Un bosque de estrellas
La paradoja de Olbers
“I had a dream, which was not all a dream.
The bright sun was extinguish’d, and the stars
Did wander darkling in the eternal space…”
Lord Byron1
Hay veces en que, para variar, uno decide empezar una historia por el final. Que es lo que estoy haciendo en este momento. Sepa usted, pues, que hay un cráter en la luna llamado ‘Olbers’. Lo reconozco, no es una información muy interesante, pero quizá despierte su curiosidad si, además, le cuento que hay también un cometa llamado ‘13P/Olbers’ y un planeta menor conocido como ‘1002 Olbersia’. Ah, y una región oscura del asteroide Vesta que los astrónomos denominan ‘Olbers’.
Es un viejo truco. Ahora usted me pregunta quién era ese Olbers, y yo ya tengo un pretexto para empezar a escribir.
Gracias por preguntar. Heinrich Olbers era un médico alemán que ejercía su profesión en la ciudad de Bremen, aunque su verdadera pasión era la astronomía. Había convertido la planta alta de su casa en un observatorio, y pasaba largas horas nocturnas estudiando el firmamento. Tan grande era su afición que, según se cuenta, nunca dormía más de cuatro horas seguidas.
Eso no es una gran noticia, me dirá usted. Nadie duda que Olbers fuera un gran astrónomo, pero hubo muchos otros como él.
No lo negaré, pero sólo él publicó en 1823 un artículo titulado “Sobre la transparencia del espacio” (Über die Durchsichtigkeit des Weltraums). Un título, a primera vista, desconcertante. ¿Qué puede tener de interesante la transparencia del espacio?
Veámoslo de otro modo.
La Vía Láctea –es decir, la galaxia de la que forma parte nuestro sistema solar– contiene entre 100.000 millones y 400.000 millones de estrellas. Se dice pronto. Pero, si nos asomamos al exterior de la Vía Láctea, el universo observable contiene entre 100.000 y 200.000 millones de galaxias como la nuestra. Multiplique usted.
Todas esas estrellas emiten luz, y esa luz termina llegando, tarde o temprano, a nuestros cielos nocturnos. Concretamente, en cada pequeño recuadro de 1° x 1° deberíamos poder ver, apretujadas, aproximadamente un billón de estrellas.
Entonces, ¿por qué el cielo está oscuro por las noches?
Imaginemos que nos adentramos en la selva del Amazonas. A nuestro alrededor, sólo vemos árboles hasta donde alcanza nuestra vista. ¿Hay alguna posibilidad de que vislumbremos algún hueco despejado frente a nosotros, allá en la lejanía? Parece difícil. En cada grado de circunferencia en torno nuestro, aproximadamente un billón de árboles nos ocultan el horizonte.
(La comparación parece apropiada. Curiosamente, el número de árboles por cada grado de circunferencia en la selva del Amazonas es aproximadamente el mismo que el número de estrellas por cada grado cuadrado en el firmamento nocturno).
Llegar o no llegar, he ahí el dilema
Esa es precisamente la paradoja que propuso Olbers. Durante el día, las estrellas son invisibles en el cielo porque el sol acapara toda la luz, pero durante la noche el ojo humano sólo alcanza a ver, en promedio, 0’1 estrellas por cada recuadro de 1° x 1°. ¿Dónde se han metido todas las demás?
No parece haber una única explicación a esa paradoja. Y algunas de las que han propuesto son incorrectas.
Sabemos, por ejemplo, que la luz que nos llega de una estrella disminuye con el cuadrado de la distancia. Las estrellas más lejanas, por lo tanto, apenas serán visibles. Y por eso el cielo está oscuro.
¿O no?
Pues no, porque el número de estrellas visibles aumenta también con el cuadrado de la distancia, con lo cual nos quedamos como estábamos. Diez estrellas a diez años-luz de distancia brillan tanto como cien estrellas a cien años-luz de distancia.
Se ha argumentado también que el polvo interestelar intercepta la luz de las estrellas antes de que llegue hasta nosotros. Es decir, la absorbe primero, y la reemite después en forma de rayos infrarrojos –que nuestros ojos ya no pueden percibir–.
Sin embargo, el polvo interestelar no es aún capaz de absorber toda esa luz. Eso ocurrirá cuando la luz se haya distribuido por igual entre todas las particulas del polvo. El universo tiene sólo 13.800 millones de años, y es aún demasiado joven para que eso llegue a suceder.
Pero es que, además, el universo se está expandiendo, y por lo tanto la luz no ha tenido tiempo todavía para difundirse por igual. La luz de las estrellas se sigue colando a través del polvo cósmico.
Aunque sólo hasta cierto punto. A distancias muy alejadas de nosotros, el espacio se expande más aprisa que la velocidad de la luz y, por lo tanto, a partir de cierto punto la luz de las estrellas más remotas nunca llegará hasta nosotros. Se irá quedando rezagada. Eso explica, en parte, la paradoja de Olbers: el universo no es, como se pensaba en aquella época, ni infinito ni estático.
Además, la expansión del universo hace que buena parte de esa luz se vuelva invisible. Para nosotros. Del mismo modo que las sirenas de los bomberos se vuelven más graves a medida que su vehículo se aleja, la luz de las estrellas se vuelve cada vez más rojiza. A distancias muy lejanas, la luz que nos llega es infrarroja, y nuestros ojos ya no la pueden detectar.
Es lo mismo que ocurre con la radiación de fondo del universo: es el último vestigio de la luz que acompañó al nacimiento del universo, y no proviene de ninguna estrella. Está en todas partes, porque se ha expandido al mismo tiempo que el espacio. Precisamente el mismo espacio en el que viajaron los átomos que hoy forman nuestra galaxia.
“Tuve un sueño que no lo fue del todo.
El sol se había apagado, y las estrellas
nocturnas viajaban por el espacio eterno...”





Los datos sobre el número de árboles de la Amazonía los he obtenido de Perplexity, pero el cálculo del número de árboles por grado de circunferencia lo he hecho yo. Si alguien descubre que me he equivocado, estaré encantado de rectificar. Es tal el número de ceros que hay que manejar, que uno se pierde fácilmente.