Es verano y empieza a anochecer. En un parque cercano, un ciclista conecta la dinamo a una rueda, arranca de nuevo a pedalear y el faro de la bicicleta se enciende. El asfalto está caliente todavía, y seguirá exhalando calor hasta bien entrada la madrugada. A la mañana siguiente nos vamos a la playa y nos damos un chapuzón. Al salir del agua no necesitamos una toalla. Las gotitas que escurren por nuestra piel se secan rápidamente. Antes de comer, tomamos un aperitivo con una bebida bien fría. Mientras conversamos, miramos distraídamente las gotitas de agua que se han formado en la superficie del vaso.
Si hemos vivido alguna vez experiencias parecidas, tenemos la información suficiente para comprender cómo funciona el clima. El clima de nuestro planeta, naturalmente.
En realidad, todo empieza en el sol. Nuestro sol es una gigantesca central nuclear, aunque no como las que conocemos. Me explicaré. Un átomo, para sobrevivir, tiene que mantener un equilibrio entre fuerzas contrapuestas. Dentro de él, los protones tienen carga eléctrica y se repelen unos a otros pero, cuando un átomo es pequeño, hay una fuerza más poderosa que los mantiene unidos. Sin embargo, a medida que aumenta el tamaño del átomo, esa fuerza se va debilitando. En los átomos más grandes, la repulsión entre los protones no está tan contrarrestada y los átomos se vuelven más inestables. Nuestras centrales nucleares aprovechan esa debilidad para terminar de romper esos átomos y extraer energía de ellos.
En el sol, en cambio, ocurre lo contrario. Allí, los átomos más ligeros son de hidrógeno, y el enorme calor reinante los hace entrechocar. Con tal violencia que, de cuando en cuando, sus protones no consiguen repelerse y se emparejan. En otras palabras, se fusionan. ¿Y qué sucede cuando dos átomos de hidrógeno se fusionan? Pues que pierden masa, y esa diferencia de masa se convierte en energía. Es decir, en luz y calor.
Una parte de esa energía viene a parar a la superficie de la Tierra. Que, girando alrededor de su eje, genera los días y las noches. Hasta aquí, nada nuevo. Durante el día recibimos más luz y más calor, y buena parte de esa energía es absorbida por la superficie y liberada a la noche siguiente. Sí, como en el asfalto aquella noche de verano.
Pero la naturaleza no entiende de igualitarismos, y a medida que nos alejamos del ecuador las cosas van cambiando. Como el eje de la Tierra está un poco inclinado respecto al sol, el hemisferio más cercano a él recibe más energía que el opuesto. Lo llamamos ‘verano’.
Todas esas diferencias dan lugar a lo que básicamente conocemos como el clima. O el tiempo meteorológico. Por ejemplo, el aire caliente es menos denso, y por lo tanto asciende. Y el hueco que va dejando se rellena con aire más frío. Cuanto más rápidos sean esos movimientos, más viento notaremos al salir de casa.
Además, a medida que se va elevando, el aire se enfría, y el vapor de agua que contiene se condensa. Sí, como en la superficie de aquel vaso con hielo. En el vaso, las gotitas más pequeñas no pesan lo suficiente y se quedan en su sitio. En la atmósfera flotan, y las llamamos nubes. Las gotitas más grandes, en cambio, se escurren por el vaso. En la atmósfera, caen en forma de lluvia. Pero eso no es todo.
Porque la rotación de la Tierra produce un efecto llamado ‘aceleración de Coriolis’, que es el causante de que las grandes masas de aire -y en particular los huracanes- giren. No sólo en el aire. Las grandes corrientes del océano circulan igualmente, sólo que mucho más despacio.
Y ahora vamos al detalle. Exceptuando a las plantas carnívoras, todas las demás se alimentan del sol. Bueno, no exactamente. En realidad, las plantas usan la energía del sol para convertir el dióxido de carbono y el agua en glucosa y oxígeno. El mismo oxígeno que respiramos los animales, y que devolvemos a las plantas en forma de dióxido de carbono. Gracias a ese ciclo, tanto las plantas como nosotros podemos respirar. Y comer.
Las plantas emiten también vapor de agua, que viene a añadirse al que se evapora de la superficie de los mares (o de nuestra piel cuando salimos del agua). Que no es poco. A lo largo del año, el sol mueve algo así como 500 000 kilómetros cúbicos de vapor de agua. Las lluvias terminan convirtiendo esa agua en ríos y lagos, y buena parte de ellos termina de nuevo en los océanos. Y vuelta a empezar.
Pero la energía que nos envía el sol tiene también algunos inconvenientes. Una parte de ella, que nuestros ojos no ven, es luz ultravioleta, que tiende a destruir nuestras células y que, en pequeñas dosis, nuestro organismo suele tener tiempo de reparar. Claro, que esas dosis son pequeñas gracias a que, allá en lo alto de la atmósfera, una delgadísima capa de gas les dificulta el paso.
Si quieren saber por qué, les presento al ozono. Como el oxígeno tiende a agruparse en moléculas de dos átomos, cuando la luz ultravioleta choca con ellas consigue romperlas en dos mitades, y los átomos liberados se unen a otras parejas. Las moléculas de tres átomos de oxígeno se llaman ‘ozono’, y son precisamente las que forman esa delgadísima capa que nos protege. ¿Que por qué nos protege? Porque, al chocar con ella, la luz ultravioleta pierde energía y se degrada en forma de calor.
El sol emite también gigantescos chorros de partículas con más -o con menos- electrones de lo normal. Los astrofísicos los llaman ‘viento solar’. Esas partículas desequilibradas tampoco son recomendables, ni para nuestra salud ni para nuestros sistemas de comunicaciones. Pero tranquilícese usted. También contra ellas estamos protegidos.
Para entender por qué, les tengo que presentar ahora al campo magnético terrestre. El fluido eléctrico que encendía el faro de aquella bicicleta estaba causado por el giro de unos imanes. Inversamente, el movimiento de cargas eléctricas en el interior de la Tierra genera un campo magnético a nuestro alrededor. Un campo magnético que, además de alinear nuestra brújula en dirección norte-sur, nos protege de los efectos del viento solar. Y permite a los más privilegiados disfrutar de las auroras boreales.
La vida en la Tierra sería difícil de imaginar sin esos dos ciclos complementarios del oxígeno y del dióxido de carbono, y sin el movimiento del magma bajo la corteza terrestre. Quizá por eso, encontrar un planeta habitable no está siendo tan fácil como parecería a primera vista. Nuestro clima, y nuestra supervivencia, dependen de esos dos fenómenos. Disfrutémoslos
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