Decorar las natillas con una galleta no tiene ningún misterio. Espere usted a que las natillas estén terminadas y, seguidamente, deje caer una galleta sobre su superficie. Flotando sobre el apetitoso postre, la galleta le da un toque elegante... y tentador, para los comensales golosos. Pero, atención. Antes de colocar la galleta, asegúrese de que su elaboración haya terminado. Si se da demasiada prisa, podría suceder que, al poco tiempo, el cocinero la cubriera con una segunda ola de natillas.
Un momento, se preguntará usted. ¿A qué viene esto? ¿Qué tienen ahora que ver las natillas con la ciencia?
Más de lo que parece, porque la corteza terrestre que usted y yo —presumiblemente— pisamos todos los días atraviesa más o menos las mismas peripecias que las galletas sobre las natillas.
Hace ya tiempo que sabemos que la corteza terrestre no es lo que parece. Como averiguó Alfred Wegener en 1910 —otro día hablaré de él—, está formada por placas de distintos tamaños, que flotan muy lentamente sobre una enorme masa de magma subterráneo. Sí, ese mismo magma que, cuando escapa de los volcanes, nosotros llamamos ‘lava‘.
Sólo que ese postre nunca acaba de estar a punto. Si nos alejamos en el tiempo y medimos su elaboración en millones de años veremos que, tarde o temprano, las natillas terminan engulléndose la galleta y cubriéndola con una nueva capa. Y vuelta a empezar.
Por eso es tan difícil averiguar cuándo empezó la vida en la Tierra. Si existió algún tipo de microorganismo durante los primeros millones de años, las marejadas de aquel magma incandescente debieron ser tan violentas que ningún trozo de la galleta quedó intacto, y el magma convirtió en cenizas todo rastro de vida en ella.
Pero quizá no todo está perdido. A medida que la Tierra se enfriaba, los vaivenes se empezaron a atenuar, y a partir de cierto punto algunas partes de la corteza terrestre consiguieron mantenerse a flote hasta nuestros días. Eso es precisamente lo que descubrió en 2001 un equipo de geólogos en un paraje remoto de la bahía de Hudson, en el norte de Quebec, llamado —lea usted despacio— Nuvvuagittuq.
Tras analizar las muestras que recogieron en aquellas inhóspitas latitudes, los investigadores determinaron que tenían entre 3 800 y 4 280 millones de años. No está nada mal, si consideramos que, según los geólogos, nuestro planeta se formó hace unos 4 600 millones de años. Por si usted no lo sabía, la Tierra se formó en aquella época remota al condensarse un disco de gas y polvo que giraba alrededor del sol.
Como ocurre —o debería ocurrir— en la ciencia, aquel descubrimiento despertó la curiosidad de otros geólogos, y en 2008 un equipo de la Universidad de Londres acudió a Nuvvuagittuq, tomó más muestras de aquellas rocas y las examinó después al microscopio. En láminas de piedra no más gruesas que una cartulina, los investigadores descubrieron diminutas figuras en forma de rosetas y gránulos, que no se parecían en nada a ninguna otra formación mineral conocida hasta la fecha.
Si esas figuras, como ellos sospechaban, eran fósiles, la vida en la Tierra tendría que ser casi tan antigua como nuestro propio planeta. Una sola vuelta del sol alrededor de la galaxia —apenas un suspiro en la historia del universo— habría bastado para que se formaran los primeros seres vivos. Pero no en la superficie, que era demasiado parecida a una barbacoa, sino en las profundidades de los océanos primigenios.
Ah, pero no cantemos victoria. La (verdadera) ciencia necesita del escepticismo como usted y yo necesitamos del aire para respirar (sin mascarilla). ¿Cómo podemos estar seguros de que esos vestigios son fósiles, y no caprichosas formas minerales?, preguntaron algunos colegas. El desafío surtió efecto y, para disipar las dudas, los descubridores emprendieron un estudio todavía más a fondo. Analizaron muestras de mayor grosor, y abordaron el problema desde distintas disciplinas científicas. Lo que descubrieron esta vez fue cierto número de figuras en forma de árbol, con ramas paralelas a ambos lados, y esferas diminutas agrupadas en grumos. Los resultados de su estudio fueron publicados en Nature en 2017.
Naturalmente, no sería sensato esperar que en esos fósiles quede todavía algún rastro de ADN, después de millones de años en condiciones de presión y calor no muy distintas de las del apocalipsis. Pero, con un tratado de mineralogía en la mano, las formaciones naturales en forma de árbol no son fáciles de explicar. Es más, recuerdan mucho a ciertas bacterias microscópicas llamadas Mariprofundus ferrooxydans, que sobreviven todavía hoy alimentándose de hierro en fumarolas volcánicas, allá en el fondo de nuestros océanos. Y no sólo de hierro. Carbono, hidrógeno y oxígeno completan la carta gastronómica de tan extravagantes microbios.
Después de un descubrimiento así, los astrofísicos están expectantes. Si la vida puede nacer en tan corto espacio de tiempo, podría haber también microfósiles en muchos otros planetas, y no sólo de nuestro sistema solar. Sabemos que Marte, por ejemplo, tuvo unos orígenes parecidos a los de la Tierra, y sin necesidad de alejarnos mucho tenemos también unos cuantos candidatos: por ejemplo, una luna de Júpiter llamada Europa, y otra luna de Saturno conocida como Encélado.
Para los curiosos, la mitología griega nos cuenta que Europa fue una princesa fenicia que el dios Zeus (Júpiter, para los romanos) raptó en un ataque de lascivia, después de transformarse en toro. Y Encélado era un gigante, nacido de la unión de Gaia (la Tierra) con Urano (el Cielo).
Al final, habremos terminado buscando el origen de la vida... en el Olimpo.