Cádiz. España. 11 de septiembre. 19:00 horas.
Hoy ha hecho un día caluroso y don Julio no tiene ganas de salir a la calle, pero ha sentido curiosidad. Se asoma a mirar por la ventana. ¿Qué temperatura hará ahora allá abajo?
Consulta la pantalla de su teléfono: a esa hora, la temperatura en Cádiz es 22⁰C. Don Julio frunce el entrecejo. No le parece a él que el aire esté tan fresco como eso. Para aclarar sus dudas, entra en Internet, abre un buscador web y consulta otros servicios meteorológicos. Entre ellos, algunos tan reconocidos como Aemet, AccuWeather, Weather Underground o BBC Weather. Todas las respuestas son diferentes. Por lo visto, la temperatura en Cádiz a esa hora es volátil: 23⁰C según unos, 25⁰C según otros, y hasta 26⁰C según los más extremistas.
Además, la probabilidad de que llueva hoy, según esos mismos servicios, también es indecidible: desde 68%, según una fuente, hasta 0%, según otra. ¿Cómo es posible?
Don Julio, intrigado, sigue investigando. Resulta que, para el día 13 –es decir, sólo dos días después–, la temperatura máxima en esa misma ciudad va a ser tan calurosa como 34⁰C, según unos, y tan suave como 25⁰C, según otros. Tampoco las predicciones coinciden en la temperatura mínima: desde 22⁰C hasta 19⁰C. ¿Qué clase de predicciones son esas? ¿Con sólo dos días de antelación?
¿Y qué ocurrirá a más largo plazo? Sigue curioseando. Para el 16 de septiembre, es decir, con apenas cinco días de antelación, la temperatura máxima anunciada estará entre 32⁰ y 27⁰C, y la mínima entre 23⁰C y 17⁰C. Realmente, para respuestas como esas no hacían falta servicios meteorológicos. Estamos en verano.1
Deshojando la margarita
La conclusión de don Julio es, evidentemente, sensata. Uno puede comprender que los modelos de predicción del tiempo tengan un cierto margen de error, pero ¿cómo podrían acertar el tiempo que hará mañana si ni siquiera se ponen de acuerdo en la temperatura que hace hoy?
Las predicciones de lluvia no son mucho mejores. Según los propios servicios meteorológicos, con tres días de antelación los modelos aciertan entre un 80 y un 90 por ciento de las veces. No está mal. Pero, si en lugar de utilizar complicados modelos meteorológicos usted predice, simplemente, que mañana hará el mismo tiempo que hoy, acertará un 70 por ciento de las veces. Los modelos son sólo un poquito más acertados que el sentido común.
Salirse del abanico
Otro ejemplo significativo son los ciclones. El National Hurricane Center de los Estados Unidos ha desarrollado modelos para predecir el nacimiento de un ciclón en el Atlántico con cinco días de antelación. Aunque, en realidad, sólo aciertan entre un 10 y un 70 por ciento de las veces. Lo cual, si las matemáticas no fallan, quiere decir que algunos de esos modelos se equivocan un 90 por ciento de las veces. Bravo.
Pero sigamos averiguando. Si nuestro modelo predice la trayectoria de un ciclón, digamos de aquí a mañana, podrá equivocarse en 80 kilómetros a uno u otro lado. Pero si su predicción es a tres días, se podrá equivocar en hasta 240 kilómetros. Además, el abanico de posibles trayectorias acierta sólo entre un 60 y un 80 por ciento de las veces. ¿Ese huracán que se acerca arrasará Miami o las Bahamas? Vaya usted a saber.
¿Y la intensidad? Nos adentramos en terreno resbaladizo. Los servicios meteorológicos han abandonado ya, como mínimo, dos modelos –ECMWF y GFS– para predecir la intensidad de los ciclones. Según ellos mismos, sus resultados en 2021 fueron “deficientes”. Y eso que hoy disponen de todo tipo de dispositivos sofisticados, tanto en la superficie como en la atmósfera o desde satélite.
Sólo sé que no sé nada
Pero entonces –se preguntará usted– ¿de qué sirven todos esos costosos satélites, radares, globos sonda y detectores de infrarrojos si ni siquiera se ponen de acuerdo en la temperatura que hace hoy en Cádiz?
Todo tiene su explicación, le responderán los meteorólogos. Las estaciones meteorológicas no están todas en el mismo lugar. Unas están más cerca de las ciudades que otras. Incluso si toma usted la temperatura frente a la catedral de Cádiz, el resultado probablemente no será el mismo que si la mide en la plaza de san Francisco o en la terminal del puerto. El número de viandantes, de motores de automóvil y de compresores de aire acondicionado a su alrededor será diferente.
La solución a ese problema son los promedios. Mida usted la temperatura en muchos lugares distintos de la ciudad y calcule después el promedio. Eso es lo que hacen los meteorólogos con los modelos de predicción del tiempo: toman todos los datos que pueden, les aplican varios modelos diferentes y promedian los resultados. Es lo que los expertos llaman ‘predicción consensuada’. Pura ciencia.
Pero, a juzgar por lo que averiguó don Julio al comienzo de este artículo, los resultados son sólo discretamente espectaculares. Es comprensible. En meteorología, los factores que cualquier modelo debe tener en cuenta son inacabables: estructura de la atmósfera, humedad relativa, velocidad del viento, temperatura, horas de insolación, ángulo de la eclíptica, radiación ultravioleta, abundancia –y forma, densidad y movimiento– de las nubes, presión atmosférica, topografía del terreno, situación de las estaciones meteorológicas, y muchos, muchos más.
Asesora, que algo queda
Inevitablemente, todas esas preguntas nos conducen a la más relevante de todas: ¿cómo puede asegurar el IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, de las Naciones Unidas) que hay un 50 por ciento de probabilidades (es decir, a cara o cruz) de que la temperatura mundial aumente en 1’5°C de aquí a 2040… si ni siquiera son capaces de predecir si lloverá mañana?
En vista de todos esos interrogantes, cabe preguntarse hasta qué punto el IPCC actúa sólo por amor a la ciencia. Es una pregunta legítima. Por ejemplo, Rajendra Pachauri, que fue presidente del IPCC desde 2002 hasta 2015, fue miembro del consejo consultivo de una empresa especializada en ‘tecnologías sostenibles’, y asesor de Credit Suisse y de la Rockefeller Foundation en materia de energía renovable y sostenible.
Pachauri perteneció también al consejo de administración del Nordic Glitnir Bank cuando este lanzó el Fondo del Futuro Sostenible, que aspiraba a acumular un capital de 4.000 millones de libras esterlinas. Fue además presidente del Fondo de Infraestructura Sostenible de Indochina, con un objetivo de capital de 100.000 millones de libras esterlinas.
Ese mismo año, Pachauri fue nombrado director del Consejo Internacional de Gobernanza de Riesgos, creado por los gigantes del sector eléctrico EDF y E.On, para promover la “bioenergía”. Y asesor estratégico del fondo de inversión Pegasus. Ah, y presidente del consejo consultivo del Asian Development Bank, que se unió al Banco Mundial para fomentar los ‘sumideros de carbono’.
Por cierto, Pachauri fue también director del Climate and Energy Institute de la Universidad de Yale, que recauda millones de dólares del gobierno y de diversas empresas. Y fue miembro del consejo consultivo de Deutsche Bank sobre el cambio climático, director del Instituto de Estrategias para el Medio Ambiente Mundial de Japón, y asesor de Toyota Motors y de la red de ferrocarriles francesa SNCF. En resumen: puro amor a la ciencia.
¿El futuro?
Quizá usted se pregunte, amigo lector, por qué pongo tanto empeño en hablar del cambio climático. A la vista de los cargos que ha desempeñado el Sr. Pachauri, ya se habrá dado cuenta usted de que los intereses que aquí hay en juego son formidables. Y, a juzgar por el constante bombardeo de los medios de comunicación, imparables. ¿Hasta dónde pueden llegar esos intereses en su cruzada contra un cambio climático, como mínimo, dudoso?
No soy profeta, pero tenga presente un par de cosas. Para empezar, todos los grandes medios de comunicación del mundo están en manos de tan sólo dos o tres grandes empresas financieras. Las mismas que han creado el critero ‘ESG’ (en inglés: medio ambiente, sostenibilidad y gobernanza) y el criterio ‘DEI’ (diversidad, equidad e inclusión). Si usted tiene una empresa y esa empresa no cumple esos dos criterios, su futuro, amigo mío, es incierto.
Usted, de momento, no tiene obligación de cumplir esos criterios. Pero cuando los bancos centrales implanten la moneda digital y eliminen el dinero en efectivo (no tardarán mucho), tal vez no tendrá usted otro remedio. Tal vez no tendrá más remedio que compartir el automóvil de sus vecinos o desplazarse en bicicleta, gastar el dinero como y cuando le ordene el banco central y comer harina de insectos o carne artificial fabricadas por algún que otro psicópata multimillonario que ha declarado que hay ya demasiada gente en el mundo.
Sí, ya sé que todo esto suena a ficción. O, peor aún, a paranoia delirante. Se comprende. ¿Quién va a querer convertirnos en transexuales digitalizados y sin calefacción pernoctando en el coche porque un inmigrante ilegal ha ocupado nuestra vivienda? A mí también me parecía descabellado ese futuro hace sólo tres años. Pero, con el paso del tiempo, he tenido que rendirme a la evidencia.
Ya sé que con este artículo voy a perder algún que otro suscriptor. Me ha sucedido otras veces. Pero, con que uno solo de mis lectores abra los ojos, lo daré por bien empleado.
Todos esos datos son absolutamente ciertos. Los obtuve yo personalmente con mi buscador ese día, y precisamente a esa hora.