¿Alguna vez ha jugado usted a la peonza? No apostaría a que sí. Si su infancia ha transcurrido zarandeando un joystick ante una pantalla, es posible que ahora tenga que acudir al diccionario para averiguar lo que significa. No se esfuerce. Una peonza es esto:
Y gira. ¿Ya se hace una idea? Bueno, pues ahora imagínese que la peonza es el planeta Tierra, y ya podemos empezar a hablar de Milánkovich.
Milutin Milánkovich nació en 1879 a orillas del Danubio, en el seno de una familia adinerada. Era un niño más bien enfermizo, y sus padres prefirieron educarlo en casa. Parece que su salud se recuperó, porque años después se doctoró en ingeniería en Viena y se dedicó durante un tiempo a construir puentes, embalses y estructuras parecidas a lo largo y a lo ancho del imperio austrohúngaro.
En 1909 entró como docente en la universidad de Belgrado, donde empezó a interesarse por la climatología. Por aquel entonces, los geólogos no terminaban de entender cómo se habían formado los hielos en los Alpes a lo largo de los milenios. Milánkovich pensó, con razón, que lo primero que había que averiguar era la relación entre la luz del sol y la temperatura, y desarrolló una teoría matemática que explicaba correctamente las zonas climáticas de nuestro planeta. A partir de ahí, tal vez se podría predecir la evolución del clima en el futuro, pensó.
Pero no sólo de clima vive el hombre. El joven Milánkovich, que entre tanto se había echado novia, se casó y emprendió su viaje de boda al pueblo de sus orígenes, en lo que hoy es Croacia. Apenas había llegado cuando oyó las primeras noticias de que había estallado una guerra. Era la primera guerra mundial. Para un serbio como él, la situación era apurada y, efectivamente, poco tiempo después el ejército austrohúngaro lo apresó y lo metió en la cárcel. Afortunadamente, su esposa tenía buenos contactos y, gracias a ellos, consiguió que lo liberaran. Por fin, la Academia de Ciencias de Budapest le ofreció trabajo en su biblioteca, donde Milánkovich pudo seguir estudiando el clima sin mayores sobresaltos. No sólo el clima de la Tierra, sino también el de los planetas llamados ‘interiores’ (los que están más cerca del sol).
En todo aquel tiempo, y después de estudiar las variaciones de la Tierra y de la radiación solar durante los últimos 600 000 años, Milánkovich llegó a unas cuantas conclusiones. La cosa es un poco complicada, así que iremos por partes. Según sus cálculos, nuestro clima está determinado por los movimientos de la Tierra mientras viaja alrededor del sol. Esos movimientos son de tres tipos diferentes, y son cíclicos. Empecemos por el más conocido.
En la escuela nos enseñaron que el giro de la Tierra alrededor del sol no describe exactamente un círculo, sino más bien una elipse. Para que nos entendamos, una elipse es como un círculo visto con los ojos de un bizco. Algo así como dos círculos superpuestos, cada uno con un centro diferente. Esos dos centros se llaman ‘focos’, y resulta que el sol no está imparcialmente situado en el centro de la elipse, sino en uno de esos focos. Por eso se suele decir que la órbita de la Tierra es excéntrica.
Pero no es siempre igual de excéntrica. A lo largo de cien mil años, la distancia entre esos dos focos aumenta poco a poco, luego disminuye, y seguidamente vuelve a aumentar. Como usted se estará ya imaginando, la energía que nos llega del sol no es la misma durante todo ese tiempo. Cuando los focos están más separados, la energía que recibimos al comenzar el año es mayor (entre un 20 y un 30 por ciento) que a principios de julio. ¿Por qué en esas fechas? Porque son los días en que estamos más cerca y más lejos del sol, respectivamente. Los astrónomos llaman a esos puntos perihelio (más cerca) y afelio (más lejos).
¿Tiene eso algo que ver con la sucesión de los inviernos y los veranos? No. Los inviernos y los veranos —las estaciones, para ser más precisos— se deben a que el eje de la Tierra no está completamente erguido. Está un poquito inclinado, y esa inclinación hace que la luz que nos llega del sol sea más o menos oblicua según el período del año. Cuanto más oblicua, menos nos calienta. Viaje usted de la Antártida al ecuador y lo entenderá en seguida.
Ah, pero el eje de la Tierra tampoco se está quieto. Durante periodos de 41 000 años, su inclinación va variando desde los 21,5 hasta los 24,5 grados (de circunferencia, no de termómetro). Y, después de eso, vuelve hacia atrás. Cuando la inclinación es pequeña, la radiación que nos llega es menos extrema, y las estaciones son menos acentuadas. Los veranos son más fresquitos. En los polos, la nieve se derrite menos y, por lo tanto, año tras año se va acumulando. Cuando la inclinación es máxima sucede lo contrario. Los glaciares y los hielos del Ártico se derriten, y los políticos ignorantes anuncian el apocalipsis. Si usted se está preguntando en qué punto nos encontramos hoy, la inclinación actual de nuestro planeta es 23,5 grados, bastante más cerca del máximo que del mínimo, y disminuyendo. Terreno abonado para los alarmistas.
Nos habíamos olvidado de la peonza. Resulta que el eje de la Tierra no sólo está inclinado sino que, para complicar aún más las cosas, también gira. No mucho, pero lo suficiente. Es el mismo giro que describe una peonza cuando empieza a perder velocidad, y técnicamente se llama precesión:
La precesión está causada por la atracción del sol y de la luna, que a su vez van variando. Por suerte, esa variación es también cíclica. Es decir, es previsible, y dura aproximadamente 26 000 años. Lo cual quiere decir que el eje de la Tierra no apunta siempre al mismo sitio. Si emprende usted esta noche un viaje al polo norte, sólo tendrá que ir siguiendo la estrella polar. Pero, si lo intenta dentro de doce mil años, más vale que pregunte por el camino. Preferiblemente a un astrónomo, porque para entonces el norte en el firmamento estará ocupado por la estrella Vega.
Las conclusiones de Milánkovich no fueron recibidas con fervor por la ciencia oficial, pero a partir de los años 70 la ciencia oficial empezó a dar marcha atrás. Sí, llueve sobre mojado. Mediciones de alta resolución del fondo marino y varios proyectos de investigación posteriores confirmaron que los períodos glaciales del último millón de años se ajustan como un guante a los ciclos que Milánkovich había predicho, y que hoy, merecidamente, llevan su nombre.
Milánkovich publicó también libros sobre grandes científicos (Newton, Pitágoras, Demócrito, Aristóteles, Arquímedes), sobre historia de la astronomía y de la química y sobre técnicas empleadas en la antigüedad. Pero su obra magna, que expone detalladamente toda su teoría, fue la titulada "Kanon der Erdbestrahlung und seine Anwendung auf das Eiszeitenproblem" (Canon de la radiación terrestre y su aplicación al problema de las edades de hielo). El manuscrito original llegó a la imprenta sólo cuatro días antes de que la Alemania nazi atacara Yugoslavia. La imprenta quedó destruida pero, milagrosamente, la mayor parte del papel impreso se salvó.
Casi un siglo después, las conclusiones de Milánkovich han sido metódicamente silenciadas por el griterío y la histeria pseudocientífica. El clima es un fenómeno muy complejo, y probablemente imposible de predecir con gran detalle. Pero, si quiere usted comprender el clima del pasado y asomarse con cautela al del futuro, olvídese del dióxido de carbono y del apocalipsis y lea a Milánkovich.
Die Kinderspiele (fragmento), por Pieter Breugel el Viejo. Kunsthistorisches Museum, Viena