En una carta al abad de Saint Pierre, allá por el año 1715, el genial matemático Leibniz relataba cierta historia sobre un perro que vivía con su amo cerca de Leipzig. Un niño –se rumoreaba– había enseñado a aquel perro a pronunciar unas treinta palabras en alemán. Palabras, por cierto, tan escasamente útiles para un can como ‘té’, ‘café’ o ‘chocolate’. En la carta, Leibniz aseguraba haber presenciado aquel prodigio en primera persona.
Pasando por alto los espejismos de la imaginación humana, todos conocemos las cualidades imitatorias no de los perros, sino de los papagayos. Pero, igual que sabemos eso, sabemos también que imitar no es lo mismo que comprender.
¿O sí?
Veamos. Con un cerebro apenas más grande que una nuez, el loro Alex, adiestrado durante treinta años por la doctora Irene Pepperberg, terminó comprendiendo el significado de unas cien palabras, y en una ocasión –según la investigadora– Alex llegó a verbalizar una pregunta sobre sí mismo. Poca cosa parece si lo comparamos con N'kisi, otro papagayo que presuntamente aprendió a formar frases con un vocabulario de mil palabras, y que –también presuntamente– reconocía incluso los tiempos verbales.
Ponga usted en la nevera, si quiere, el caso de N’kisi, que al tiempo que aprendía a hablar estaba siendo objeto de experimentos telepáticos. Lo que es indiscutible es que los animales se comunican, al menos entre sí. Que sean capaces de hablar con seres humanos es otra cosa muy distinta. ¿Será posible que ya haya sucedido?
Una foca cultivada
Eso es precisamente lo que afirma un equipo de científicos que ha experimentado con una ballena en las aguas de Alaska. Según ellos, han conseguido mantener una conversación de veinte minutos con Twain, una ballena jorobada que iba respondiendo a un mensaje previamente grabado y emitido a continuación bajo el agua.
El lector suspicaz tomará nota de que la investigación formaba parte del proyecto SETI, que rastrea los cielos en busca de señales extraterrestres y se prepara para, algún lejano día, comunicarse con ellos. Gracias, entre otros, a la dicharachera Twain.
Las ballenas, desde luego, no tienen un pelo de tontas. Sus cerebros son, comparados con el nuestro, descomunales y, aunque sus extremidades sólo les sirven para nadar, son capaces de crear, por ejemplo, ‘redes’ de burbujas en el agua con las que atrapan peces y otros alimentos. Y se comunican con otras ballenas en su propio lenguaje. Pero ¿podrían también expresarse en el nuestro?
Técnicamente, no es imposible. Las ballenas blancas pueden imitar la voz humana haciendo variar la presión del aire en sus fosas nasales, y se han señalado casos de orcas y delfines capaces de reproducir sonidos humanos. Quizá el caso más pintoresco –y más difícil de creer– fue el de Hoover, una foca huérfana adoptada por un matrimonio que terminó enseñándole a hablar con acento de Boston.
Parece que va a llover
Pero el cerebro de las ballenas es una fruslería en comparación con el de los elefantes. En proporción a su tamaño, naturalmente. Introduciendo su larga trompa en su boca, un elefante es capaz de moldear un tracto vocal con el que articular palabras como usted y como yo. Al menos, así cuentan que hacía el elefante Koshie, que gracias a ese truco aprendió a hablar... en coreano. Bueno, sólo unas pocas palabras. No espere usted gran cosa de los elefantes. Ellos se comunican entre sí mediante infrasonidos, que nuestro oído es incapaz de percibir.
Por razones evidentes, los animales más aptos para comunicarse con nosotros son, naturalmente, los simios. Ya he hablado en alguna ocasión de Kanzi, un pequeño chimpancé que aprendió un vocabulario muy extenso, en forma de símbolos visuales. Aunque la laringe de los chimpancés no está hecha para hablar del tiempo en el ascensor, en el zoológico de Indianápolis se cuenta que el orangután Rocky conseguía imitar el habla de sus cuidadores a cambio de comida. Los orangutanes, por lo visto, pueden modular la posición de sus cuerdas vocales y, al menos teóricamente, conversar sobre el tiempo en el ascensor.
Si descendemos en la escala de los vertebrados, averiguaremos que en 1931 se habló mucho en los periódicos de una mangosta llamada Gef, que apareció un día sin avisar en el hogar de la familia Irving explicando que había nacido en Nueva Delhi en 1852. Según los Irving, Gef era el ama de llaves perfecta. Cuidaba de la casa, despabilaba a los más dormilones y cazaba ratones como un gato. Y hablaba sin parar. Años después, alguien envió un pelo de Gef a Julian Huxley, que se lo envió a su vez al naturalista Martin Duncan. El pelo había pertenecido a un perro.
¿Malas intenciones?
Pero estamos en la era de la inteligencia artificial, y era inevitable que a alguien se le ocurriera usarla para intentar comunicarse con los animales. Empezando, sorprendentemente, por los murciélagos. La idea era encontrar una correlación entre los sonidos emitidos por los murciélagos (en su mayoría ultrasonidos) y su comportamiento social. Y así averiguaron que los murciélagos usan nombres propios en sus conversaciones, ‘hablan’ a sus crías como usted hablaría a un bebé, y en su lenguaje diferencian entre masculino y femenino.
Otros investigadores han preferido estudiar –es decir, interferir en la vida de– las industriosas abejas. No sólo colocando diminutos micrófonos en los pobres bichitos, sino introduciendo también una abeja-robot en la colmena para aprender el lenguaje de sus ocupantes. Pero no se han conformado con eso. Una vez aprendido el lenguaje –básicamente, piruetas y vaivenes– comprobaron que podían enviar a las abejas a buscar néctar a voluntad, o bien ordenarlas detenerse. La colmena, por lo visto, no se dio cuenta de nada y no rechazó al intruso.
Animados por estas primeras iniciativas (o por la financiación de organizaciones transhumanistas), investigadores de todo el mundo están instalando dispositivos de escucha en parajes insospechados para ‘captar los sonidos de los ecosistemas’. Y, de paso, meter las narices en sus vidas privadas. Por ejemplo, una de las ideas propuestas consiste en controlar mediante sonidos las larvas de coral para repoblar los espacios submarinos que los ‘expertos’ decidan. ¿Con criterios científicos o ideológicos? Vaya usted a saber.
Querámoslo o no, tanto en biología como en informática, las nuevas tecnologías son tecnologías de control. Las sociedades actuales son mucho más complejas que las colmenas pero, a día de hoy, no mucho más difíciles de controlar. Con tener simplemente un teléfono móvil, un contador de luz ‘inteligente’ o unos cuantos electrodomésticos conectados a Internet, cada uno de nosotros puede tener ya, sin sospecharlo, un policía en su casa.
¿Estamos todavía lejos de llegar a ese punto? Yo no apostaría a que no. Esas dos tecnologías avanzan muy rápidamente. Y al paso que vamos, en muy pocos años las peores pesadillas de George Orwell podrían convertirse en realidad.