Te has levantado temprano, pero aún está oscuro. Aprietas un interruptor y se enciende la luz. Más tarde, calientas el desayuno en el microondas. Mientras esperas a que se caliente, compruebas que tu teléfono móvil está conectado. En la radio, entre tanto, suenan las noticias. Por lo visto, acaba de empezar una nueva serie de experimentos con el acelerador de partículas del CERN.
Si el párrafo anterior se refiere a ti, es evidente que no vives en el siglo XIX. En los comienzos de aquel siglo no se habían inventado ni siquiera las bombillas. Tanto la electricidad como el magnetismo eran sólo curiosidades que los científicos estudiaban en sus laboratorios, y que no parecían tener ninguna relación entre sí.
Pero en 1820 el danés Ørsted descubrió que, cuando acercaba una corriente eléctrica a una brújula, la aguja magnética se movía. Y, sólo once años después, Michael Faraday descubrió el fenómeno contrario: si acercas o alejas un imán a un cable metálico, por el cable empezará a circular una corriente eléctrica.
Un niño preguntón
La misteriosa conexión entre esos dos fenómenos la conocemos hoy como ‘electromagnetismo’, y su explicación se la debemos a uno de los más grandes científicos de todos los tiempos: un escocés llamado James Clerk Maxwell.
No es mucho lo que sabemos de Maxwell, o quizá su vida no fue tan rica en anécdotas y aventuras como un biógrafo desearía. Nació en Edimburgo, en 1831. Según su madre, era un niño inquisitivo con una memoria prodigiosa, que preguntaba constantemente por qué sucedían las cosas. Según su tutor, en cambio, era un niño más bien torpe y no muy espabilado.
Una tía del pequeño James consiguió apartarlo de aquel tutor nefasto y lo envió a estudiar a la Academia de Edimburgo. Recién llegado a la Academia, con un fuerte acento rural y calzando unos zapatos hechos a mano, James era al principio el hazmerreír de sus compañeros.
Pero aquel niño de aspecto pueblerino no tenía un pelo de tonto. A los 14 años publicó su primer trabajo científico, y a los 16, estando ya en la Universidad, otros dos. Eran sólo el comienzo de una impresionante carrera, que culminaría en 1873 con el Tratado sobre electricidad y magnetismo, una de las obras más importantes en la historia de la ciencia.
¿Una casualidad?
En aquel texto, Maxwell demostraba que la electricidad y el magnetismo son dos aspectos inseparables de un mismo fenómeno: el electromagnetismo. Las consecuencias de aquel descubrimiento inauguraron una nueva era en la historia de la civilización. De no haber sido por las ecuaciones de Maxwell, yo estaría ahora escribiendo este artículo a la luz de una vela o de un quinqué. Inútilmente, porque usted no tendría manera de saber que yo lo habría escrito.
Las ecuaciones de Maxwell, tal como las conocemos hoy, son cuatro. Las dos primeras describen cómo se propagan por el espacio la electricidad y el magnetismo: la electricidad, desde las cargas positivas hacia las negativas, y el magnetismo, desde el polo positivo hasta el polo negativo de un mismo imán. Las otras dos ecuaciones son también extrañamente parecidas: el movimiento de un campo magnético genera un campo eléctrico, y el movimiento de un campo eléctrico genera un campo magnético.
Una de las consecuencias de aquella teoría era la existencia de ondas electromagnéticas. Igual que las ondulaciones se extienden por el agua cuando dejamos caer un piedra, las ondas electromagnéticas se difundían, según Maxwell, por el éter cósmico. (En realidad, por el espacio, cuando se demostró que el éter no existía).
Al llegar a ese punto, Maxwell se encontró de pronto con un descubrimiento inesperado: las ondas electromagnéticas viajaban precisamente a la misma velocidad que la luz. Era demasiada casualidad, pensó. ¿No sería posible que la luz fuera simplemente una onda electromagnética?
No sólo era posible. Era cierto.
Fotos, diablos y anillos
Como usted estará ya sospechando, Maxwell no sólo se interesó por el fenómeno del electromagnetismo. Estudió también el comportamiento estadístico de los gases, mejoró la teoría ya existente y propuso una divertida paradoja que todavía no parece estar resuelta: el diablillo de Maxwell.
Y se interesó por la óptica, con resultados pioneros. La primera fotografía en color de la historia se la debemos a él. La consiguió obteniendo tres negativos de una misma imagen con tres filtros de color distintos que, al combinarse, producían toda la gama de colores visibles.
Por aquel entonces, los robots eran simplemente autómatas no más sofisticados que una cajita de música. Pero, inspirándose en el funcionamiento de los reguladores de las máquinas de vapor, Maxwell desarrolló una teoría que sentó las bases de la futura cibernética. No estoy seguro de agradecérselo.
Un asunto que lo tuvo ocupado durante dos años fueron los anillos de Saturno. ¿Por qué no se habían ido aglomerando con el tiempo hasta formar una luna? ¿Eran rígidos, líquidos o gaseosos? Maxwell demostró que ninguna de esas respuestas era correcta. Los anillos de Saturno sólo podían estar compuestos de partículas sueltas, independientes entre sí. Y se mantenían en su sitio porque los sujetaba la fuerza de la gravedad.
Hoy sabemos que los anillos de Saturno no son del todo estables. Poco a poco, la gravedad de Saturno los va atrayendo hacia su superficie, y se calcula que desaparecerán de nuestros telescopios dentro de 300 millones de años. Disfruten de ellos mientras puedan.
Simetrías
Quizá lo más interesante de las ecuaciones de Maxwell es que reflejan una extraña simetría. Las corrientes eléctricas crean campos magnéticos, mientras que las corrientes magnéticas crean campos eléctricos. Al principio, esa simetría era una simple curiosidad, pero con el tiempo los físicos fueron descubriendo otras todavía más interesantes. Y una de esas otras simetrías le dio a Einstein la clave para desarrollar su teoría de la relatividad.
Las simetrías son hoy la lente a través de la cual los físicos contemplan las leyes de la naturaleza. Hay quien piensa que eso le confiere una armonía fascinante a nuestro universo, pero esa armonía no es en absoluto evidente. Es puramente matemática y, pese a los esfuerzos del cerebro humano por encontrar significados en todas partes, las noches estrelladas siguen siendo para el observador normal y corriente un paisaje fascinante, tal vez, pero incomprensible.
Unificando la electricidad y el magnetismo en una única teoría, Maxwell dio el primer paso hacia la unificación de todas las fuerzas conocidas. Doscientos años después, tres de ellas están ya unificadas, pero a los físicos les queda todavía una fastidiosa piedra en el zapato: la gravedad. El mundo de las cosas mucho más grandes que nosotros parece incompatible con el mundo de las cosas mucho más pequeñas que nosotros. Y nosotros estamos en medio.
Maxwell no llegó a sospechar siquiera las extrañas leyes de ese mundo más pequeño que nosotros. Pero su teoría de la radiación electromagnética fue el punto de partida para llegar a ellas… cuando se observó que, sorprendentemente, en algunos casos no se cumplía.
Algunos autores afirman que, al contrario que d’Alembert, Maxwell estaba mucho más dotado para la física que para las matemáticas. Según ellos, algunas de las fórmulas que propuso estaban basadas en supuestos incorrectos. Si realmente fue cierto, poco importa. Hay en la física un antes y un después del gran James Clerk Maxwell. El propio Einstein comentó en cierta ocasión que las ideas de Maxwell habían sido “las más profundas y fructíferas que la física ha conocido después de Newton”.