Según el biólogo Frans de Waal, hay en el reino animal una especie que es capaz de “altruismo, compasión, empatía, bondad, paciencia y sensibilidad”. Si piensa usted que se refiere a nosotros, se equivoca. El biólogo estaba describiendo a los bonobos, una especie de chimpancés enanos que habitan en la selva africana, al sur del río Congo. Pero tampoco se habrá equivocado usted mucho. Un 98,7% del ADN de los bonobos es idéntico al de los humanos. Genéticamente, al menos, son casi iguales a nosotros. Pero ¿serían también capaces de hablar?
No es una pregunta estúpida. Algunos biólogos llevan ya tiempo preguntándose eso mismo. Sin embargo, ninguno de ellos empezó investigando específicamente a los bonobos. De entrada, desde luego, la cosa no era fácil, porque ningún simio puede emitir los mismos sonidos que nosotros. Su garganta no se lo permite. Pero, ¿y si fueran capaces de expresarse por señas?
Por ejemplo, mediante el lenguaje de los sordos. Los primeros investigadores lo intentaron con una chimpancé llamada Washoe. Y no les fue mal. En 1966, Washoe había aprendido ya 130 ‘palabras’ y era incluso capaz de combinarlas en grupos de dos o de tres. Por ejemplo, cuando Washoe veía un cisne decía por señas: “pájaro - agua”. Pero de ahí no pasaba. En cualquier caso, no todos se desanimaron. En 1972, la gorila Koko llegó a aprender, según sus enseñantes, más de mil gestos diferentes y a comprender más de dos mil palabras en inglés.
Ya es mucho. La anatomía de los simios tampoco les permite hacer gestos muy sofisticados con las manos. Por eso, en los años 80 la investigadora Sue Savage-Rumbaugh decidió probar una nueva forma de comunicación: los lexigramas. Los lexigramas son simplemente teclados que, en lugar de letras, tienen símbolos. Iconos, como los llaman ahora. Además, en lugar de experimentar con chimpancés o con gorilas, se decidió por los bonobos.
Pero escogió mal. El sujeto que seleccionó fue Matata, la matriarca de un grupo de bonobos. Dos años después, Matata apenas había aprendido doce palabras. Pero, atención: durante aquellas sesiones Matata no estaba sola. Mientras ella se esforzaba por distinguir una pera de una sardina, un pequeño bonobo llamado Kanzi jugaba por allí alrededor, sin prestar atención. Kanzi era casi un bebé. Matata lo había robado al poco de nacer y lo había adoptado. Un día en que Matata no estaba presente, Kanzi se puso a jugar con el teclado. Para sorpresa de todos, en pocos minutos compuso más de cien frases diferentes. Los investigadores se quedaron con la boca abierta.
Savage-Rumbaugh se olvidó de Matata. Entusiasmada, siguió añadiendo símbolos, incluso de conceptos abstractos. Y Kanzi seguía aprendiendo. Cuando el teclado se empezó a quedar pequeño, la investigadora decidió cambiar de método. Esta vez empezó a hablarle a Kanzi de viva voz, pero sin dejarse ver, para que la expresión de su rostro no le diera pistas. El resultado fue el mismo. Kanzi respondía a sus preguntas sin pestañear. En cuanto oía una frase o una palabra, señalaba el símbolo correspondiente en su teclado.
En 2006, según sus instructores, Kanzi había aprendido ya más de tres mil palabras y entendía frases completas con verbos y nombres. Incluso frases reversibles, como “vierte la cocacola en la limonada” y “vierte la limonada en la cocacola”. Cuando tenía nueve años, compararon sus conocimientos con los de Alia, una niña de dos años y medio. Kanzi obedecía el 72 por ciento de las instrucciones, mientras que la pequeña no pasaba del 66 por ciento.
No sólo eso. Cierto día, paseando por el campo, Kanzi señaló los símbolos de “caramelo blando” (marshmallow) y “fuego”. Cuando le dieron lo que pedía, quebró unas ramitas, hizo un fuego con ellas y tostó los caramelos ensartados a modo de brocheta. En otra ocasión, viendo un vídeo del gorila Koko, se dirigió a un antropólogo que estaba presente y se puso a gesticular en el lenguaje de los sordos. "Tú – gorila – ?", le preguntó. Nadie ha revelado lo que contestó el antropólogo.
Los progresos de Kanzi eran alentadores. El siguiente paso fue averiguar si dos bonobos se podían comunicar entre sí mediante sonidos. Así que pusieron a Kanzi y a su hermana en habitaciones separadas, de modo que sólo se pudieran oír, y le dijeron a Kanzi que le iban a dar un yogur y que se lo dijera a su hermana. Kanzi entonces emitió un sonido, y Panbanisha —que así se llamaba su hermana— respondió con otro sonido y tocó la tecla ‘yogur’ en su teclado.

En 2002, Kanzi, Matata y Panbanisha fueron trasladados a unas instalaciones nuevas, en el estado de Iowa. En su nueva morada tenían una cocina con microondas y una máquina expendedora de chucherías para su uso personal. Acompañados de otros cuatro bonobos, se pasaban las tardes viendo películas, que seleccionaban —lo ha adivinado usted— apretando botones. Su personaje favorito era, por supuesto, Tarzán.
Pero las cosas no iban bien. Empezaron a escasear los fondos, y en 2013 las instalaciones fueron adquiridas por la AICC (Ape Cognition and Conservation Initiative). Para entonces, Kanzi había engordado ya más de lo aconsejable. Hemos sabido que perdió más de treinta kilos, pero desde entonces las crónicas no aclaran qué ha sido de él.
Las proezas lingüísticas de Kanzi no han convencido a todo el mundo. El psicólogo Steven Pinker lo ha comparado, un tanto groseramente, a “los osos del circo de Moscú, entrenados para pedalear sobre un monociclo”. Y, según Noam Chomsky, los monos saben hablar tanto como los humanos saben volar. Los más escépticos, probablemente, no se dejarán convencer hasta que algún primate les pregunte la hora por la calle o les aconseje un color para su corbata.
Sospecho que exageran un poco. Todos los animales intercambian señales para orientarse y sobrevivir. Incluso los humanos para perecer en una estampida durante un concierto de rock. Sin lenguaje, los pajaros no volarían en bandadas, las ballenas no se aparearían y usted no haría cola en la parada del autobús.
Por eso el experimento de Kanzi, tal como estaba planteado, no era realmente necesario. Lo que nos interesa averiguar es otra cosa. Sí, vale, ahora ya sabemos que un chimpancé podría preguntarle a Steven Pinker si es un gorila, pero ¿cómo construiremos una teoría que explique, además de esa pregunta, una pelea de gallos o El mercader de Venecia?
La respuesta, de momento, la dejaremos flotando en el aire. Siempre me han gustado las historias de misterio.