Los lectores más veteranos de este blog puede que recuerden todavía mis explicaciones sobre el travieso diablillo de Maxwell: un ser imaginario que, separando astutamente unas moléculas de otras, conseguía crear un frigorífico sin consumir energía.
En nuestro universo, el diablillo de Maxwell no podría existir. Pregúntese por qué, y terminará haciéndose otras preguntas francamente incómodas sobre su propia realidad. Por ejemplo, por qué el tiempo fluye siempre en la misma dirección, o por qué el hielo se tiene que derretir después, y no antes, de que lo hayamos calentado.
Ese tipo de preguntas han sido esenciales en la física contemporánea, pero su origen es bastante más antiguo. No, no me estoy refiriendo a los demonios que nos describen las religiones, que han sido más bien un freno para la ciencia. Al simplificarnos las explicaciones, han evitado que meditemos sobre los grandes enigmas de la naturaleza. ¿Por qué los volcanes arrojan lava, o las tormentas lanzan rayos? Bah, son demonios enfurecidos. Sacrifiquémosles una cabra y todo se terminará arreglando.
El beneficio de la duda
Por suerte, no todos se han conformado con tales explicaciones. En Francia, en el siglo XVII, un tal René Descartes decidió concebir un demonio imaginario para tratar de entender los límites de la realidad. Quizá divagaba más de la cuenta, aunque eso no sería muy sorprendente en un filósofo. Aquellas divagaciones, sin embargo, han encontrado hoy eco en algunos conceptos de la física moderna.
Descartes empezaba preguntándose: ¿es posible que yo esté soñando y no lo sepa? O, todavía peor: ¿es posible que un diablo malévolo se esté inventando en este momento mi realidad y yo no tenga forma de saberlo? ¿Realmente dos y dos son cuatro, o también las matemáticas serían sólo una argucia de ese supuesto “genio malvado”?
Naturalmente, hoy no podemos saber lo que pasaba por la mente del angustiado Descartes. Pero, por suerte para su salud mental, terminó encontrando una respuesta tranquilizadora: ni siquiera el demonio más tramposo del universo –concluyó, por fin– podía impedir que él dudara. Por lo tanto, la única certeza imposible de manipular se resumía en aquella frase suya que todos ya conocemos:
"Pienso, luego existo".
Confieso que siempre me ha parecido incomprensible aquel razonamiento de Descartes. ¿Y si un diablo malévolo le estuviera haciendo creer que pensaba? Hoy en día, muchos políticos se encuentran en ese caso, y pese a todo –por desgracia– existen.
¿Un código imperfecto?
Los fanáticos de la película The Matrix –yo no soy uno de ellos– encontrarán seguramente un alivio solidarizándose con Descartes. Pero la fantasía de Descartes no ha sido la única. Ha habido unas cuantas más igualmente imposibles de verificar.
No mencionaré la caverna de Platón, porque no me parece que tenga relación con la ciencia. Como no sea, en todo caso, por haber inventado el cine. Y tampoco me entretendré mucho con la historia del cerebro-en-una-vasija.
Pero, al menos, la resumiré. Nosotros no percibimos directamente ni nuestro cuerpo ni nuestros sentidos. Todas las sensaciones que percibimos suceden sólo en nuestro cerebro... ¿Y si usted o yo no fuéramos más que un cerebro conservado en un vasija, al que un demonio perverso transmite una falsa realidad enviando a sus neuronas las señales adecuadas?
Ya tiene trabajo, ese demonio.
Otra idea descabellada (pero, tal como están las cosas, nunca se sabe) sugiere que usted y yo, y todo lo que nos rodea, podríamos ser una simulación programada por ordenador. Medio en broma, medio en serio, Elon Musk comentó en cierta ocasión que las leyes de la física evocan a veces ciertas estructuras informáticas. Por ejemplo, la simetría.
Si la realidad que creemos vivir fuera un programa informático, ¿podríamos detectarlo? Tal vez. Al fin y al cabo, a escala microscópica nuestra lógica cotidiana se rompe y la realidad se vuelve ‘borrosa’. ¿Es eso natural, o nos está revelando los límites de las computadoras de quienes nos programan?
Sí, son divertidas todas esas propuestas, e inspirarían historias de ciencia ficción si la ciencia ficción no estuviera siendo ya superada por la realidad. Personalmente, me adhiero siempre que puedo a la navaja de Occam: si es posible explicar las cosas simplemente, ¿por qué complicarse la vida con teorías rebuscadas?
Física pluscuamperfecta
Pero hay todavía un demonio que no he mencionado, y que nos ofrece una buena instantánea de la historia de la ciencia. En los albores del siglo XIX, al matemático Pierre-Simon Laplace se le ocurrió también imaginar un demonio, en este caso ‘mecanicista’. Eran los tiempos en que los físicos pensaban que todo lo que sucedía, tanto en el pasado como en el futuro, se reducía a unas cuantas ecuaciones matemáticas.
El demonio que concibió Laplace conocía sin sombra de duda la masa, la posición y la velocidad de todos los átomos del universo. Y por lo tanto, gracias a las leyes de la física, podía predecir al milímetro el futuro de cada uno de nosotros. Y de nuestros descendientes.
Entenderé que no sienta usted mucha simpatía por el demonio de Laplace, pero así era la ciencia en los comienzos del siglo XIX. Para los físicos de entonces, la incertidumbre no tenía cabida en la naturaleza. Era, simplemente, ignorancia. Aquellos físicos estaban encantados de haberse conocido, y no podían ni sospechar que la física cuántica tardaría sólo unos decenios en desmantelar sus fantasías.
No me pregunte a mí si la realidad es o no intrínsecamente ‘borrosa’. Yo no quiero líos. Pero tenga siempre presente que, para poder ver un objeto, tenemos que iluminarlo. Es decir, enviarle fotones. Si el objeto es suficientemente pequeño, los fotones no lo dejarán como estaba. Y eso será lo que nosotros veremos.
Mariposas y atractores
Pero, incluso aunque usted se sintiera más cómodo con el demonio de Laplace, no pierda de vista que, a veces, incluso el orden genera caos. Los sistemas atmosféricos, por ejemplo –por más que les pese a los alarmistas climáticos– son no lineales. Eso quiere decir que, a partir del segundo o tercer decimal, son impredecibles. Es lo que usted seguramente conoce como ‘efecto mariposa’.
Ah, y a la inversa. El caos, a veces, también genera orden. En la terminología de los matemáticos, ‘atractores’. Pero, entonces, se preguntará usted, ¿el caos genera orden, o a la inversa? ¿Quién fue primero, el huevo o la gallina? A saber.
Al final de todas esas aventuras y desventuras intelectuales, uno siempre se termina preguntando: ¿han valido la pena tan alocadas disquisiciones para terminar regresando siempre al punto de partida?
La mente humana no sólo es una máquina de razonar. También es una máquina de desvariar, y la frontera entre una y otra no siempre está claramente definida. La razón desbocada lo puede llevar a usted al psiquiátrico más cercano, y la locura controlada ha parido a veces enormes avances científicos.
No hay reglas. Entre TikTok y la teoría de la relatividad, cada uno debe encontrar su punto de equilibrio. Pero tenga siempre presente aquella frase que pronunció Picasso cuando le pidieron que hablara de sus creaciones: “A mí la inspiración me encuentra siempre trabajando”.
Muy interesante 😃. Lo incluimos en el diario 📰 de Substack en español?
Me pareció interesante el artículo. De hecho, estas cuestiones filosóficas siempre me han resultado interesantes.
Me gustaría precisar ciertas cosas sobre Descartes. Espero que no te moleste.
Descartes, en realidad, utiliza los términos "Dios engañador" y "genio maligno"; nunca utiliza el término diablo. Lo aclaro porque son términos que tienen connotaciones diferentes.
Por otro lado, respecto al argumento cartesiano es un ejercicio metódico, que consiste en la duda hiperbólica (llevar la duda al extremo) y que Descartes utiliza para hallar un fundamento y garantía de verdad del conocimiento. Al dudar de todo y plantear la posibilidad de que exista un genio maligno que lo engaña, incluso en cuestiones matemáticas (para poner en duda a la razón misma), Descartes tiene la intuición de que si duda y si está siendo engañado, entonces, existe.
Es decir, si pienso, entonces, existo, pues el genio maligno nunca podrá hacerme dudar de que existo mientras piense.
Esta es la certeza de la propia existencia dada por la intuición del propio pensamiento. El cogito es una evidencia intuitiva que se le revela al filósofo en el hecho mismo de pensar, es decir, de dudar, y en la posibilidad misma de ser engañado, pues estos implican el pensar. Y ahí, en esa intuición, la certeza de la propia existencia se presenta de modo inmediato e indubitable.
Espero que esta explicación sirva para entender mejor la argumentación cartesiana.
Un saludo.