¡Ah, la Amazonía, ese gigantesco pulmón de nuestro planeta! ¿Qué sería de nosotros sin ella? Es el último gran reducto que nos queda si queremos sobrevivir como especie. La Amazonía es un santuario, un arca de Noé en un océano de inconsciencia de los seres humanos, que destruimos el clima alegremente en aras del progreso.
En eso, al menos, estará usted de acuerdo, ¿no?
Pues, si es así, lamento llevarle la contraria. La Amazonía genera solo un 6% del oxígeno que hay en el mundo. Gracias a la fotosíntesis, ciertamente, las selvas tropicales producen sin cesar enormes cantidades de oxígeno. Pero la mayor parte de ese oxígeno es consumido a su vez por plantas, animales y microbios. En conjunto, el oxígeno que la Amazonía aporta a la atmósfera es prácticamente cero.
La Amazonía consume casi todo el oxígeno que produce. Sorpresa.
Algunos ecosistemas son más generosos. No consumen tanto oxígeno como el que emiten pero, aun así, en total no nos regalan ni la mitad del que respiramos. La Amazonía, en concreto, es bastante tacaña. Gracias a su clima cálido y húmedo, los microorganismos y hongos que hay en ella bullen de actividad. Y descomponen la vegetación con tal entusiasmo que consumen casi todo oxígeno que liberan.
¿Entonces de dónde proviene todo ese oxígeno que respiramos? Le sorprenderá saberlo. Si lo quiere ver en directo, asómese por un momento a la costa, contemple el horizonte y respire hondo. Sí, de ahí viene. Los océanos del mundo producen más oxígeno que todos los árboles juntos. Con diferencia.
Cómo crear una atmósfera
La enorme extensión de los océanos los convierte, con mucho, en la mayor fuente de oxígeno de nuestro planeta. En su superficie, trillones y trillones de diminutos organismos convierten sin descanso la luz del sol en oxígeno, que va a parar después a nuestra atmósfera. Antes de que existieran las plantas en la superficie de la Tierra, esos microorganismos ya trabajaban febrilmente, enriqueciendo microgramo a microgramo aquella atmósfera irrespirable hasta convertirla en la que ahora disfrutamos.
El protagonista entre todos ellos es el fitoplancton. Es decir, la parte vegetal del plancton, que se compone a su vez de algas y cianobacterias. Y es muy importante para los ecosistemas. Dicho en jerga científica, es la base ‘de la cadena trófica’. Pero, entre usted y yo, el fitoplancton es lo que se comió ese protozoo que después fue devorado por el plancton, del que se alimentó más tarde una anchoa que acabó en el estómago de un tiburón.
Pues bien, el fitoplancton de nuestros océanos es tan generoso que produce entre un 50 % y un 80 % del oxígeno que respiramos. Las diatomeas, sin ir más lejos, producen más oxígeno que todos los bosques tropicales del planeta juntos: hasta un 20 % del total.
¿Cómo lo hacen? Como todas las plantas. Aprovechan la luz del sol para convertir el dióxido de carbono y el agua en alimento, y durante el proceso... liberan oxígeno. Para entendernos, llamémoslo ‘fotosíntesis’.
Las algas que aman a las lavadoras
Pero la naturaleza es tan variada como complicada, y no se deja simplificar. En cada región –o minirregión– del océano hay un ecosistema diferente, que produce y consume oxígeno según su personalidad. Naturalmente, producen más en primavera y en verano, en que los días son más largos y los nutrientes del fondo afloran en cantidad, ayudados por el viento. En invierno, en cambio, el agua retiene más oxígeno disuelto y el sol no aporta ya tanta energía al fitoplancton.
Los nutrientes también varían mucho según el lugar del mapa en el que usted apoye el puntero. En torno a los polos, por ejemplo, el agua es más rica en nutrientes, y el fitoplancton produce más oxígeno. Los trópicos, en cambio, suelen ser más pobres en nutrientes. Y, en las costas, depende de lo que vaya a parar al mar.
Cuando los vertidos de la agricultura, de la industria y de las ciudades contienen demasiado fósforo o nitrógeno, las algas crecen sin control. Acaparan oxígeno durante la noche, y crecen tanto que terminan bloqueando la luz del sol. Se acabó la fotosíntesis. Y, con ella, el oxígeno.
¿A partir de qué punto podemos decir que el volumen de esos vertidos es ‘excesivo’? Depende. Los erizos de mar, las estrellas de mar o las langostas, entre otros, están encantados de que proliferen las algas. Se alimentan de ellas. Sólo que, a veces, las algas crecen tan aprisa que los dejan sin oxígeno, y al final esos sabrosos animalitos se acaban marchando con la música a otra parte.
Cuide sus branquias
Buena parte del nitrógeno que va a parar al mar son residuos de fertilizantes y estiércol (es decir, nitratos y amoníaco). Además de los vertidos urbanos, claro.
El fósforo, en cambio, se encuentra principalmente en los detergentes. Cuando las células de un ser vivo tienen una envoltura grasa (por ejemplo, en las branquias de los peces), los detergentes tienden a disolverlas. No debe ser muy agradable. Si yo fuera pez, no me quedaría mucho rato respirando fosfatos.
El jabón es mucho más amable con la naturaleza. Los jabones tradicionales suelen estar elaborados con aceites vegetales naturales, que se descomponen rápidamente en el agua. Mucho más aprisa, en todo caso, que los detergentes.
Pero, ay, no son tan eficaces, Y además, si el agua es muy caliza, dejan residuos en nuestra colada. ¿La solución? Hay ya unas cuantas marcas de detergentes que han puesto a la venta detergentes biodegradables, basados en ingredientes naturales.
Pero, por alarmante que todo esto pueda parecer, no se angustie. El nitrógeno y el fósforo afectan, acá y allá, a algunos ecosistemas, pero sus efectos sobre el oxígeno que respiramos son, en conjunto, insignificantes. Respire hondo.