estabilidad.
Lo entenderemos un poco mejor si nos imaginamos un lapicero puesto de pie sobre una mesa. En esa posición, el lapicero es perfectamente simétrico respecto a la mesa. Pero cualquier pequeña alteración lo puede hacer caer: es inestable. Si cae, perderá simetría, pero ganará estabilidad.
Así fue como -según la nueva teoría- nació el 'campo de Higgs'. Gracias a él, muchas partículas sin masa habían dejado de ser etéreas y habían adquirido masa.
No todas las partículas tienen masa. A los fotones, por ejemplo, la pérdida de simetría no los afectó, y siguen viajando por ahí tan tranquilos a la velocidad de la luz. De hecho, cuanto más interactúe una partícula con el campo de Higgs, más masa tendrá. Incluso el propio bosón de Higgs tiene masa, porque interactúa con otros bosones de Higgs. Algo así como una pescadilla que se muerde la cola.
Una búsqueda maldita
Pero no era había manera de encontrar el bosón de Higgs. ¿Existía realmente? Había dudas. En todo el mundo, los investigadores experimentaban y volvían a experimentar con aceleradores de partículas cada vez más potentes... sin éxito.
En 1993, el físico Leon Lederman decidió publicar un libro relatando aquella desesperada búsqueda. Para expresar su frustración, le puso por título "The Goddamn Particle" (“La maldita partícula”). A los editores, sin embargo, no les gustó mucho aquel título y lo cambiaron por "The God Particle" (“La partícula Dios”).
A los periodistas, naturalmente, les encantó aquel nombre y lo difundieron a diestro y siniestro para atraerse lectores, pero la “partícula de Dios”, como ellos la llamaron, no tiene nada de sobrenatural. Más bien al contrario. Su búsqueda desenfrenada durante más de cuarenta años fue, para más de un físico, un largo infierno.
El problema era que el bosón de Higgs es muy pesado. Pesa mucho más que un átomo de hidrógeno y, por lo tanto, para producirlo había que generar una energía enorme. Parecida a la que tenía el universo en sus primeros instantes. Además, es un bosón escurridizo: no sobrevive más allá de de dos diezmilésimas de una trillonésima de segundo.
Finalmente, después de inacabables intentos, el acelerador de partículas del CERN, el más potente jamás construido, detectó en 2012 la existencia del bosón de Higgs. Hacía ya casi medio siglo que Higgs, Englert y Brout habían formulado aquella teoría. Y habían acertado.
¿Una victoria pírrica?
A pesar del gran avance que representó su descubrimiento –y de los miles de millones invertidos en su búsqueda–, el bosón de Higgs sólo genera un 1% de la masa total del universo. ¿Entonces el 99% restante…?
Como el lector seguramente sabe, los protones y los neutrones no son realmente indivisibles, sino que se componen de partículas todavía más pequeñas, llamadas 'quarks'. No entraré en detalles, pero las fuerzas que unen esos quarks son precisamente las que confieren masa a los protones y a los neutrones. Y no sólo a ellos.
Aunque el bosón de Higgs explica por qué muchas partículas elementales tienen masa, no es capaz de explicar el origen de su propia masa, que la tiene, y que hace que el universo se encuentre todavía en un estado inestable.
Según la teoría, esa inestabilidad podría resolverse bruscamente. Si eso ocurriera, la realidad experimentaría una fluctuación cuántica y pasaría sin transición a un estado de energía más baja. En tal caso, las leyes físicas que usted y yo conocemos ya no serían las mismas. Por fortuna, nuestro universo no ha vivido todavía suficientes millones de años para que haya alguna probabilidad de que eso suceda.
Pero las cosas podrían ser todavía más complicadas. Algunas teorías indican que podrían existir hasta cinco bosones de Higgs diferentes. En particular, parece que hay indicios de la existencia de un "bosón de Higgs magnético". No se alarme. No afectará para nada a la puerta de su frigorífico.
Una teoría más reciente –la llamada 'supersimetría'–, todavía sin verificar experimentalmente, sugiere que la naturaleza de las cosas encierra probablemente todavía sorpresas inimaginables, en un proceso que, a juzgar por la evolución de la física en los dos últimos siglos, tal vez nunca llegue a terminar.
Quién sabe. Tal vez nuestro conocimiento de la realidad es sólo un juego de matrioshkas que nunca tendrá fin.