En el verano de 1936, Sotheby’s sacó a subasta una ingente colección de manuscritos de Isaac Newton, en su mayor parte sobre alquimia y teología. De los más de tres millones de palabras que contenían aquellos manuscritos, el economista John Maynard Keynes adquirió la tercera parte. Concretamente, los escritos sobre alquimia. Años después, Keynes comentaría que, en su opinión, Newton había sido “el último mago”.
¿Lo fue realmente? Tal vez no, pero hay como mínimo algo de verdad en aquella afirmación. No tanto por la obsesión del gran físico con la alquimia, sino por un desconcertante detalle. Aquel mismo Newton que había descifrado el movimiento de los astros en el universo consideraba los textos bíblicos tan válidos como los científicos. Es decir, tan válidos como los cálculos que los astrónomos anotaban infatigablemente año tras año, dejándose las pestañas tras los telescopios.
Por más que Newton se empeñaba, sin embargo, ni aquellos datos ni las fechas indicadas en los libros de historia terminaban de encajar con las visiones apocalípticas del profeta Daniel. Si la Biblia encerraba alguna verdad oculta, Newton no la encontró.
Horror al infinito
Pero la magia y la ciencia llevaban ya mucho tiempo divorciándose. Las matemáticas y la geometría, más de mil años. Ya en el siglo V antes de nuestra era, Demócrito había estudiado las propiedades geométricas de los conos. Y dos siglos después Arquímedes había ideado un ingenioso método para calcular el área de un círculo.
Sin embargo, Demócrito no aceptaba que las cosas pudieran dividirse hasta el infinito. Para él, el espacio no podía ser continuo, y prueba de ello eran las insondables paradojas que proponía su contemporáneo Zenón de Elea. Quizá por esa aversión instintiva a lo infinitamente pequeño, la invención del cálculo matemático tuvo que esperar todavía diez largos siglos. Hasta el advenimiento de Newton.
Bueno, no sólo de Newton.
Un momento. Por si usted no lo sabía, el cálculo matemático es el estudio de los cambios ‘suavemente’ continuos de las cosas. Los saltos de una pelota a lo largo de un terreno pedregoso no son nada fáciles de describir, pero la trayectoria de una bala de cañón o la órbita de Júpiter son, como quien dice, una golosina para los matemáticos.
No sólo las trayectorias de los objetos. En el siglo XIV, los llamados ‘calculadores de Oxford’ habían empezado a abordar ciertos problemas filosóficos mediante las matemáticas y la geometría, y habían abonado el terreno en el que, mucho más tarde, germinarían los descubrimientos de Galileo. Un siglo después de Galileo, Descartes descubrió cómo expresar ciertas curvas mediante fórmulas algebraicas, y Fermat averiguó la manera de determinar una tangente.
Los mapas engañan
¿Por qué he mencionado la tangente? Porque la tangente nos permite determinar la dirección ‘instantánea’ de un movimiento. Si nuestro automóvil está tomando una curva y dejamos de sujetar el volante, el automóvil continuará en línea recta, siguiendo precisamente la dirección de la tangente. Cuanto más cerrada sea la curva, más rápidamente nos apartaremos de la curva original, y esa mayor o menor rapidez nos permitirá diferenciar unas curvas de otras.
Pero determinar esa ‘rapidez’ no es fácil. Ciertamente, siempre podemos calcular un valor aproximado, pero ¿cómo de aproximado?
Depende. Si medimos en un mapa la distancia entre Madrid y Nueva York, el resultado será menor que la distancia real porque, al contrario que en el mapa, la superficie de la Tierra no es plana. En cambio, si medimos la distancia entre Madrid y Sevilla, nuestra medición se aproximará mucho más a la realidad y el error será menor. Y así sucesivamente. El error de nuestra medición sólo será cero cuando estemos infinitamente cerca de Madrid. Y eso parece imposible.
De hecho, el problema parecía imposible antes de que Newton y Leibniz le hincaran el diente. Por fin, a mediados del siglo XVII Newton encontró una solución, que él llamó “método de fluxiones”. Sin embargo, no llegó a publicar su descubrimiento. Algún tiempo después, en el continente europeo, Gottfried Leibniz –un filósofo alemán apasionado por las matemáticas– sí publicó una solución, aparentemente distinta, que él llamó “cálculo diferencial”.
Los dos métodos eran esencialmente lo mismo, sólo que sus autores los describían de manera diferente. Era comprensible. Newton había estudiado la inclinación de las curvas, mientras que Leibniz se había interesado más por el área que abarcaban esas mismas curvas.
Cuando Newton y Leibniz empezaron a escribirse, tanto el uno como el otro mencionaron oscuramente su descubrimiento, aunque sin entrar en detalles. Leibniz lo mencionó sólo de pasada, y Newton se refirió a él, sólo que ocultándolo en forma de anagrama. Finalmente, en 1704 un seguidor de Newton acusó a Leibniz de haber plagiado las ideas de su maestro. Leibniz protestó airadamente. No sólo él no había copiado nada –aseguró–, sino que algunos de los ‘descubrimientos’ de Newton eran cuestionables. Concretamente, eso de que los objetos se atraían unos a otros sin tocarse siquiera venía a ser un retorno a las ‘ciencias ocultas’.
Un acusado indefenso
La polémica fue agotadora, y todavía hoy no está del todo zanjada. En 1712, la Royal Society de Londres –que por entonces presidía el propio Newton– creó un comité de investigación que, previsiblemente, se pronunció en contra de Leibniz… sin consultarle siquiera. Las invectivas entre ambos bandos continuaron durante años, y sus defensores y detractores nunca llegaron a ponerse de acuerdo.
Es cierto que Newton no publicó su método de fluxiones hasta muchos años después de idearlo, pero algunos de sus allegados sí estuvieron al corriente, y no hay que excluir la posibilidad de que se ‘corriera la voz’ hasta llegar a oídos de Leibniz en Alemania. Pero, considerando que sus puntos de partida eran diferentes y sus sistemas de notación todavía más diferentes, lo más verosímil es que ninguno de los dos plagiara a su adversario.
No ha sido la única vez en la historia de la ciencia que dos investigadores llegan a una misma conclusión casi al mismo tiempo y, en muchos casos, sin conocerse siquiera. A menudo, ese tipo de coincidencias sólo significan que la ‘fruta’ del descubrimiento estaba madura.
Newton declaró que había alcanzado a ver más lejos porque se había encaramado a hombros de gigantes. Pero muchos de esos gigantes llegaron a serlo gracias a las intuiciones –y a las obsesiones– de otros estudiosos que, a veces injustificadamente, terminaron arrinconados en los márgenes de la historia.