Detuve el automóvil a un lado de la carretera y salí a admirar el paisaje. Estábamos frente a un frondoso valle, al pie de los Alpes suizos, y ante nosotros, allá en lo alto, vertía impetuosamente sus aguas la cascada de Pissevache. No fue una visita casual. Días atrás, buscando material para escribir un artículo, yo había averiguado que Goethe, el escritor más venerado de la literatura alemana, había experimentado con los reflejos de la luz en aquel torrente de ‘jaspes líquidos’, como siglos atrás los llamó Góngora. Probablemente, Goethe estaba ya pensando en escribir su “teoría de los colores”.
Goethe no fue sólo autor de novelas y poesía. Se adentró también en el terreno de la botánica, de la química y de la meteorología. Llegó a juntar una colección de cerca de 18.000 minerales, descubrió el hueso intermaxilar humano, y sus estudios de anatomía comparada merecieron que Darwin lo mencionara como uno de los precursores de su teoría de la evolución.
La cascada de Pissevache fue seguramente uno de los altos en el camino durante su primer viaje a Italia. En Roma, sus conversaciones con varios pintores lo hicieron reflexionar sobre las tonalidades de los colores en los cuadros, y finalmente, tras una larga serie de anotaciones y experimentos con prismas, luces y sombras, dio a conocer su Teoría de los colores (Zur Farbenlehre). En ella, tras describir detalladamente sus observaciones, Goethe afirmaba rotundamente... que Newton estaba equivocado.
Doblar cucharas
Era una afirmación osada. Hacía ya un siglo que nadie ponía en duda los fundamentos de la óptica, que Newton había establecido trabajosamente tras más de treinta años de investigaciones. Pero el autor de Fausto no se arredraba. Según él, el gran error de Newton había sido “fiarse más de las matemáticas que de las sensaciones de sus propios ojos”. Quién lo hubiera dicho.
Pero, antes de continuar, conviene asomarse un momento al fenómeno de la refracción. Todos hemos comprobado alguna vez que la manera más rápida de doblar una cuchara es meterla en el agua. Al menos, así es como la verán nuestros ojos. ¿A qué se debe ese fenómeno?
Imagínese una carretera. Ha llovido, y en el lado derecho una parte de la calzada se ha embarrado. Cuando un automóvil llegue a la zona embarrada, las ruedas del lado derecho avanzarán más despacio, y el automóvil se desviará hacia la derecha. Cuando se meta de lleno en el barro, en cambio, ninguna rueda se frenará más que las otras y el coche continuará otra vez en línea recta.
Lo mismo le sucede a la luz. El agua es más densa que el aire, y a la luz le cuesta más trabajo atravesarla. Pero la luz se comporta como una onda y, por lo tanto, la parte de la onda que entre antes en el agua se moverá más despacio. La onda entera se desviará hacia un lado y, al otro lado del agua, nosotros veremos la cuchara doblada.
A la luz blanca le pasa lo mismo. Pero la luz blanca es en realidad una mezcla de todos los colores, y cada color se comporta también como una onda, sólo que con una anchura diferente. Por eso, las ondas más anchas se desviarán más que las más estrechas, y el resultado final será un abanico de colores: el arco iris.
¿Quién necesita violetas?
A diferencia de Newton, Goethe no parecía tomarse realmente en serio sus experimentos. No se molestaba en aislar los fenómenos que investigaba y no tomaba mediciones de nada. Por eso no es de extrañar que sus explicaciones sobre el color resultaran un tanto extravagantes. Por ejemplo, según Goethe, los colores nacían en realidad de la interacción entre la luz y la sombra. Cuando la luz atraviesa un medio ‘turbio’, la vemos amarilla, y cuando la sombra atraviesa un medio límpido la vemos azul.
¿Y los demás colores? Aumentemos la densidad del medio, y el amarillo virará hacia el rojo. Mejoremos la transparencia, y el azul se tornará violeta. Si los mezclamos en presencia de luz, obtendremos el verde. Si los mezclamos en presencia de oscuridad, se convertirán en magenta.
Además, según Goethe sólo había dos colores puros: el amarillo y el azul. ¿Y los demás? Bueno, cuando percibimos un color nuestros ojos espontáneamente producen otro “complementario”. Así, el amarillo “pide” el violeta, el anaranjado “pide” el azul y el púrpura “pide” el verde. Y a la inversa.
Es más, el tipo de prisma que usemos determinará los colores que salgan de él y, para remate, los colores no están contenidos en la luz blanca, como decía Newton, sino… en la oscuridad. Desconcertante afirmación, si pensamos la oscuridad es, por definición, la ausencia de luz.
No contento con fantasear sobre el comportamiento de nuestros ojos (en realidad, de nuestro cerebro), el autor de Fausto atribuyó a cada color una cualidad. Ni siquiera una cualidad objetiva. Por ejemplo, el rojo era sinónimo de hermosura; el anaranjado, de nobleza; el amarillo, de bondad; el verde, de utilidad; y el violeta, de “innecesario”. A su vez, esas cuatro propiedades se traducían en cuatro tipos de conocimiento. Una teoría completa.
¿La ciencia o los científicos?
La afirmación de que Newton estaba equivocado provocó un revuelo. Para empezar, el traductor del libro al inglés decidió eliminar varios pasajes que, según él, “carecían de interés científico”. Y, como demostración palpable de que la ciencia es una cosa y los científicos otra muy distinta, se cuenta que una tercera parte de los científicos de la época se pusieron del lado de Goethe. Con el paso de los años, varios científicos y filósofos sintieron curiosidad por su teoría, entre ellos el físico Heisenberg, el matemático Kurt Gödel, el filósofo Schopenhauer y el inclasificable Wittgenstein.
En el mundo artístico también hubo repercusiones. Turner estudió a fondo la teoría de Goethe y la mencionó en los títulos de varios de sus cuadros. Y Kandinsky la calificó como “una de las obras más importantes”. Basándose en ella, el genial pintor ruso construyó su propio esquema sobre los efectos psicológicos del color, que desarrolló después en un libro titulado Sobre la espiritualidad en el arte.
Curiosamente, Goethe siempre consideró que su ‘teoría’ del color era el más importante de sus logros, por encima incluso de su obra escrita. Por desgracia, sin embargo, carece completamente de valor científico. No se concreta en fórmulas matemáticas y ni siquiera aspira a predecir ningún fenómeno. Goethe fue y será siempre uno de los más grandes escritores conocidos, pero la física no era lo suyo.
¿Qué queda hoy de su teoría de los colores? Además de las nociones incomprensibles del genial Kandinsky, hay una anécdota poco conocida que terminó dejando una huella histórica. En Weimar, durante una fiesta a la que asistió Goethe, éste entabló una conversación con el revolucionario venezolano Francisco de Miranda. Según se cuenta, Goethe explicó al revolucionario las cualidades que su teoría atribuía a los colores. Inspirándose en aquellas explicaciones, Miranda, impresionado, diseñó la bandera de lo que por entonces era la Gran Colombia con tres franjas horizontales en amarillo, azul y rojo.
Con el tiempo, la Gran Colombia terminó escindiendose en cuatro países distintos, pero los colores de las banderas de Colombia, Venezuela y Ecuador siguen todavía en su sitio, como mudo testimonio de aquella vieja teoría ‘violeta’ (es decir, “innecesaria”) del gran Johann Wolfgang von Goethe.