A finales del siglo XVII, el mundo era un autómata. En las mentes de los más sabios, se entiende. Newton acababa de descubrir las leyes del universo, y con sus fórmulas en la mano cualquier hijo de vecino podía explicar ya los movimientos de la luna y de los planetas, predecir los eclipses y calcular el tamaño de la piedra que disuadiría al recaudador de impuestos. El universo funcionaba como un reloj, y el destino de cada uno estaba escrito de antemano.
El físico Laplace lo resumió en pocas palabras. Si existiera un ser tan inteligente que pudiera conocer al detalle el estado del universo –y supiera matemáticas–, podría contemplar el futuro y el pasado como quien lee el guión de una película.
Pero ¿estaba Laplace en lo cierto? ¿Realmente podemos predecir el futuro?
Resultó que no. Respire con alivio. Mientras los globalistas no se salgan con la suya, el libre albedrío seguirá existiendo.
En cualquier caso, el propio Newton sabía ya que había problemas enrevesados. Calcular el movimiento de la Tierra alrededor del Sol era relativamente fácil, pero en cuanto uno añadía un tercer objeto –por ejemplo, la Luna– el problema se volvía endiabladamente difícil. Newton así se lo comentó a un amigo. Aquel problema le quitaba tanto el sueño, confesó, que había decidido olvidarse de él.
Los efectos del café
La respuesta a aquel problema apareció, como tantas otras veces en la historia de la ciencia, por casualidad. En los años 60, el meteorólogo Edward Lorenz había creado un modelo informático de la atmósfera y lo estaba poniendo a prueba. Era un trabajo rutinario, probablemente tedioso. Un día, para abreviar, redondeó el valor inicial, que era 0'506127, lo dejó en 0'506 y se fue a tomar un café. Cuando regresó y vio los resultados, no se lo podía creer.
A corto plazo, la nueva predicción coincidía con las anteriores, pero en seguida se desviaba y describía un estado de la atmósfera totalmente diferente. Una diferencia de menos de una milésima había alterado completamente el resultado. Lorenz probó con otros valores, pero el fenómeno se repetía una y otra vez. En cuanto cambiaba los valores apenas unas milésimas, los resultados predecían un mundo absolutamente distinto. Era lo mas parecido al caos. ¿Cómo explicar un resultado así?
La atracción de la espiral
Para entender lo que estaba sucediendo, imaginemos un péndulo oscilando. Según las leyes del movimiento, podemos determinar exactamente su futuro si averiguamos cuánto se ha apartado de la vertical y a qué velocidad se mueve.
Si nada frena su movimiento, nuestro péndulo oscilará siempre al mismo ritmo, y esos dos valores –la posición y la velocidad– se repetirán de tanto en tanto tiempo, perpetuamente. Es decir, describirán un ciclo.
Pero si el aire frenara su movimiento, el péndulo oscilaría cada vez más despacio y se acercaría cada vez más al centro. Los ciclos, ahora, se convertirán en una espiral. Atrévase usted a dibujar esa espiral. ¿No le da la impresión de que los puntos de esa figura se sienten irresistiblemente atraídos hacia el centro? Bien, pues ese centro es lo que, en teoría del caos, se llama un 'atractor'.
Con el caos hemos topado
Conociendo cómo se mueve, nuestro péndulo –y cualquier otro objeto que se comporte como él– será completamente predecible. En teoría. En la práctica, como averiguó Lorenz, cualquier diferencia en las condiciones iniciales, por pequeña que sea, se amplificará en poco tiempo y nos conducirá a un futuro completamente diferente. En otras palabras, la evolución de nuestro objeto es, de hecho, impredecible. En el mundo real, nunca podremos conocer su posición –o su velocidad– inicial con una precisión de infinitos decimales. Los físicos lo llaman 'teoría del caos'.
“Bien, de acuerdo”, me dirá usted. “Pero eso se arreglará con una computadora suficientemente potente”.
Por desgracia, no es así. Incluso hoy, con los ordenadores más rápidos jamás construidos, es imposible pronosticar el tiempo con más de una semana de antelación. ¿Quiere usted saber qué temperatura hará dentro de ocho días en su ciudad? Desengáñese. El promedio de las temperaturas de los últimos años será más fiable que su modelo. Sí, he dicho 'ocho días', y en su ciudad. Imagínese, por ejemplo, si Greta Thunberg quisiera predecir el clima del mundo entero dentro de cien años.
Pero el problema no afecta sólo al tiempo meteorológico o al clima. Ni siquiera nuestro sistema solar es predecible. No tenemos ni idea de lo que le sucederá en un futuro suficientemente lejano. Dentro de varios millones de años, algunos planetas –o lunas– podrían haber chocado entre sí, o haber sido expulsados del sistema solar.
Aletea, que algo queda
Peor todavía: no sólo los profetas están en apuros. La misma incertidumbre nos acecha cuando analizamos el pasado. El caos pone límites fundamentales a lo que podemos adivinar sobre el futuro y a lo que podemos conocer de nuestro pasado.
¿Debemos abandonarnos al pesimismo, entonces? No necesariamente. Le sorprenderá saber que, en determinadas condiciones, el caos genera orden, y un movimiento que empieza siendo desordenado termina conformando figuras extrañas, pero predecibles. Casualmente, parecidas a una mariposa.
Quizá fue esa similitud la que motivó a Edward Lorenz cuando, en los años 60, formuló la pregunta que ha inspirado este artículo –y no sólo este artículo, como usted seguramente ya ha comprobado–: “¿El aleteo de una mariposa en Brasil podría desencadenar un tornado en Tejas?”
En lenguaje coloquial, el efecto mariposa se ha incorporado ya a la imaginación popular. Por ejemplo, para indicar que, a veces, pequeñas decisiones pueden tener consecuencias enormes. Pero el verdadero efecto mariposa no produce necesariamente consecuencias tremendas, sino muy diferentes. Que no es exactamente lo mismo.
El gran Benjamin Franklin lo expresó ingeniosamente en verso, muchos años antes de que Lorenz descubriera siquiera la teoría del caos:
Por no tener un clavo perdieron la herradura.
Por no haber herradura perdieron el caballo.
Por faltar un caballo perdieron un jinete.
Por perder un jinete perdieron la batalla.
Por perder la batalla perdieron todo el reino.
Y todo por no tener un clavo de una herradura.