Cuenta la leyenda que un estudiante preguntó en una ocasión a Euclides: “¿Qué es lo que gano yo estudiando geometría?” En lugar de responder, Euclides se dirigió a su esclavo y le dijo “Dale una moneda. Este quiere sacar beneficio de todo lo que aprende”.
Euclides era un matemático griego que vivió hacia el siglo III antes de nuestra era. No sabemos prácticamente nada de su vida, salvo que vivió en Alejandría en tiempos de Ptolomeo I y –según se cuenta– impartió enseñanzas en la mítica Biblioteca de Alejandría.
La obra que lo hizo famoso fueron sus Elementos, uno de los libros más famosos de la historia de las matemáticas, en el que Euclides reunió toda la geometría conocida en su época. Todavía hoy, es posiblemente el libro más leído después de la Biblia. Desde que existe la imprenta se han publicado, en total, más de mil ediciones de los Elementos en centenares de idiomas diferentes.
¿Qué puede tener un simple libro de geometría que lo haya hecho tan famoso? La respuesta es: el método. Hasta que apareció Euclides, los matemáticos razonaban, pero no se habían parado a pensar cómo lo hacían. Euclides se lo explicó: empezamos definiendo los conceptos más básicos –por ejemplo, los puntos y las rectas–, enunciamos los principios más elementales (los ‘postulados’) y, a partir de ahí, empezamos a hacer deducciones.
Más o menos como los detectives de las novelas.
Un disidente escurridizo
Concretamente, Euclides enunció cinco postulados. Los cuatro primeros eran bastante evidentes, pero el quinto parecía extrañamente enrevesado. Hoy lo expresaríamos así: “Por un punto exterior a una recta existe una –y sólo una– paralela que pasa por ese punto”. Pero Euclides no parecía sentirse cómodo con aquel quinto postulado. De hecho, evitó mencionarlo todo lo que pudo.
Tal vez no estaba seguro de que era un postulado. Es decir, quizá pensaba que se podía deducir de los otros cuatro, pero no se le ocurría cómo. Si eso fue así, Euclides no fue el único que tuvo esa sospecha. Después de él, innumerables matemáticos intuyeron eso mismo y trataron de demostrar el quinto postulado. Como si, en lugar de un postulado, fuera un teorema.
Más de uno creyó haberlo conseguido, pero siempre se terminaba descubriendo que se había equivocado. En 1697, por fin, Girolamo Saccheri tuvo una idea diferente. Supongamos, se dijo, que el quinto postulado es falso, y veamos si a partir de ahí llegamos a alguna contradicción. ¿Cree usted firmemente que los políticos no son idiotas? Lea sus declaraciones... y comprobará que su creencia era falsa.
Saccheri fracasó en su intento, y después de él muchos otros patinaron también. Era desesperante. No era posible demostrar ni que el quinto postulado era cierto ni que era falso. ¿Qué sucedía?
Partiendo de la nada
Sucedía que no era ni cierto ni falso. ¿Los tres ángulos de un triángulo suman 180o? Depende. En una hoja de papel, sí. Pero en la superficie de un globo, o de un neumático, no. Y algo parecido sucede con las paralelas. ¿Existe alguna superficie en la que el quinto postulado de Euclides no sea cierto? Sí, existe.
Es lo que descubrió, en 1829, el matemático ruso Nikolái Lobachevsky. ¿Qué sucedería –se preguntó Lobachevsky– si por un punto exterior a una recta pasaran, no una, sino infinitas paralelas? Parece absurdo, sí, pero no nos lleva a ninguna contradicción. A lo que nos conduce, en cambio, es a una geometría diferente de la que conocemos. Lobachevsky la llamó “geometría imaginaria”.
Cuando Lobachevsky expuso esa idea, sus colegas pensaron que se había vuelto loco. La geometría que Euclides había descrito reflejaba la única realidad posible, y fuera de la realidad no tenía sentido inventar mundos “abstrusos”.
Algo parecido le sucedió, pocos años después, a un joven matemático húngaro llamado János Bolyai. Su padre había echado a perder miles de horas de su vida tratando de demostrar –sin resultado– el famoso quinto postulado, y había aconsejado a su hijo que no se metiera en semejantes berenjenales. Pero János no le hizo caso, y en 1823 su padre recibió una carta de él. En ella el joven János le contaba, entusiasmado, que había creado “un extraño mundo nuevo, partiendo de la nada”.
El padre envió la descripción de aquel “extraño mundo nuevo” al matemático Gauss, que arrojó un jarro de agua fría sobre el pobre János. Gauss explicó al joven matemático que él mismo había descubierto ya, tiempo atrás, aquella nueva geometría. ¿Por qué no la había publicado, entonces? Bueno, la geometría de Euclides era la verdad absoluta desde hacía más de dos mil años. ¿Quién se habría tomado en serio sus resultados?
Diecinueve años después de publicar su nueva geometría, János recibió un segundo jarro de agua fría. En Rusia, un tal Lobachevsky se le había adelantado. Sólo que lo había hecho en ruso, y además ¿quién iba a querer dar publicidad al trabajo de un matemático loco?
La realidad es curva
Ni Lobachevsky ni Bolyai estaban locos. Su ‘locura’ fue, en realidad, un paso de gigante en la historia de las matemáticas. Sólo que la ciencia oficial rara vez ha estado predispuesta a aceptar cambios revolucionarios. Con el tiempo, los físicos han descubierto que la geometría de Euclides es sólo una aproximación: no es ‘real’. Creemos vivir en un espacio sin curvatura, pero son sólo apariencias.
A comienzos del siglo XX, Einstein descubrió que el espacio a nuestro alrededor no es plano. Está curvado, y es precisamente esa curvatura lo que hace que caigan las manzanas.
Pero las matemáticas nunca se divorciaron realmente de la realidad. En más de una ocasión, teorías incluso más “abstrusas” que la geometría de Lobachevsky han terminado explicando fenómenos físicos tan reales como usted y como yo. A medida que nos asomamos al mundo de lo inmensamente grande y de lo inconcebiblemente pequeño, la realidad a la que estamos acostumbrados se distorsiona y desafía nuestra comprensión.
Cuando eso sucede, las matemáticas están siempre ahí para ayudarnos.