Un chapuzón inesperado
Es un día perfecto para salir al campo. Sopla una brisa muy agradable, la temperatura es suave y el cielo está nublado. Decidimos salir de excursión.
Pero cuando estamos ya tumbados en una verde pradera y acabamos de empezar a tocar la armónica, las nubes se disipan y casi de repente sale el sol. En ese momento comprendemos que hemos cometido un error. Hemos salido de casa con una camiseta de color negro, y a medida que pasan los minutos el calor dentro de la camiseta se va haciendo insoportable. ¿Qué ha sucedido?
Ha sucedido que la camiseta absorbe toda la radiación del sol y la está convirtiendo en calor. Si la camiseta hubiera sido blanca, habría reflejado buena parte de la radiación y no sentiríamos tanto calor. Incluso si fuera de otro color, habría reflejado parte de la radiación que recibía y quizá no habríamos tenido que arrojarnos a aquel río de cabeza para refrescarnos.
El calor no es distinto de la luz. La única diferencia es que el calor no lo vemos. Sobre todo si nuestra camiseta, por mucho que le dé el sol, no va a calentarse más allá de los 60ºC. Pero lo podríamos ver. Si tuviéramos un visor de luz infrarroja, podríamos ver el 'aura' luminosa que emiten los cuerpos calientes.
En realidad, no hace falta llegar a tanto. Si visitamos la fragua de un herrero, veremos cómo el hierro que se está calentando al fuego se va poniendo rojo, vira después al anaranjado y al amarillo y, finalmente, se vuelve blanco. Cuando digo que se vuelve blanco quiero decir que emite luz de todos los colores, que es precisamente lo que nosotros llamamos 'color blanco'.
A mediados del siglo XIX, los físicos se interesaron por ese fenómeno. Cuando un objeto no refleja la luz, el color de la radiación que emite va cambiando a medida que lo calentamos, siguiendo siempre la misma progresión: desde la luz infrarroja (como la de nuestra camiseta) hasta la luz ultravioleta, que tampoco podemos ver pero que, si esperamos lo suficiente, terminará quemándonos la piel.
La catástrofe
El experimento de la camiseta fue, esencialmente, lo que se le ocurrió al físico Lord Rayleigh a mediados del siglo XIX. Sólo que, en lugar de una camiseta, él usó una caja cerrada con el interior pintado de negro. Él lo llamó 'cuerpo negro'.
Como buen físico experimental, fue anotando los datos de sus experimentos y finalmente los dibujó en un papel. Era extraño. Mientras la luz que emitía su caja negra iba pasando del infrarrojo al rojo, y después al anaranjado y al amarillo, la luz era cada vez más intensa, pero poco antes de llegar al color violeta disminuía rápidamente.
No tenía sentido. Las leyes de la física –de la física de entonces– predecían que la intensidad aumentaría hasta el infinito. Los físicos empezaron a llamar a aquel extraño fenómeno la 'catástrofe ultravioleta'. ¿Cómo explicarlo?
Una chapuza
Los sabios se seguían rascando la cabeza cuando el problema cayó en manos de Max Planck, un profesor de la universidad de Berlín. Planck tampoco entendía nada, pero era testarudo. Después de darle muchas vueltas, llegó por fin a una solución –según sus propias palabras– desesperada. Había encontrado una fórmula que describía perfectamente aquel fenómeno, pero para aceptarla había que aceptar también una idea inverosímil: la energía no aumentaba de manera continua, sino a tirones. O a saltos, como usted prefiera.
Planck publicó su trabajo en diciembre de 1900, justo cuando terminaba el siglo, y a aquellos 'tirones' de la energía los llamó 'cuantos'. Acababa de nacer –aunque todavía en pañales– la teoría cuántica.
Durante años, Planck estuvo convencido de que su fórmula era una chapuza, pero no tenía manera de demostrarlo. Al fin y al cabo, los aparatos de entonces no permitían medir energías tan pequeñas como las que emiten los átomos, y no había forma de saber si, a escala atómica, la energía aumentaba de manera continua –como dictaba el sentido común– o si se comportaba a saltos, como predecía la fórmula.
Que aquella ecuación no era una chapuza lo comprendió Einstein dos años más tarde. Después de siglos discutiendo acaloradamente si la luz era una onda o un chorro de partículas, los físicos tuvieron que aceptar que en realidad era las dos cosas. Sí, al mismo tiempo. No se moleste en imaginárselo. Hasta la fecha, nadie ha conseguido juntar esas dos ideas en un mismo concepto. Pero funciona.
Un siglo convulso
La fórmula 'chapucera' de Planck había abierto las puertas a un universo nuevo, por el que transitaría la física teórica durante todo el siglo XX. Años atrás, un profesor de la universidad había aconsejado al joven Planck que no se molestara en estudiar física. Según aquel profesor, en física estaba ya casi todo descubierto, y lo único que faltaba por explicar era algún que otro 'fleco'.
Por suerte, Planck no le hizo caso. Los avances en el estudio de la termodinámica movían ya las máquinas de vapor, y el electromagnetismo estaba a punto de transformar la industria –y la sociedad– mundial, pero a Planck no le interesaban las aplicaciones, sino la esencia de las cosas.
Además de físico, Planck era un espíritu exquisito. Tocaba el piano, el órgano y el violoncello, e incluso componía óperas. Tuvo la desgracia de vivir dos guerras mundiales y, entre ambas, el ascenso del nazismo en Alemania. Aunque no quiso emigrar durante el III Reich –él creía que iba a ser un fenómeno pasajero–, fue investigado por el departamento 'científico' de Hitler, que concluyó que Planck tenía 1/16 de antecedentes judíos. Tuvo la suerte de salvar el pellejo, gracias quizá al prestigio que se había ganado, pero uno de sus hijos no fue tan afortunado. En 1944, Erwin Planck participó en un atentado fallido contra Hitler y fue descubierto.
Para el anciano Planck fue el golpe definitivo. Había asistido a la muerte de sus dos esposas y de casi todos sus hijos, y su propia casa había sido destruida en un bombardeo. No llegó a conocer el final de la segunda guerra mundial, pero la física que –sin saberlo– había inaugurado emprendió un largo recorrido que, aún hoy, no ha terminado.