En 1715, un escocés llamado John Law, economista, tahúr y prófugo de la justicia británica, vino a parar a París y empezó a mover hilos en las esferas del poder. Tras una agotadora sucesión de guerras contra casi todos los países de Europa, la economía francesa se ahogaba bajo el peso de las deudas. Los metales preciosos escaseaban y las monedas en circulación eran insuficientes.
Para resolver el problema, en 1719 John Law compró la Compagnie du Mississippi, en las colonias francesas de América del Norte. El gobierno de Francia, entonces, le autorizó a emitir 50.000 nuevas acciones, y más tarde otras 300.000, que Law usó como aval para prestar al estado francés 1.500 millones de libras. En pocos días, el precio de las acciones aumentó vertiginosamente.
Pero, al aumentar la circulación de billetes de papel, se desató una inflación imparable. Llegó un momento en que las acciones de la compañía –y, con ellas, los billetes que habían sustituido a las monedas– carecían prácticamente de valor. Hordas de ciudadanos indignados atacaban a los banqueros en mitad de la calle, y una noche, amparado en la oscuridad, John Law huyó a Venecia, abandonando más de veinte castillos de su propiedad como pago de sus deudas.
Un bebé abandonado
No todos perdieron hasta la camisa. Uno de los especuladores que supo retirarse a tiempo se llamaba Claudine de Tencin. Había sido monja, y tras colgar los hábitos se había lanzado a una vida social desenfrenada, trufada de intrigas políticas y amantes a gogó. Entre ellos, por cierto, un obispo y algún que otro aristócrata.
Uno de aquellos amantes, el oficial de artillería Louis-Camus Destouches, la dejó embarazada. El embarazo llegó a su término, pero la madre abandonó al recién nacido a la puerta de una iglesia. El bebé fue ingresado en un orfanato hasta que, poco después, su padre encontró para él una madre adoptiva: Madame Rousseau, esposa de un vidriero.
El padre de la criatura murió pocos años después, y el pequeño Jean recibió una herencia considerable. Gracias a ella pudo entrar a estudiar en el Collège des Quatre Nations con el nombre de Jean-Baptiste Daremberg. Apellido que, al poco tiempo, cambió por ‘d'Alembert’. Hasta donde he podido averiguar, nadie sabe por qué.
Aquel colegio, una institución jansenista abiertamente enfrentada a los jesuítas, estaba dedicado principalmente a la teología, y sus profesores se esforzaban por alejar a d'Alembert del ‘sórdido’ camino de las matemáticas y encaminarlo por la vía eclesiástica.
Un teórico incorregible
Pero el joven D'Alembert no les hacía caso. Visitaba asiduamente la biblioteca del colegio y, en particular, sus libros de matemáticas, que eran excelentes. En dos años se graduó como abogado, probablemente sin mucho entusiasmo, ya que a continuación empezó a estudiar medicina. Pero la medicina le pareció todavía más horripilante que la teología, y pronto comprendió que lo suyo eran las matemáticas.
En 1739 presentó su primer trabajo en la Academia de Ciencias de París, y poco tiempo después un segundo trabajo sobre la mecánica de fluidos. Sólo dos años más tarde fue admitido como miembro de la Academia. Que sólo hubiera presentado dos trabajos para merecer semejante ‘honor’ da que pensar. Pero no entraré en eso. Ahí lo dejo.
Por aquellos tiempos, las obras de Newton, que Voltaire había dado a conocer en Francia, estaban rodeadas de cierta controversia. D'Alembert terció en la controversia, mejoró las ideas de Newton y aclaró mucho las cosas. Pero lo suyo no era la física, sino las matemáticas, y parecía ignorar que la física, por definición, está basada en la experimentación. Es decir, en la realidad real.
Sí, las fórmulas que usan los físicos para describir las leyes de la naturaleza son fórmulas matemáticas, pero las letras que aparecen en esas fórmulas no son abstracciones teóricas. Si les seguimos la pista, siempre representan conceptos que es posible medir y que describen la realidad.
El salto a la fama
De hecho, d’Alembert metió la pata más de una vez –como físico– a causa de esa obsesión suya por las matemáticas. Y quizá también por la testarudez de no querer dar nunca su brazo a torcer. Alexis Clairaut, un fiel seguidor de Newton, tuvo algún enfrentamiento con él, no muy distinto del que mantuvieron Newton y Leibniz. A los dos se les había ocurrido una misma idea y los dos rivalizaban por atribuirse la autoría.
D'Alembert empezó a sentirse incómodo en la Academia. Durante muchos años, su vida había sido monótona y sin más novedades que las rutinarias polémicas científicas. Vivía aún con su madre adoptiva cuando, en 1746, Madame Geoffrin, una rica dama que regentaba un ‘salón’ –un espacio destinado a tertulias más o menos exquisitas–, lo invitó a participar. Su éxito debió ser inmediato, porque poco tiempo después fue invitado a otros dos salones de postín.
De repente, se encontraba inmerso en la efervescencia de la vida social parisina. Su fama crecía, y Diderot, que acababa de poner en marcha el ambicioso proyecto de la Enciclopedia –”la quintaesencia del conocimiento humano”, según Buffon– pidió que lo contrataran.
Le encargaron la sección de matemáticas y astronomía física. No era poco. Escribió cerca de mil quinientos artículos, entre ellos el histórico Discurso Preliminar y, como usted seguramente habrá sospechado, la religión y la iglesia apenas aparecían en aquellos textos. La reacción fue previsible. La Enciclopedia fue fulminantemente prohibida por la iglesia católica e incluida en su bochornoso Índice de libros prohibidos.
Buscándose líos
Los contratiempos se le iban acumulando. Una controversia con los calvinistas de Ginebra, instigada por Voltaire, fue la gota que colmó el vaso. D'Alembert abandonó el proyecto y Diderot tuvo que continuar él solo cargando con todo. En la clandestinidad.
Pero los conflictos no lo abandonaban. Un trabajo suyo, titulado Réflexions sur la cause générale des vents, con el que había ganado un premio de la Academia de Ciencias de Prusia, desencadenó un ataque de Clairaut.
Matemáticamente, el trabajo de d’Alembert era brillante pero, una vez más, su conexión con la realidad era dudosa. D'Alembert había supuesto que los vientos estaban generados por las mareas atmosféricas, y consideraba que las diferencias de temperatura eran secundarias. Ocurría justo al revés.
La polémica estaba servida. Clairaut y él emprendieron una guerra de acusaciones, que llegaron al punto de intercambiar insultos en publicaciones científicas. No fue su único conflicto. Su relación con el compositor Rameau, al principio entusiasta, terminó también de mala manera. Según Rameau, d’Alembert –que no sabía música– había malinterpretado su teoría musical.
La capacidad d'Alembert para meterse en líos era inagotable. Acusó también al matemático Euler de haberse apropiado de ideas suyas. Pero la realidad era que al pobre Euler le costaba mucho entender los embarullados textos de d’Alembert y había decidido replanteárselos partiendo de cero y siguiendo sus propios razonamientos.
La moneda al aire
A pesar de todas esas anécdotas –los científicos son también seres humanos–, d’Alembert gozó de gran fama en su tiempo, y tuvo sus momentos de bonhomía. En cierta ocasión, Federico II de Prusia le pidió que presidiera la Academia de Berlín, pero él no aceptó y recomendó para el puesto a su adversario Euler. Su prestigio era tal que Catalina II de Rusia trató –en vano– de contratarlo como tutor de su hijo.
A d’Alembert debemos, entre otras cosas, el teorema fundamental del álgebra y un operador matemático que lleva su nombre, y que hoy es imprescindible en las grandes teorías de la física contemporánea. En el capítulo de las meteduras de pata afirmó que, si lanzamos una moneda al aire y sale ‘cruz’, la probabilidad de que a continuación salga ‘cara’ será ahora mayor. No es así pero, en comparación con sus grandes logros, fue un error excusable.
En sus últimos años, d’Alembert empezó a dedicar más tiempo a la filosofía. Aunque no sentía ninguna simpatía por la metafísica, había aceptado un argumento sobre la existencia de Dios: le parecía demasiado improbable que la inteligencia fuera un producto espontáneo de la naturaleza. Pero, tiempo después, Diderot lo arrastró al bando de los materialistas. A esas alturas, el tren de la Ilustración era ya imparable.
Cuando uno no sabe cómo rematar un artículo, un recurso socorrido en los textos sobre ciencia es averiguar cuántos cráteres de la luna llevan el nombre del protagonista. Confieso que he cedido a la tentación y he averiguado que, cómo no, en la luna hay un cráter que lleva el nombre del gran d’Alembert.
No sólo eso. Además, el explorador Nicolas Baudin bautizó con su nombre una pequeña isla de Australia. Y, para redondear la anécdota, Federico de Prusia propuso también el nombre de d’Alembert para una luna de Venus… que finalmente resultó que no existía.