A mediados del siglo XIX, los científicos británicos se esforzaban afanosamente por desentrañar los misterios de una extraña criatura. Desde el momento en que nacían, aquellos seres nadaban despreocupadamente de acá para allá hasta convertirse en adultos. Al llegar a ese punto, segregaban una sustancia adhesiva, pegaban su cabeza a una roca y, cabeza abajo, dejaban ondear en el agua sus patitas, que de cuando en cuando succionaban otros seres más diminutos todavía. Ya habrá adivinado usted que aquellos sorprendentes animales eran percebes.
Bichos dentro de bichos
En enero de 1835, el joven Charles Darwin se embarcó en una larga travesía. Desde pequeño, sentía pasión por la naturaleza. Devoraba los libros sobre el tema y coleccionaba plantas e insectos que recogía en los bosques cercanos. En 1825 empezó a estudiar medicina pero, tras asistir a la operación de un niño, decidió abandonar los estudios. Por aquellos tiempos la cirugía se practicaba sin anestesia.
En el Beagle, que así se llamaba el barco, Darwin conoció paisajes exóticos y animales sorprendentes: pájaros con patas azules, tiburones con cabeza en forma de martillo, tortugas gigantes. Pero el viaje no era ninguna bicoca: se mareaba.
Un día, el Beagle fondeó frente a una playa en el archipiélago de los Chonos, frente a la costa de Chile, y Darwin se apresuró a bajar a tierra firme. Allí, paseando por aquella playa, advirtió un extraño caparazón. Semejaba un volcán en miniatura, y en su superficie descubrió centenares de poros casi invisibles. Su habitante era un tipo de percebe de la especie Megabalanus coccopoma.
En cuanto regresó al barco, Darwin examinó aquellos poros al microscopio. En su interior, oh sorpresa, encontró otros minúsculos percebes, extrañamente doblados. ¿Qué hacían allí aquellos bichitos, parasitando un animal de su misma especie? Y se propuso aclarar el misterio.
Calores y fríos
Pero tenía aún demasiadas tareas entre manos. Mientras escribía un libro sobre volcanes, y a continuación otro sobre la geología de América del Sur, se fue olvidando de los percebes. Por fin, once años después, en una carta al naturalista Joseph Hooker, le expuso las líneas maestras de su teoría de la evolución. Hooker se mostró cauto. Teorizar sobre las especies estaba muy bien, pero ¿cuántas especies había estudiado Darwin en detalle?
En la memoria de Darwin se encendió una lucecita. Y rememoró entonces los misteriosos percebes de aquella playa, que había llegado a olvidar. Se puso manos a la obra. Escribió a los principales museos de Ciencias Naturales y envió cartas a otros naturalistas de todo el mundo.
Las respuestas fueron generosas. Poco a poco, fueron llegando a su domicilio cajas y envoltorios con todo tipo de percebes, vivos o no, incluso fósiles. Aunque no todos estaban en buen estado. Algunas cajas llegaban dañadas, y a menudo Darwin tenía que recomponer con cola los caparazones que había encontrado rotos.
Por fin, se asomó al microscopio. Explorando las entrañas de aquellos seres con ayuda de alfileres y púas de puercoespín, se propuso estudiar su anatomía hasta el último detalle.
Llegaría a odiarlos. Trabajaba día y noche en condiciones penosas, a menudo bajo la luz mortecina de una lámpara de aceite. Y su salud se resintió. Empezó a padecer palpitaciones, migrañas y trastornos intestinales. Los médicos, desconcertados, terminaron recomendándole un nuevo tratamiento que se dispensaba en el balneario de Malvern. En aquel balneario, durante meses, Darwin se dejó envolver en toallas mojadas en agua helada y pasó largas horas sudando junto a una lámpara caliente.
Sorprendentemente, el tratamiento dio resultado. Su salud mejoró y pudo regresar a su hogar, aunque con frecuentes recaídas que lo obligaban a acudir de nuevo al balneario. Los percebes, por desgracia, tenían que esperar. Además, en casa, por consejo del médico, su esposa tampoco le permitía dedicarles más de dos horas al día. Por las mañanas.
Pero su obsesión no amainaba. En cierta ocasión, su hijo acudió de visita a casa de un amiguito. El pequeño invitado miraba en todas direcciones, sorprendido. Por fin, se atrevió a preguntar: “¿Cómo es que tu padre no tiene microscopio? ¿Cómo hace él para estudiar los percebes?”
No todos los caminos llevan a Roma
La obsesión por los percebes se prolongó durante ocho largos años, pero al final no fue en vano. Darwin terminó averiguando todo lo que un ser humano podía averiguar sobre cualquier especie de percebes en el planeta Tierra. Así fue como descubrió que algunos órganos se habían atrofiado con el paso del tiempo, mientras que otros habían evolucionado a lo largo de millones de años. Más o menos como las extremidades de ciertos mamíferos terminaron convirtiéndose en alas de murciélago o en aletas de ballena.
El hallazgo más sorprendente, sin embargo, suscitaba más preguntas que respuestas. Resultó que, inexplicablemente, el percebe tenía el pene más largo de todo el reino animal: entre ocho y nueve veces la longitud total de su poseedor. Imagínese usted (si puede).
En realidad, el sexo de los percebes es un verdadero lío. Aunque la mayoría de sus especies son hermafroditas, la especie que Darwin encontró en aquella lejana playa no lo era. Pero había un problema: todos sus ejemplares eran hembras. ¿Cómo se reproducían, entonces?
Resultó que los machos eran aquellos filamentos diminutos que Darwin había descubierto bajo el microscopio. El sueño dorado de las feministas radicales: simples tubos rellenos de esperma habitando el cuerpo de la hembra como meros parásitos. Todos los demás órganos de aquellos infelices sementales habían sido barridos por la evolución. Incluida la cabeza.
Pero lo que más inquietaba a Darwin no era eso. Según sus conclusiones, la lucha por la vida favorecía a los individuos más aptos para sobrevivir. De cuando en cuando, sin embargo, aquella regla no se cumplía. Aunque muchas de las larvas que él estudiaba eran diferentes, en la fase adulta todos los percebes eran idénticos. La naturaleza, por lo visto, había encontrado la misma solución siguiendo caminos distintos. Los biólogos conocen hoy ese fenómeno como evolución convergente.
Peor todavía. Si todos los individuos de una especie eran idénticos, ninguno podía ser más apto que otro y, por lo tanto, la selección natural no tenía sentido. Darwin no se desanimó. Siguió investigando, y terminó descubriendo que, en realidad, sí había diferencias entre unos y otros ejemplares. Eran diferencias muy sutiles, pero suficientes. Su teoría, por los pelos, se salvaba.
Evolución hasta en la sopa
Desde que salió a la luz, la teoría de la selección natural ha pasado por fases extremas. Al principio, fue objeto de las burlas más descarnadas. El obispo de Oxford, por ejemplo, preguntó en cierta ocasión a Thomas Huxley si descendía del mono por parte de padre o por parte de madre. Una pregunta, sin duda, de experto en la materia.
En los últimos tiempos, en cambio, la teoría de la evolución ha servido a menudo para explicarlo todo. Psicólogos, sociólogos, antropólogos, lingüistas y hasta sexólogos han creído ver en la selección natural la madre del cordero. Tal vez exageran.
Evidentemente, la teoría de la selección natural no explica absolutamente todo, ni siquiera en biología. Pero hay que tener en cuenta que fue concebida casi un siglo antes de que se descubriera el ADN. Sin duda, queda aún camino por recorrer. Pero, aun así, el mérito de Darwin es indiscutible, y su teoría fue un paso más en la larga lucha que la razón (con minúsculas) libra, desde hace milenios, frente al dogmatismo y la superstición.
La nobleza de Darwin como científico fue también admirable. Ajeno a todo sentimiento de envidia, animó a su colega Russel Wallace a publicar una teoría que competía en mérito con la suya. Y, pese a ser un cristiano creyente, no permitió que sus convicciones religiosas interfirieran en sus conclusiones científicas. Todo un ejemplo.