En aquellas largas y heladas noches árticas, los vikingos creían ver el reflejo de las armaduras de las valquirias, que conducían al cielo los espíritus de los guerreros caídos en combate. Los estonios, en cambio, veían fastuosas carrozas celestiales que acudían a las nupcias de enigmáticos dioses. Los sámi, temerosos, se encerraban en sus casas por miedo a que aquellas almas vagabundas les cortaran la cabeza. Y los finlandeses creían que aquellas luces en el cielo eran el reflejo de la luna en el polvo de nieve que dispersaban las colas de los zorros.
Los chinos, menos acostumbrados a semejantes espectáculos, sólo veían dragones guerreando en lo alto del cielo. Pero, en América, a los makáh no los engañaba nadie. Ellos sabían que aquellos paisajes de luz en el cielo nocturno no eran más que fogatas encendidas por deidades enanas que hervían, allá en lo alto, grasa de ballena.
El viento y el amanecer
Dioses, almas, guerreros, espíritus. La tentación de inventar historias fantásticas para explicar lo que no comprendemos es tan antigua como la humanidad. Y las auroras boreales no han sido una excepción.
El nombre de tan fantasmagórico fenómeno se lo debemos a Galileo, que emparejó a Aurora, la diosa romana del amanecer, con Bóreas, el dios del viento norte de la Grecia clásica. Pero Galileo tampoco acertó a comprender por qué sucedía. Él creía que las auroras boreales eran reflejos tornasolados del sol en lo alto de la atmósfera.
En una cosa, al menos, tenía razón: las auroras boreales están causadas por el sol. Las llamaradas que salen de su superficie envían al espacio gigantescos chorros de partículas, que los astrónomos conocen como ‘viento solar’. Cuando esas partículas se topan con el campo magnético que rodea la Tierra, no consiguen atravesarlo y se desvían hacia los polos, donde chocan con el oxígeno y el nitrógeno de nuestra atmósfera y les arrancan destellos de irisados colores.
Calambrazos inesperados
El viento solar era un fenómeno desconocido hasta 1951, en que el astrónomo Ludwig Biermann observó que las colas de los cometas apuntan siempre en la dirección opuesta al sol. Pero las tormentas solares sí que estaban siendo observadas desde hacía un siglo. Y no sólo en los telescopios.
Con alguna que otra curiosa coincidencia.
En 1859, apenas unas horas después de que Richard Carrington observara, por primera vez en la historia, una erupción en la superficie del sol, las auroras boreales se extendieron por los cielos hasta lugares tan alejados de los polos como Venezuela. En el norte de Estados Unidos se podía leer tranquilamente el periódico en mitad de la noche, y en las Montañas Rocosas los pájaros empezaron a piar y los mineros se levantaron de la cama antes de tiempo, creyendo que alboreaba.
Pero el fenómeno fue todavía más desconcertante. Algunas oficinas de telégrafos se incendiaron espontáneamente mientras, en otras, los telegrafistas recibían calambrazos de sus propios aparatos. Los telégrafos se pusieron a transcribir mensajes indescifrables, incluso después de desconectarlos de la corriente eléctrica. Y se cuenta que dos de aquellos telegrafistas, separados por más de 400 km, consiguieron intercambiar mensajes durante dos horas... con los dispositivos desenchufados.
Eran los efectos de una tormenta solar excepcionalmente intensa. Sucede sólo muy raramente, pero la actividad del sol evoluciona en ciclos de unos once años, y en uno de esos ciclos, tarde o temprano, volverá a suceder. Ese día, las aves migratorias se desorientarán, los teléfonos, los satélites y las redes electrónicas se volverán locos, e incluso tal vez, como ya ocurrió durante la guerra de Vietnam, alguna que otra mina con detonador magnético explotará sin previo aviso.
Madera de vikingos
El episodio de 1859 no fue, ni mucho menos, el más intenso que nuestro planeta ha conocido. Lo sabemos gracias a una científica japonesa llamada Fusa Miyake. En 2012, Miyake decidió estudiar el tronco de un cedro que había sido talado 1.900 años atrás. Para ello, le rebanó una delgada lámina transversal y analizó su contenido en carbono-14.
El carbono-14 se forma en las capas superiores de la atmósfera por efecto de los rayos cósmicos, y termina incorporándose a las plantas en forma de CO2. A medida que los árboles crecen, sus troncos se van ensanchando y sus nuevas capas van atrapando ese CO2, año tras año. Miyake analizó el contenido de carbono-14 a lo largo de la historia de aquel tronco y averiguó que, en algunos años, el carbono-14 era excepcionalmente abundante.
Concretamente, en los años 774 y 993 la presencia de carbono-14 en la atmósfera –y, por lo tanto, la abundancia de radiación solar– fue cinco veces superior a la de 1859. Pero ha sido aún peor. Hace 14.300 años llegó a ser diez veces mayor que en aquel año en que los telégrafos se volvieron locos.
Sin embargo, el descubrimiento de Miyake fue una gran noticia para los arqueólogos. La datación mediante carbono-14, por sí sola, no nos da una idea muy precisa de cuándo sucedieron las cosas en el pasado. Ahora, gracias a Miyake, podemos afinar mucho más. Siempre que encontremos una madera suficientemente antigua, claro.
Precisamente eso fue lo que sucedió con la madera que utilizaron los vikingos en Terranova, allá por el siglo X. Analizando las vetas de aquella madera, los arqueólogos pudieron determinar que, en 1021, los vikingos estaban ya viviendo en aquella región.
Y la nueva técnica podría ayudarnos a desentrañar el misterio de los calendarios azteca y maya. Sus métodos de medición del tiempo eran muy distintos de los nuestros, y todavía no estamos seguros de las fechas a las que se referían. ¿La creación del mundo, según los mayas, fue el 11 de agosto o el 6 de septiembre del año 3114 antes de nuestra era? Por ahora, no lo sabemos.
¿Han sido muy frecuentes los episodios como el de 1859 a lo largo de la historia? A día de hoy, no tenemos suficientes datos. Todo lo que hemos podido averiguar es que las tormentas solares –probablemente– consiguen atravesar masivamente nuestra magnetosfera una vez cada mil años. En Venezuela tardarán todavía unos cuantos siglos en poder contemplar la próxima aurora boreal.
11 años o raramente?
Como siempre, muy interesante y nos ilustra sobre cosas que así nomás no se descubre. Gracias