Inglaterra. Junio de 1941. Por la mitad izquierda de la calzada pedalea tranquilamente un ciclista. A juzgar por su atuendo, se dirige a trabajar a alguna oficina. Sin embargo, lleva puesta una máscara antigás, y de cuando en cuando se detiene, se apea y ajusta la cadena de la bicicleta. Los viandantes lo miran, alarmados. Hace dos años que ha estallado la segunda guerra mundial. ¿Se habrá desencadenado un ataque con armas químicas?
Pero no hay nada de eso. Estamos en plena primavera, y la máscara antigás sólo tiene por objeto proteger al viajero de los pólenes que lo hacen estornudar. Además, la cadena de su bicicleta se suelta de tanto en tanto y, en lugar de repararla de una vez por todas, el ciclista ha preferido ir contando mentalmente sus pedaladas hasta que calcula que la cadena está a punto de soltarse. En ese momento se detiene, la recoloca y continúa su camino.
Aquel extravagante ciclista se llamaba Alan Turing, y fue un visionario precursor de las computadoras modernas. Su genio matemático salvó probablemente muchos miles de vidas y acortó en meses, o incluso años, la duración de la segunda guerra mundial. Pero nada de eso le sirvió frente a los prejuicios de una sociedad intransigente, que terminó abocándolo a un destino trágico.
Alan Turing nació en Londres en 1912, en el seno de una familia acomodada. Ya desde muy pequeño se hizo evidente que no era un niño cualquiera, y su pasión por las ciencias irritaba a sus maestros, empeñados a toda costa en que leyera a los clásicos. Con sólo 15 años, y sin haber estudiado aún cálculo matemático, resolvía ya problemas matemáticos nada evidentes. Apenas un año después descubrió –¡y comprendió!– las teorías de Albert Einstein, y en la Universidad de Cambridge asistió a varias conferencias del famoso (aunque ininteligible) Ludwig Wittgenstein sobre los fundamentos de las matemáticas.
Un enigma y una bomba
Cuando estalló la segunda guerra mundial, los gobiernos británico y francés estaban ya al tanto de los progresos de los servicios secretos de Polonia frente a los alemanes. El ejército alemán empleaba un código encriptado para sus comunicaciones por radio y los polacos habían ideado un método para descifrarlas. En realidad, todo se reducía a una pugna entre dos máquinas: la alemana, denominada Enigma, y la adversaria, que los polacos habían apodado con el nombre de un helado: Bomba.
Pero los alemanes, que seguramente habían empezado a sospechar, cambiaron su sistema de codificación, y la Bomba se convirtió de pronto en un trasto inservible. Ante aquel contratiempo, el gobierno británico contrató a un equipo de matemáticos, entre ellos Alan Turing, para tratar de reconducir la situación. Fue mano de santo. En poco tiempo, Turing concibió un aparato electromecánico, que los británicos llamaron también ‘the bombe’ y que prometía ser incluso más efectivo que su antecesor polaco. Combinando una serie de rotores y de operaciones de lógica, descifrar los mensajes del enemigo iba a ser pan comido.
Pero la escasez de personal no daba para construirlo. Finalmente, Turing escribió una carta personal al primer ministro Churchill, que comprendió la importancia del asunto y le facilitó los medios necesarios. La “Bomba” resultó ser un éxito. A comienzos de 1942, los especialistas británicos estaban interceptando y descifrando ya 39.000 mensajes enemigos al mes, y esa cifra aumentaría todavía hasta llegar a las 84.000 comunicaciones mensuales. Las más decisivas de todas: las de los submarinos alemanes.
La ‘prueba de Turing’
En la práctica, los operarios que utilizaban la “Bomba” no tenían por qué entender lo que hacían. Simplemente, seguían instrucciones. Es decir, computaban, y por eso los llamaban ‘computers’ (computadores). Los ‘computers’ modernos hacen exactamente lo mismo, sólo que mucho más aprisa, y de ahí que su nombre en inglés haya perdurado.
(Como curiosidad, el término español ‘ordenador’ está tomado del francés ‘ordinateur’, que no proviene del verbo ‘ordenar’ –en tal caso, se habría llamado ‘ordonnateur’–, sino del francés ‘ordiner’, un verbo obsoleto que en su tiempo describía la creación divina del universo).
Pero Turing siempre iba más allá, y pronto se planteó el problema de la computación desde las cumbres de la abstracción. ¿Era posible concebir una máquina que hiciera cualquier tipo de cálculo imaginable, por enrevesado que pareciera? Su respuesta fue lo que todavía hoy conocemos como la ‘máquina de Turing’. La máquina de Turing es un dispositivo imaginario que va leyendo un mensaje escrito en una cinta, lo interpreta, y finalmente lo reescribe siguiendo las instrucciones del ‘software’ que le hayan instalado.
Según Turing, cualquier mensaje que un ser humano sea capaz de procesar podrá ser interpretado también por una máquina de Turing. Dicho de otro modo: la máquina de Turing pretende ser un modelo del cerebro humano. Un modelo simplista, considerando la época en que fue ideado, pero que sirvió a Turing para esbozar los fundamentos de las computadoras modernas. Con éxito, como el paso del tiempo ha terminado demostrando.
Turing fue también el primero en especular sobre la inteligencia artificial, y aventuró un criterio que –según él– permitiría averiguar si un dispositivo artificial es capaz de razonar como usted y como yo (suponiendo que usted no sea un político). Todavía hoy, el criterio es conocido como el ‘test de Turing’, y consiste en conversar con el dispositivo hasta que el interlocutor determine si está hablando con una máquina o no.
Obsesionado con un futuro distópico cuyas consecuencias no parecían preocuparle, Turing propuso también la idea de ‘entrenar’ los sistemas de inteligencia artificial empezando desde un nivel rudimentario, y ‘educándolos’ después hasta que alcanzaran la mayoría de edad. Sin pensar que, a diferencia de lo que ocurre con los humanos, esa mayoría de edad podría no ser un límite infranqueable.
Por desgracia, la historia ha demostrado que todo lo que un ser humano es capaz de concebir y es realizable, alguien lo realizará algún día. Que es lo que sucedió muchos años después de que, en 1948, Turing escribiera un programa de ajedrez para una computadora que nadie había construido todavía. Naturalmente, la informática estaba aún en pañales y el sueño de Turing no se pudo materializar.
La castración
A los 39 años de edad, Turing trabó conocimiento con un joven desempleado y lo invitó a comer. Poco tiempo después, alguien entró en su vivienda y perpetró un robo en ella. Cuando la policía investigó el caso, Turing terminó confesando que mantenía relaciones sexuales con aquel joven, y fue llevado a juicio. Por aquel entonces, la homosexualidad era un delito abominable en Gran Bretaña. Cuando se dictó sentencia, Turing tuvo que escoger entre ir a la cárcel o someterse a un tratamiento de castración química. Se decidió por el tratamiento, y pocos meses después no sólo se había vuelto impotente, sino que sus pechos empezaron a crecer alarmantemente.
Fue el final de su carrera profesional. El gobierno británico prescindió de él, en Estados Unidos le prohibieron la entrada al país y Turing terminó sometiéndose a un tratamiento psiquiátrico.
¿Dónde pongo este riñón?
En 1951, sus inquietudes lo llevaron a investigar una disciplina aún incipiente: las bases químicas de la morfogénesis. Era una incógnita que todavía hoy no ha encontrado respuesta: ¿por qué unos animales desarrollan patas y otros desarrollan alas, o aletas? ¿Cómo se forman el corazón, las agallas o el cerebro en el interior del organismo? A día de hoy, y a pesar de nuestros conocimientos sobre el ADN, nadie lo ha averiguado todavía.
Turing estaba aún trabajando en aquella nueva disciplina cuando su ama de llaves lo encontró un día muerto junto a su cama. Tenía sólo 41 años. La causa oficial fue el suicidio por ingestión de cianuro, pero su madre nunca aceptó aquella explicación. Turing nunca se había mostrado muy afectado por su tratamiento, que de todos modos hacía ya más de un año que había concluido.
Poco antes de su muerte, en Blackpool, el desgraciado matemático había acudido a un adivino para que le leyera el futuro. Quienes lo acompañaban aseguraron que había salido de la consulta con el rostro descompuesto. Probablemente nunca sabremos lo que sucedió. Ni siquiera se puede descartar que su muerte fuera obra de los servicios secretos británicos. Aquel hombre, ciertamente, sabía demasiado.
En 2009, el programador John Graham-Cumming abanderó una petición al gobierno británico para que pidiera oficialmente perdón por los daños infligidos al malhadado Alan Turing. Consiguió reunir más de 30.000 firmas, y finalmente el primer ministro se avino a pedir disculpas públicamente.
Demasiado tarde. Durante la guerra, temiendo perder sus ahorros ante una posible invasión germana, Turing compró con ellos dos lingotes de plata y los enterró en un bosque. Años después, cuando acudió a rescatarlos, no pudo dar con su paradero. Había escrito en clave la ubicación de los dos lingotes, pero había olvidado cómo descifrar su propio código. Todo un símbolo de una vida tan genial como malograda.
Para los lectores maniáticos del lenguaje (que sospecho son más bien escasos), he corregido también un par de gazapos evidentes: donde mis fuentes, en inglés, hablaban de 'gas mask', he escrito irreflexivamente 'máscara de gas'. Evidentemente, era un cruce con las 'cámaras de gas', quizá influido por el contexto de la guerra y por la condena que padeció el pobre Turing. También había llamado 'presidente' a Churchill, pese a que leo habitualmente noticias del Reino Unido y estoy más que familiarizado con el título de 'prime minister'. El cruce se ha debido al aluvión de noticias de USA y UK que diariamente se mezclan en mi cabeza, y que debo procesar a gran velocidad. Aun así, no estoy seguro de que la inteligencia artificial lo hubiera hecho mejor que yo. Todavía hay clases
Escribir en francés siempre ha sido para mí una maldición. Siempre que puedo, lo evito. La ortografía francesa es casi tan complicada como la mente de los franceses, y no es raro que me asalten dudas y tenga que consultar un diccionario. En este caso, se me había colado un gazapo: el verbo ordonner, efectivamente, lleva dos 'n', y así lo he corregido. Los suscriptores que lean el correo electrónico no podrán ver la corrección, porque lo que les llega es una instantánea del texto original, pero yo al menos he cumplido. Así consta.