Vida de monje
A mediados del siglo XIX, las tropas británicas y francesas avanzaban, imparables, por el sur de Asia. Birmania, Singapur y Malasia habían caído ya en manos de los británicos, mientras que Vietnam y Camboya estaban en poder de los franceses. En mitad de la península indochina, el reino de Siam –que hoy conoce usted como Tailandia– era, para esos dos imperios, un tentador oasis.
Y terminó siendo también una excepción, gracias a un inesperado personaje. El futuro rey Mongkut, heredero al trono de Siam, había nacido en 1804. Siguiendo una antigua tradición, había ingresado en un monasterio budista, donde había conocido la dureza de una vida austera y había practicado las virtudes (budistas) de la humildad y la castidad.
Siendo todavía monje, había viajado por todo el país y había conocido a numerosos misioneros y marinos europeos. Gracias a ellos, su insaciable curiosidad lo había llevado a aprender inglés, latín y muchas cosas más. Pero, sobre todo, astronomía.
Vida de rey
La astronomía siamesa, por aquel entonces, estaba un poco desfasada. Los textos budistas explicaban que la Tierra era plana, y nadie tenía razones para dudar de la palabra sagrada. Además, para los siameses las constelaciones del cielo eran diferentes de las occidentales. En la Osa Mayor, por ejemplo, ellos sólo veían la constelación del Cocodrilo.
Por fin, 27 años después de entrar a un monasterio, Mongkut accedió al trono de Siam. Apenas estuvo en el poder, introdujo en los programas de enseñanza la geografía y el inglés, modernizó el ejército, reformó el calendario budista y acometió una reforma a fondo de la religión (budista). Y, lo más difícil de todo, respetando las tradiciones del país.
Después de 27 años de inacabable celibato, era el momento de desquitarse. Y se desquitó. Contrajo matrimonio con 32 mujeres, con las que tuvo en total 82 hijos. Para educarlos, sin embargo, desconfiaba de los misioneros. Mongkut admiraba su rectitud moral, pero las enseñanzas cristianas le parecían un disparate, y finalmente escogió como tutora a una joven india, que supo compaginar los conocimientos occidentales con las tradiciones del pais.
Vida de astrónomo
Pero la gran pasión de Mongkut era la astronomía. A menudo, cuando se entrevistaba con oficiales británicos, los sorprendía preguntándoles por el descubrimiento del planeta Neptuno. Un día, investigando por su cuenta, averiguó que en 1868 habría un eclipse total de sol en su país. Mongkut, entusiasmado, se puso a calcular el lugar y la fecha y hora exactas del eclipse. Y su duración.
No era nada fácil. Sus medios eran muy limitados, y los cálculos, complicadísimos. Aun así, Mongkut consiguió determinar que la oscuridad máxima sobrevendría el 18 de agosto en la aldea de Wakor, en mitad de la selva, y duraría 6 minutos y 46 segundos. Unos astrónomos franceses con los que consultó sus cálculos se quedaron asombrados. Se había equivocado en sólo dos segundos.
Lo que vino después era inevitable: Mongkut viajaría a Wakor para contemplar, en persona, su eclipse.
Ciencia en la selva
Los astrólogos de la corte se echaron las manos a la cabeza. Para el día del eclipse, el horóscopo de Su Majestad no auguraba nada bueno. Pero el rey no hizo ni caso. Los seres humanos llevaban milenios asustándose de los eclipses y atribuyéndoles todo tipo de desgracias, epidemias y desastres. Tras invitar a varias autoridades y astrónomos británicos y franceses, Mongkut emprendió un dificultoso viaje a través de la selva, acompañado también de su hijo, decenas de criados y una caravana de elefantes.
El eclipse no faltó a la cita, exactamente en la fecha y hora que Mongkut había predicho, y en cuanto terminó el espectáculo se desató la euforia. Volaron los tapones de las botellas de champagne, y los asistentes se lanzaron a festejarlo. Seguramente sin darse cuenta de que ahora no estaban en la corte. Estaban en la selva.
Y, en la selva, la oscuridad del eclipse había despertado a todos los animales nocturnos. En particular a los mosquitos, que se abalanzaron sobre aquel festín gratuito que el amor a la astronomía les acababa de regalar.
El rey y su hijo cayeron enfermos de paludismo, y con ellos varios oficiales europeos. La mayoría se recuperaron, pero Mongkut no tuvo tanta suerte. En sus largos años de vida monacal, su salud se había vuelto precaria. Por alguna razón incomprensible, se negó a recibir medicación contra el paludismo, y falleció a sólo seis semanas del infausto eclipse. Los astrólogos de la corte, naturalmente, estaban encantados de haberse conocido.
El salto a la fama
Su hijo, que lo sucedió en el trono, llevó aún más lejos las reformas que Mongkut había introducido. Redujo los impuestos a las mercancías extranjeras y emprendió la construcción de ferrocarriles, carreteras, canales y centrales eléctricas. Quizá gracias a ello, o a la situación estratégica del país entre potencias coloniales competidoras, el reino de Siam terminó librándose de la ocupación extranjera.
Al fin y al cabo, la tutora que Mongkut había escogido para sus hijos no lo había hecho tan mal. Casi un siglo después, la escritora Margaret Langdon escribió una novela histórica inspirada en aquella mujer. Se titulaba “Ana y el rey de Siam” y –aunque ha sido criticada por más de un historiador– tuvo un gran éxito en su tiempo. Los más ancianos del lugar quizá recuerden todavía aquella película musical del mismo nombre que hizo furor en los cines en los años 50.
Los menos ancianos, en cambio, tuvieron más suerte. En la versión de 1999, al menos, nadie cantaba.