El 4 de octubre de 1957, el mundo se sorprendió con una noticia espectacular. Acababa de entrar en órbita el Sputnik 1, el primer satélite artificial de la historia de la Humanidad. Pero la exploración del espacio exterior no había hecho más que empezar, y allá por los años 1960 las primeras sondas espaciales estaban observando ya de cerca Venus y Marte. Sin embargo, a los planetas más alejados ninguna sonda espacial había llegado todavía.
Por fortuna, se presentaba una oportunidad. A finales de los años 1970, cuatro planetas del sistema solar –Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno– estarían alineados. Era una rara ocasión. Enviando una misión espacial a aquellos planetas, el trayecto sería mucho más corto y menos costoso que explorándolos por separado. Las autoridades dieron luz verde y finalmente, el 5 de septiembre de 1977, salió de Cabo Cañaveral la sonda espacial Voyager 1 rumbo al planeta Júpiter.
Júpiter: fuego y hielo
Su hermana gemela, Voyager 2, había zarpado dos semanas antes, pero Voyager 1 siguió un camino más corto y empezó a tomar datos del planeta gigante en 1979. Entre otras cosas había descubierto que, a semejanza de Saturno, también Júpiter tiene anillos, y consiguió fotografiar de cerca su misteriosa mancha roja, que ya había acertado a ver Galileo trescientos años antes con su rudimentario telescopio.
La mancha roja resultó ser un huracán perpetuo de un tamaño descomunal: casi dos veces y media más grande que todo nuestro planeta. Pero los descubrimientos más importantes los hicieron en las lunas de Júpiter.
Descubrieron, por ejemplo, que Ío, una de sus lunas, tiene una actividad volcánica diez veces más intensa que nuestra Tierra, y avistaron lagos de lava en su superficie. Averiguaron también que Europa –otra de las lunas de Júpiter– está cubierta por una capa de hielo surcada por grietas kilométricas, y probablemente alberga un océano en su interior. Observaron también una tercera luna, Ganímedes, cubierta por una gruesa capa de hielo, y se asomaron a los paisajes de la luna Calisto, con sus largas cordilleras de cráteres.
Los mil anillos de Saturno
Aprovechando la atracción gravitatoria del gigantesco Júpiter, las dos Voyager se dirigieron hacia Saturno en 1980, y descubrieron en él una superficie recorrida por vientos pavorosos, que cerca del ecuador alcanzaban velocidades de 500 metros por segundo. Descubrieron también en su horizonte auroras boreales, e incluso auroras de rayos ultravioleta en latitudes más bajas. Y midieron la velocidad de rotación del planeta. En la superficie de Saturno, un día dura aproximadamente 10 horas y 39 minutos.
Quizá el descubrimiento más sorprendente fue que Saturno no tiene un solo anillo, sino centenares de ellos, y muchas más lunas de lo que se pensaba. La más grande de todas, la gigantesca Titán, tenía también una atmósfera. Distinta de la nuestra, claro. Aunque aparecía envuelta en una espesa niebla, las mediciones parecían detectar en su superficie lagos de hidrocarburos.
Los ingenieros había previsto que la misión terminaría en 1981, pero las cosas estaban saliendo bien y se decidió aprovechar la ocasión para visitar también los otros dos grandes planetas gaseosos de nuestro sistema solar: Urano (en 1986) y Neptuno (en 1989).
Finalmente, en 1990 Voyager 1 consiguió tomar la primera foto de todo el sistema solar… visto desde el exterior. Misión cumplida. Pero sus sensores seguían funcionando y habría sido una pena dejarla marchar. Así que desactivaron sus cámaras para ahorrar energía y siguieron analizando sus señales a medida que abandonaba el sistema solar. Desde entonces, Voyager 1 se aleja de nosotros unos 523 millones de kilómetros cada año.
Atravesar el purgatorio
Pero, aún así, tardó todavía bastantes años en salir de la heliosfera. La heliosfera es la región del espacio que alcanza hasta donde se termina el viento solar. Al llegar a cierto punto, el campo magnético de la Vía Láctea frena el viento solar y le impide seguir expandiéndose. Es lo que los astrónomos llaman el ‘purgatorio cósmico’. Así que, en 2005, Voyager 1 estaba todavía atravesando... sí, el purgatorio.
Por fin, en 2011, la sonda detectó por primera vez radiación procedente de la Vía Láctea. ¡Hasta nunca, sistema solar! Era toda una hazaña. Para entonces, la luz del sol tardaba casi diecisiete horas en llegar hasta ella. Y la travesía por el espacio interestelar no había hecho más que empezar. A pesar de estar alejándose del Sol a la vertiginosa velocidad de 17 kilómetros por segundo, debería tardar aún más de 73.000 años en llegar a Proxima Centauri, que es la estrella más cercana a nosotros.
El naufragio final
De pronto, en noviembre de 2023, Voyager 1 empezó a enviar datos indescifrables. Algo había ocurrido. Uno de los chips de las tres computadoras de a bordo estaba fallando. Parecía que todo estaba perdido pero, después de cinco meses de arduos esfuerzos, los ingenieros consiguieron subsanar la avería. Sólo en parte, porque a día de hoy los datos científicos siguen siendo indescifrables.
Pensemos que los chips de las sondas Voyager fueron fabricados en 1977, cuando la capacidad de memoria de un chip era cientos de millones de veces menor que la de nuestro teléfono móvil. Y pensemos también que cada instrucción enviada por los ingenieros tarda casi un día entero en llegar a su destino. Y después hay que esperar otro tanto para recibir la respuesta.
La Voyager 2, en cambio, sigue funcionando todavía. Dentro de 40.000 años, las dos hermanas atravesarán la nube de Oort, un amasijo de cometas que de cuando en cuando nos envía un fulgurante emisario, y continuarán su viaje en solitario, náufragos perdidos para siempre en la inmensidad de la galaxia.
¿Alguien se los encontrará alguna vez en su camino? Quién sabe. Pensando en esa posibilidad, el físico Carl Sagan propuso incluir en ellas un mensaje destinado a esos hipotéticos extraterrestres. Y así se hizo. Los mensajes, codificados en un disco de cobre revestido de oro, contenían 115 fotografías de la Tierra, además de una serie de sonidos naturales, músicas de distintas épocas y culturas (la que nos representaba a nosotros era el famoso rock and roll “Johnny B. Goode”, de Chuck Berry) y saludos en 55 idiomas distintos, desde el antiguo sumerio hasta el chino mandarín. Como dudosa propina, incluía también sendos mensajes del presidente Jimmy Carter y de Kurt Waldheim, por entonces Secretario General de las Naciones Unidas.
Sin embargo, por mucha paciencia que tengamos, nunca sabremos si toda esa información habrá servido para algo. Los radioisótopos que alimentan la corriente eléctrica de las dos Voyager se están agotando, y actualmente, con una potencia inferior a una trillonésima de watio, las señales que nos llegan de ellas son ya casi indetectables.
Las dos intrépidas navegantes galácticas seguirán su camino hacia la eternidad, pero en 2025 los ingenieros apagarán casi todos los instrumentos utilizables, y en 2036 el pequeño generador de plutonio 238 que las alimenta se quedará prácticamente exhausto.
En fin de cuentas, no habrá estado nada mal. La garantía inicial era de cuatro años.
Me sume en hondo estupor la respuesta de mis lectores a los artículos de este blog. A menudo, textos que a mí me parecen bordados tienen bastante menos audiencia que otros escritos más a vuelapluma y que para mí son secundarios. No entiendo nada, y por eso cada vez que publico uno nuevo me siento como el participante en una tómbola. ¿Gustará? ¿No interesará? Muy rara vez me dejan comentarios, y casi siempre uno tiene la sensación de estar escribiéndole a una pared. El síndrome Robinson, lo podríamos llamar. Bueno, si gusta como si no, feliz lectura.