Phileas Fogg, el protagonista de La vuelta al mundo en 80 días, viajó en trenes, barcos de vela y de vapor, a lomos de elefante y hasta en trineo pero, a diferencia de lo que Hollywood nos hizo creer, nunca se subió a un globo. Quienes sí viajaron en globo fueron los protagonistas de otras dos novelas de Jules Verne: La isla misteriosa y Cinco semanas en globo. A falta de inventarse el automóvil y el aeroplano, el globo era por aquellos tiempos un medio de transporte fascinante, que daba alas al sueño de (por desgracia, sólo una parte de) la humanidad: el sueño de la libertad.
Un capellán de altos vuelos
La libertad, sin embargo, no ha sido el único atractivo de los viajes en globo. En China, en el siglo III, los militares usaban ya globos para intercambiar señales desde las alturas, y el ejército mongol los llevó también consigo durante su invasión de Polonia. Al otro lado del mundo, en un continente sin contacto con el exterior, los aztecas habían fabricado ya globos con intestinos de animales, aunque sólo con fines ceremoniales.
En Europa, entre tanto, el hombre-pájaro que Leonardo había ideado dormía en el olvido. Pero, en los comienzos del siglo XVIII, el sueño de la libertad –al menos de la libertad aérea– empezaba a fermentar. Así ocurrió, por ejemplo, en Lisboa, donde el sacerdote Bartolomeu Lourenço de Gusmão, capellán de Su Majestad, construyó un artefacto que él llamó la "passarola" y que, relleno de aire caliente, logró elevarse cuatro metros sobre el nivel del trono. Todo un éxito.
El gas que nunca existió
Corría el año 1782 cuando un francés llamado Joseph Montgolfier, contemplando las pavesas que el fuego empujaba hacia las alturas, se preguntó si una bolsa de papel ahuecada experimentaría el mismo efecto. Resultó que sí, y así se lo comentó a su hermano. Él y su hermano Étienne eran dos de los dieciséis hijos del matrimonio Montgolfier, que vivía desahogadamente en Francia gracias al negocio de fabricación de papel.
Los dos hermanos, sin embargo, no entendieron la causa de aquel fenómeno. Ellos creían que el fuego producía un gas desconocido que impulsaba los objetos hacia lo alto, y al que –un tanto inmodestamente– pusieron por nombre el ‘gas Montgolfier’.
Joseph recortó un trozo de tafetán, lo enmarcó en un bastidor de madera y lo liberó en lo alto de una hoguera. Efectivamente, aquel artefacto ascendía. Joseph y Étienne no se lo pensaron dos veces. Perfeccionaron poco a poco su invento y, sólo unos meses después, anunciaron por fin el gran acontecimiento. El momento había llegado.
Lo primero que querían averiguar era si allá arriba se podría respirar. Todos sabían que en las cumbres de las montañas el oxígeno escasea. A partir de cierta altitud, era posible que ningún ser vivo pudiera sobrevivir. Por eso, un día de septiembre de 1783, en presencia de Luis XVI y de varios miembros de la Academia de Ciencias, los hermanos Montgolfier soltaron amarras y contemplaron expectantes el ascenso, por primera vez en la historia, de un globo de aire caliente tripulado por un pato, una oveja y un gallo.
El globo ascendió unos 500 metros, recorrió más de tres kilómetros a merced del viento y, finalmente, regresó a tierra. Albricias. Los tripulantes estaban sanos y salvos. Luz verde.
Sólo dos meses después, un segundo globo de 25 metros de altura se elevaba majestuosamente sobre los tejados de París con dos tripulantes –esta vez, humanos– a bordo. Temeroso de lo desconocido, el rey había decretado que los ocupantes del globo fueran dos delincuentes confesos, pero el marqués d’Arlandes y el científico Pilâtre de Rozier se ofrecieron con tanta insistencia que el monarca terminó cediendo.
El histórico vuelo duró 25 minutos y llegó a alcanzar 1 km de altura. Como el globo estaba hecho de papel y seda, los valerosos tripulantes decidieron tomar precauciones. No muy convincentes. Junto al fuego que calentaría el aire ascendente, producido quemando madera y paja humedecida, Pilâtre de Rozier embarcó un cubo de agua y una esponja. No fuera que las llamas se extendieran más de lo tolerable.
Apenas vieron la barquilla del globo separarse del suelo, la multitud prorrumpió en vítores. Era una fecha histórica. En poco tiempo, las “nubes artificiales” –como las denominó Benjamin Franklin, que había presenciado también el acontecimiento– hicieron a los hermanos Montgolfier famosos en todo el mundo.
El primer OVNI
A raíz de aquel suceso, un profesor de física llamado Jacques-Alexandre-César Charles quiso emular la hazaña. Conocía los experimentos de Henry Cavendish, que había aislado el hidrógeno pocos años antes, y estaba también al corriente de la ley de Boyle (cuando la temperatura es constante, la presión de un gas es inversamente proporcional a su volumen).
Al principio, Charles creyó que el globo de los hermanos Montgolfier contenía hidrógeno, y encargó a dos ingenieros que produjeran para él grandes cantidades de aquel gas.
No era un proceso sencillo. Siguiendo sus instrucciones, había que verter 250 litros de ácido sulfúrico sobre media tonelada de chatarra y conducir después el gas así obtenido hasta el interior del globo, hecho de seda e impermeabilizado con resina. Pero, al entrar en el globo, el hidrógeno se enfriaba y, al enfriarse, se contraía.
Por fin, apenas tres meses después de la hazaña de los Montgolfier, el globo de Charles se elevó desde el Campo de Marte –la torre Eiffel aún no existía– y voló durante 45 minutos, seguido allá abajo por varios jinetes a caballo. Cuando finalmente tocó tierra, a 21 kilómetros de su origen, los aterrorizados campesinos lo atacaron con horcas y cuchillos y lo convirtieron en jirones.
Hazañas y desastres
Ese mismo año, un francés y un británico lograron atravesar conjuntamente el Canal de La Mancha en un globo de hidrógeno. Por los pelos. Estaban ya llegando cuando el globo empezó a perder altitud, y los dos tripulantes tuvieron que arrojar al mar hasta sus abrigos para mantenerse en el aire. Por desgracia, sin embargo, no todo fueron éxitos. En 1785, un globo se estrelló sobre la ciudad irlandesa de Tullamore y desencadenó un incendio que arrasó más de cien casas.
Ese mismo año, el intrépido Pilâtre de Rozier se propuso cruzar el Canal desde la costa francesa. Pero el viento le jugó una mala pasada. Su globo, esta vez de hidrógeno y aire caliente, cambió repentinamente de dirección, se prendió fuego y terminó estrellándose contra el suelo.
Un gas inflamable
El principal problema de los globos era, evidentemente, controlar el rumbo. Además de un timón se necesitaban un motor y su combustible, que pesaban demasiado y no dejaban apenas espacio para moverse. Hacían falta estructuras mucho más grandes y resistentes, y por eso en 1895 el conde Ferdinand Graf von Zeppelin patentó un nuevo modelo de aeronave, articulada como un insecto y dividida en varias secciones: el ‘zepelín’.
El primer vuelo tuvo lugar en 1900 sobre el lago Constanza, pero el zepelín resultó dañado durante el aterrizaje. En el segundo intento fallaron los dos motores, y una tormenta acabó destruyendo la aeronave. Inasequible al fracaso, el conde fundó una empresa para usar el zepelín en vuelos comerciales. Cuando estalló la primera guerra mundial, su invento había transportado ya más de 10.000 pasajeros.
En 1936 emprendió su primer vuelo el Hindenburg, la mayor aeronave jamás construida. Había sido diseñado para volar con helio, que es un gas no inflamable, pero el proveedor de aquel gas, Estados Unidos, se negó a vendérselo, y la empresa decidió sustituir el helio por hidrógeno. Al año siguiente, durante un aterrizaje al término de un vuelo transatlántico, el Hindenburg se incendió, y en escasos segundos se convirtió en una bola de fuego. El zepelín dejó de operar un mes más tarde y fue convertido en un museo.
En el año 2002, Steve Fossett voló por primera vez alrededor del mundo, sin escalas, en un globo de aire caliente. Su periplo duró sólo 14 días. Bastante menos de cinco semanas, y muchos menos de los 80 que invirtió Phileas Fogg… sin subirse jamás a un globo.
Pero el viaje de Phileas Fogg, créanme, fue mucho más apasionante.