Parece un experimento para tontos. Consiga usted varios ejemplares de gafas de sol y póngase uno de ellos, al azar. Todo se ve mas oscuro, ¿verdad? Bien. Tome ahora otro par, también al azar, y añádalo al que ya tiene puesto. O, mejor todavía, añada dos o tres pares más. O cuatro. Apuesto a que ahora la oscuridad es ya prácticamente total. ¿Empeorará mucho su visión si añade diez o quince pares más de lentes oscuros?
No, yo tampoco lo creo. A partir del tercer o cuarto filtro que añadamos, toda la luz que podía ser absorbida habrá sido ya absorbida. Algo parecido sucede con el CO2: por más que aumente en la atmósfera, a partir de cierto punto el CO2 ya no podrá absorber más radiación infrarroja y su efecto invernadero se habrá terminado.
Otros gases ‘malvados’
Pero mirémoslo desde otro punto de vista. El CO2 absorbe seis veces más radiación infrarroja que el vapor de agua. Sin embargo, representa sólo un 0’04 % de la atmósfera, mientras que el vapor de agua es 50 veces más abundante. Comparado con él, el CO2 apenas contribuye al efecto invernadero. ¿Prohibiremos las nubes?
El metano es todavía más potente. Absorbe veinte veces más radiación que el CO2, en dos bandas de frecuencia. Pero representa tan sólo un 0’00017 % de nuestra atmósfera y, en esas dos bandas de frecuencia, el vapor de agua se lo lleva prácticamente todo. Entonces, ¿a qué viene tanta alarma contra el metano, un día sí y al otro también, en los medios de comunicación?
¿Y qué decir del ozono? Sí, en presencia de luz el inofensivo metano reacciona con varios componentes de la atmósfera y produce ozono. En la parte de la atmósfera que nosotros habitamos, el ozono es inconveniente. Afecta a la respiración y a las cosechas. Pero no dura en el aire, en promedio, más allá de unos minutos.
En cualquier caso, el metano no se queda para siempre en la atmósfera. Es más ligero que el aire, y la mayor parte de él termina sus días en la troposfera. Allá arriba, al cabo de unos diez años, se convierte en CO2 y vapor de agua. Y ese CO2 termina yendo a parar a las plantas, de las que se alimentan las vacas que, a su vez, emiten metano, que asciende a la troposfera… Sí, es un ciclo.
Y cuanto más metano circule en ese ciclo, mejores cosechas tendrán los agricultores. Y mejor para las vacas. Lo miremos como lo miremos, el metano no es un problema.
¿De dónde sale el metano?
En las ciénagas, ciertos microorganismos descomponen la materia orgánica y la convierten en metano. En los cultivos de arroz y en los vertederos sucede lo mismo. También la explotación del petróleo es una fuente de metano. Y, según los apocalípticos climáticos, el deshielo de los casquetes polares libera un metano que llevaba allá siglos, o milenios, atrapado. Pero los culpables ahora resulta que son las vacas.
Sorprendentemente, a los ciervos, conejos, ardillas, caballos, elefantes, jirafas e insectos no los acusan de nada. De momento. Por lo visto, a las pobres vacas las han excluido del persistente sermón ecologista de la diversidad.
El caso es que las vacas –los herbívoros, en general– tienen un aparato digestivo que genera metano. ¿Cómo lo hacen? Bueno, hay una parte de sus estómagos (el rumen) que fermenta los alimentos digeridos. Y esa fermentación genera, entre otras cosas, metano. Que, como todos sabemos, es expelido por la vaca en dos direcciones opuestas.
Armonía digestiva
Los responsables de ese proceso son un tipo de microorganismos llamados Archaea, que no necesitan oxígeno para respirar. Y que no hacen daño a nadie. Más bien al contrario: muchas instalaciones de tratamiento de aguas residuales los usan para descomponer los residuos orgánicos.
Pero no son los únicos habitantes del estómago de las vacas. Conviven armónicamente con otros tipos de microorganismos, como las bacterias, los hongos y los virus. Si se alterara esa armonía, la fermentación en el rumen se vería trastocada. Los protozoos terminarían predominando, y la pobre vaca padecería trastonos digestivos y produciría más CO2 de lo habitual.
Eliminar las arqueas sería tan dañino como innecesario. Según han averiguado dos investigadores, los campos sin vacas emiten, en realidad, más metano que con ellas. Algún político quizá debería tomar nota. En la pastoril Irlanda, por ejemplo, el gobierno amenaza ordenar la eliminación de 200.000 vacas para luchar contra el fantasma invisible del metano. Como diría el buen Sancho: son molinos, no gigantes.
Guerra al metano
Y no es sólo Irlanda. En Dinamarca, recientemente, el gobierno ha anunciado un nuevo impuesto a los ganaderos que gravará el metano. Todo esto empieza a ser un poco sospechoso: impuestos al carbono, a la energía solar, al agua, al metano… Hasta hace sólo unos años, yo pensaba que la naturaleza no era propiedad de nadie.
Pero lo más preocupante, al menos para esa parte de la población que los periodistas ignoran, es una nueva iniciativa, de aroma –en realidad, de tufo– inconfundiblemente globalista. Uno de los gigantes del sector lácteo danés ha seleccionado a treinta productores lecheros para añadir al pienso de sus vacas un producto (3-NOP, en versión abreviada) que reducirá en un 27 % el metano de sus flatulencias.
¿Cómo lo hace? Neutralizando los enzimas que producen metano en el estómago de los rumiantes. Con lo cual reduce la presencia de arqueas, y altera la armonía ecológica de los microorganismos en el estómago de las vacas.
Para no andarnos con rodeos, el producto se llama Bovaer.
Y, como usted estará ya sospechando, no está respaldado por estudio alguno sobre sus efectos a largo plazo en el ganado. Ni en las personas. Todo lo que se puede leer en el prospecto es que “podría afectar a la fertilidad masculina”. La Food Standards Agency, por su parte, ha añadido que el 3-NOP irrita los ojos y la piel, y desaconseja inhalarlo.
La inevitable ‘vacuna’
Para evitar algoritmos indiscretos, hace tiempo que me propuse no mencionar el nombre del psicópata multimillonario que alegra de cuando en cuando estas páginas con sus monerías. Digamos simplemente que el propietario de ese sistema operativo que muchos de ustedes padecen se ha apresurado a invertir masivamente en un aditivo parecido a Bovaer. El cambio climático, por lo visto, es rentable.
Pero no se ha contentado con eso. Además, ha financiado una start-up que está produciendo… adivine, adivine. Exacto: ¡una vacuna! Que reduciría en un abrumador 13 % las emisiones de metano de nuestras sufridas amigas lecheras. Por cierto, se ha sumado también a la cruzada el propietario de ese sitio web donde todo el mundo compra por Internet. Todo sea por el clima.
Los verdaderos afectados
Pero los verdaderos afectados no son sólo –pobrecitas ellas– las vacas. Este nuevo capítulo del asalto global a los recursos naturales está creando un conflicto entre grandes y pequeños productores, y entre productores y consumidores. En el Reino Unido están circulando ya listas de granjas que no usan Bovaer, y en los estantes de los supermercados el boicot a las empresas que sí lo usan empieza a ser patente.
¿Quién ganará el pulso? Imposible saberlo, pero si los consumidores se resignan, o si terminan claudicando y se pasan a la leche de soja, de arroz o de cucaracha (sic), el siguiente paso será la carne artificial fabricada mediante impresoras 3D. ¿Adivina usted quién está invirtiendo en ese negocio? Exacto. El psicópata multimillonario. Que, misteriosamente, es ya el mayor terrateniente de todo Estados Unidos.
Para una empresa, desde luego, no es fácil embarcarse en una iniciativa así. Desafiar a tus propios clientes no parece la fórmula perfecta para el éxito empresarial. Varios fabricantes de automóviles, por ejemplo, están a punto de quebrar debido al porcentaje obligatorio de ventas de automóviles eléctricos. Pero no todo son inconvenientes.
Los créditos de carbono reportan ingresos nada desdeñables, y más de un organismo oficial destina generosos fondos a los enemigos del metano. Por cierto, con dinero de los propios contribuyentes cuya leche pretenden adulterar.
La destrucción de la agricultura tal como la conocemos pondrá nuestra subsistencia en manos de grandes corporaciones. La carne artificial, los alimentos modificados genéticamente, la harina de insectos o la agricultura vertical no son en absoluto delirios de ciencia ficción. Están ya al otro lado de la puerta, aguardando a la próxima operación de ingeniería social para colarse en nuestras vidas.