Nunca lo sabremos, pero es probable que Plinio el Viejo, además de sabio, fuera también un gourmet. En los comienzos del siglo I, escribiendo sobre el aceite de oliva, comentó que el sabor de aquel aceite permitía adivinar incluso la cantidad de agua que habían absorbido los olivos, y señaló que el aceite obtenido en la primera presión de las olivas aún verdes era el más sabroso. Y a continuación añadió: “El aceite aquieta las aguas del mar”.
Pero ni él, ni nadie por entonces, entendían por qué.
Tampoco los antiguos egipcios podían explicar por qué el hollín de las lámparas de aceite les permitía escribir sobre los papiros. Ni por qué, calentando en un horno una mezcla de arena, ceniza y mineral de cobre, se obtenía un bellísimo pigmento azul que hoy conocemos como ‘azul egipcio’.
Hablando de colores. En el siglo IV los romanos sabían ya fabricar vidrios como el de la famosa ‘copa de Licurgo’, que cambiaba de color según desde qué ángulo uno la mirara. Bastaba con añadir al vidrio diminutas partículas de oro y plata durante su fabricación. Y en Europa, poco después, los alquimistas descubrieron que, añadiendo sales de distintos metales, podían conferir al vidrio una variada gama de colores, como podemos admirar todavía hoy en los vitrales de muchas catedrales.
Por aquellos tiempos, los herreros del lejano Damasco eran la pesadilla de los guerreros cristianos. Las espadas de acero que ellos fabricaban eran mucho más afiladas y resistentes que las de los cruzados, pero nunca dejaron que trascendiera el secreto de su fabricación.
¿En qué consistía aquel secreto? ¿Y por qué el hollín mancha, y unas sustancias colorean los vidrios y otras no? Paciencia. Todo tiene su explicación.
Un día de viento
No sabemos si Benjamin Franklin había leído a Plinio el Viejo, pero en 1773, en una carta al químico William Brownrigg, le contó que, durante una travesía en barco, había observado un curioso fenómeno: el agua grasienta que los cocineros desechaban arrojándola al mar aquietaba las olas. Los marineros lo sabían desde hacía siglos, pero nadie entendía por qué.
A su regreso a tierra firme, Franklin acudió a un estanque, vertió una cucharadita de aceite en una de sus orillas y aguardó. Era un día de viento y las aguas estaban encrespadas. Poco a poco, el viento y las olas fueron extendiendo el aceite por toda la superficie y, como por arte de magia, las aguas se fueron calmando. En su avance implacable, la tenue capa de aceite apartó incluso las hojas y las ramitas flotantes, que acabaron arrinconadas en la orilla.
Para explicar aquel fenómeno, Franklin conjeturó –correctamente– que las partículas de aceite, repelidas por el agua, se expandían hasta cubrir toda la superficie, formando sobre ella una capa extraordinariamente delgada. Y, como el aceite es más viscoso que el agua, también es más difícil de agitar.
Hoy sabemos no sólo que las moléculas de agua y aceite se repelen, sino que el aceite que desechan los barcos extiende sobre el agua una capa de apenas unos nanometros de espesor. Sí, nanometros: millonésimas de milímetro. Y ese descubrimiento nos ha permitido fabricar materiales muy útiles en óptica y electrónica. De hecho, una delgada película de tan sólo 45 moléculas de espesor es capaz de neutralizar los reflejos de la luz sobre una superficie. Por ejemplo, en la lente de un telescopio.
Puntos y láminas
¿Y los colores de los vitrales? No, ya no son un misterio. Ahora sabemos que una pequeña dosis de nanopartículas metálicas, adecuadamente repartidas, actúan como los ‘puntos cuánticos’ de las pantallas de televisión.
Para que nos entendamos: los puntos cuánticos son cristales diminutos que permiten a los electrones moverse sólo en tres direcciones. Eso quiere decir que, en cada instante, un punto cuántico puede emitir luz en cualquiera de los tres colores básicos, según las instrucciones que reciba. Aunque, en realidad, también podríamos modificar el color aumentando o disminuyendo el tamaño de las partículas que añadimos, como descubrió Michael Faraday en 1857.
En cuanto al azul egipcio, hemos averiguado que está formado por delgadísimas láminas: tan delgadas como una millonésima de milímetro. Si un solo pelo de nuestro cabello se pudiera deshojar como el azul egipcio, sacaríamos de él más de 80.000 láminas individuales. Pues bien, cuando esas láminas reciben luz del exterior, la luz que reflejan vibra en frecuencias cercanas al infrarrojo. Bienvenidos al mundo de las luces fluorescentes.
La cabeza de un alfiler
El secreto de las espadas de Damasco terminó cayendo en el olvido, y durmió durante más de mil años en las tumbas de sus forjadores. Pero en 2006, gracias a los microscopios de alta resolución, se descubrió que el acero del que estaban hechas contenía nanofibras y nanotubos de carbono. La estructura cilíndrica de los nanotubos de carbono les confiere una enorme dureza, y las hace también resistentes al desgaste.
Las espadas de Damasco, como los vitrales de las catedrales, fueron simplemente el resultado de técnicas artesanales, conseguidas a fuerza de ir probando. Estaban basadas en las propiedades microscópicas de las moléculas, pero no eran, propiamente hablando, nanotecnología. La idea de manipular los materiales a nivel molecular se le ocurrió al físico Richard Feynman en los años 1950. A Feynman se le ocurrió la posibilidad de construir un motor molecular, y él mismo ofreció 1.000 dólares a quien consiguiera escribir un libro 25.000 veces más pequeño de lo normal. Algo así como comprimir la Enciclopedia Británica en la cabeza de un alfiler.
Esas dos posibilidades, que por entonces parecían descabelladas, se han hecho sobradamente realidad. En los años 90, IBM consiguió escribir sus propias siglas sólo con moléculas, y últimamente los físicos de la Universidad de Stanford han logrado escribir sus iniciales –U y S– usando nada más que electrones.
Pero los progresos pueden ser también inquietantes: el ingeniero Eric Drexler propuso, en los años 80, la idea del ‘auto-ensamblaje’ molecular. En otras palabras, estructuras moleculares que se construyen solas. La idea no sólo se ha hecho realidad. Algunas empresas farmacéuticas están usando ya ese tipo de proteínas para la producción de vacunas. (O, al menos, eso nos aseguran).
Otros fabricantes han encontrado usos menos controvertidos. Por ejemplo, incorporando nanofibras a los tejidos de algodón podemos mejorar su tensión superficial y, de ese modo, hacerlos impermeables. Y las nanopartículas están permitiendo también a los ingenieros trazar mapas tridimensionales del subsuelo para extraer el petróleo almacenado en terrenos porosos.
Una tecnología no es, en sí misma, ni buena ni mala. Sus beneficios y sus inconvenientes dependerán siempre de en qué manos caigan. Un nanorrobot puede ser muy útil para los cirujanos, para depurar las aguas de desecho o para la computación cuántica, pero también podría convertirse en una pesadilla si alguien, con malas artes, consiguiera introducirlo en nuestro organismo.
Al paso que avanzan las tecnologías, situaciones así no son en absoluto imposibles. En los tiempos que se avecinan, amigo lector, convendrá mantenerse siempre muy alerta.