Un rito misterioso
Amalia ha llegado a tiempo a la consulta del oculista. La enfermera la invita a pasar a una sala contigua y Amalia se sienta a esperar. Otras nueve personas aguardan también en sus asientos hojeando revistas, o absortos en la pantalla de su móvil. De pronto, en algún altavoz invisible suena un pitido breve. Todos a una, los nueve desconocidos se levantan de sus asientos y se vuelven a sentar.
Amalia los mira, confundida. ¿Qué está sucediendo? Un par de minutos más tarde, la escena se repite. Ella es la única que no se ha levantado, pero no entiende por qué esas personas creen necesario ponerse en pie y volverse a sentar. Nadie parece estar fijándose en ella. ¿Está quedando en ridículo delante de toda esa gente? Al tercer pitido, Amalia se levanta al mismo tiempo que ellos y se vuelve a sentar.
Uno a uno, los nueve pacientes van pasando a la consulta, y Amalia se queda sola. Vuelve a sonar el pitido pero, aunque ya no queda nadie a su alrededor, Amalia se levanta de nuevo. Unos minutos después entra en la sala un nuevo paciente. Cuando suena el pitido y ve a Amalia levantarse, le pregunta por qué lo hace. “No sé”, responde Amalia. “Todos los que esperaban antes que yo lo hacían”. Al siguiente pitido, el nuevo paciente se levantará también con ella.
Naturalmente, los nueve pacientes iniciales eran actores, y la escena era un experimento1. No ha sido el único de esas características. En 1951, el psicólogo Solomon Asch pidió a distintos voluntarios que determinaran la longitud de una línea frente a la opinión mayoritaria –manifiestamente incorrecta– de otros siete ‘voluntarios’. Los voluntarios reales se plegaron a la opinión de la mayoría un 75% de las veces. ¿Su explicación? No querían ir contra la corriente… o pensaron que la mayoría “sabía más que ellos” (!).
Los límites de la memoria
Someterse ciegamente a la mayoría ya es una actitud alarmante, incluso sin hacer daño a nadie. Pero, ¿hasta qué punto podría un ser humano someterse voluntariamente a una autoridad sabiendo que está perjudicando a otro? Eso es lo que quiso averiguar, en los años 1960, un psicólogo llamado Stanley Milgram. Sus conclusiones fueron inesperadas. Incluso para él mismo.
Milgram había nacido en 1933 en la ciudad de Nueva York y había estudiado psicología en la universidad de Harvard. Algunos de sus parientes habían sido víctimas del Holocausto, y otros, que habían sobrevivido, llevaban todavía tatuadas en su piel las marcas de los campos de concentración. Cuando Milgram tuvo noticia del juicio del oficial nazi Adolf Eichmann, que se estaba desarrollando en Europa, se preguntó hasta qué punto sería una persona capaz de obedecer ciegamente, incluso causando daño a otros seres humanos.
El experimento que emprendió para averiguarlo hizo historia, y abrió una puerta insospechada a los abismos de la naturaleza humana. Fingiendo que quería poner a prueba los límites de la memoria, Milgram pidió a distintos participantes que penalizaran con descargas eléctricas a otro ‘voluntario’ que, atado a una silla en una habitación diferente, se esforzaba por aprender distintas series de palabras. A medida que los errores de aprendizaje se acumulaban, el ‘enseñante’ tenía que aumentar la intensidad de las descargas eléctricas.
“El experimento debe continuar”
Las descargas no eran reales, pero el participante no lo sabía. ¿Hasta dónde sería capaz el ‘enseñante’ de ‘castigar’ a aquel alumno invisible? Aunque el ‘alumno’ no estaba en la misma habitación, sus exclamaciones de dolor –en realidad, provenientes de una grabación– se oían perfectamente. Los gritos eran cada vez más desgarradores y, a partir de cierto punto, el ‘alumno’ pedía vehementemente que interrumpieran el experimento y lo dejaran libre.
El ‘enseñante’, angustiado, dudaba, pero detras de él un psicólogo con bata blanca le aseguraba que asumía toda la responsabilidad y le ordenaba continuar. Al finalizar la serie de experimentos, un 65% de los participantes llegaron, paso a paso, hasta los 450 voltios de la descarga máxima establecida.
El propio Milgram se quedó anonadado. Cuando la responsabilidad era de otro, más de la mitad de los seres humanos eran capaces de torturar a otro ser humano sin más justificación que la obediencia.
Guerreros enmascarados
La sumisión a las mayorías no es muy diferente de la obediencia. Ni los voluntarios del experimento de Milgram ni la conformista Amalia en la sala del oculista estaban obligados a actuar como actuaron, pero se justificaron pensando que, al fin y al cabo, la decisión no la habían tomado ellos.
Quizá el caso más patético que todos hemos vivido fue el episodio de las mascarillas en los años 2020-2021. Para entonces, centenares de estudios científicos –además del sentido común– habían evidenciado que el uso de las mascarillas no tenía ningún fundamento, pero la fuerza de la mayoría y el hecho de que la orden viniera de la ‘autoridad’ envalentonaron a más de un mindundi hasta el punto de expulsar a otros ciudadanos del autobús, o negarles la entrada a un hospital, por no ir enmascarados.
Fue una confluencia perfecta del poder de arrastre de las mayorías con la fuerza de la obediencia. Justificadas, ambas, por el miedo. Un trípode perfecto, que logró sumir en trance hipnótico a miles de millones de personas en todo el mundo.
Al menos, quienes idearon tan siniestra hazaña tuvieron un rasgo de humor: convencieron a esa misma población hipnotizada para que saliera al balcón todos los días, a aplaudir. Aquellos pobres infelices no lo sabían, pero en realidad estaban aplaudiendo… a sus propios secuestradores.
Confío más temprano que tarde vencerás tu resistencia Ricky y escribirás una interesante nota que aunque deprimente nos enseñará a muchos como no dejarnos llevar por la corriente (cuál sea su origen).
Aquí en México un programa de televisión hizo un experimento donde le daban a probar a las personas la misma receta de pastel dónde uno tenía un precio ridículamente caro y el otro muy barato, casi todos señalaban que les sabía mejor el costoso....
Entonces al miedo y a la obediencia hay que sumarle la corriente del prejuicio y confieso que no siempre salgo bien librado de alguna de éstas.
Gracias Ricky.
Hola Ricky M.
Muy interesante tu nota, me asombré, la disfruté y aprendí de ella (gracias).
Al final señalas (respecto al uso generalizado de las mascarillas durante el episodio de la "pandemia") que "centenares de estudios científicos –además del sentido común– habían evidenciado que el uso de las mascarillas no tenía ningún fundamento, pero la fuerza de la mayoría y el hecho de que la orden viniera de la ‘autoridad’ envalentonaron a más de un mindundi hasta el punto de expulsar a otros ciudadanos del autobús, o negarles la entrada a un hospital, por no ir enmascarados."; a lo que me gustaría replicarte (confiando aceptas la respetuosa confrontación y el sano debate) por no estar del todo de acuerdo en lo que ahí expones aún siendo yo un convencido opositor al uso de la mascarilla.
1) Considero que además del poderoso miedo, la autoridad sustentó la obligatoriedad del uso de cubrebocas en confinamiento en base a "evidencia científica" dictada (principalmente) por la incorruptible organización que salvaguarda desinteresadamente la salud de todos los habitantes del planeta (https://www.who.int/es/news/item/13-01-2023-who-updates-covid-19-guidelines-on-masks--treatments-and-patient-care) y los centenares de estudios científicos que señalas, están convenientemente en el último lugar de una larguísima búsqueda de una manipulada web que primero muestra a los que sí recomiendan su uso, por lo que al buscador promedio (que ya son minoría, pues estarás de acuerdo que la mayoría 'sigue la corriente') quedará convencido sobre la conveniencia del uso de las mascarillas.
Con respecto al sentido común, observo que éste desaparece (en casi todos) cuando cunde el infeccioso pánico.
2) Me parece que más que "la fuerza de la mayoría", aciertas al señalar que fué el hecho de que la indicación vino de la 'autoridad' y en muchísimos casos ejercer la obligatoriedad del uso de la mascarilla se volvió parte de las funciones del trabajo (ya sabes "si no haces tú trabajo te despiden") y/o la suma de todos los miedos de muchísimas personas de las cuales todavía (muchas) siguen usando el cubrebocas aún al aire libre.
La chica del experimento señaló que se sintió más cómoda una vez que se empezó a levantar y sentarse al toque de la bocina "como todos los demás" (ya estaba integrada y no era una autoexcluida), también una persona vestida se sentirá incómoda y fuera de lugar en un campo nudista, y sin duda en un lugar dónde todos usan cubrebocas, será bicho raro el que no lo tenga; la cuestión aquí es si lo usas para no desentonar (aunque no te obliguen a usarlo y sepas que no sirve de nada) ó lo usas porque estás convencido de sus bondades ó simplemente... ignoras tus penas, te desvías de la corriente y como bien dijo Horacio "Aequam memento rebus in arduis servare mentem".
Un abrazo Ricky Mango.