¿Izquierda o derecha?
Año: 1707. Una flota británica ha puesto sitio al puerto de Toulon. Los sitiados resisten. Pasan las semanas y la ciudad no se entrega. Finalmente, los británicos se cansan y dan media vuelta. Dejan atrás el enclave de Gibraltar y ponen rumbo a Portsmouth. Regresan a casa.
El Atlántico está agitado. Se desata una tempestad, pero consiguen mantener el rumbo y, finalmente, avistan a estribor la Bretaña francesa. Ya sólo tendrán que costear el Canal de la Mancha hasta llegar a Portsmouth. Pronto estarán a salvo.
Sólo que no tienen visibilidad. Las olas los zarandean, y el cielo es plomizo. Saben que están en la latitud adecuada, pero están más al oeste de lo que ellos creen. De improviso, uno de los navíos se estrella contra un acantilado. No será el único. Uno tras otro, otros tres buques de la flota zozobran después de él. En total, dos mil marinos perderán la vida en el mayor desastre naval sufrido por la Armada británica.
Mirando al cielo
En el mar no es fácil orientarse. En tierra, el viajero casi siempre tiene a la vista alguna referencia. Un promontorio, aquel río, un estuario, esa otra aldea. Pero el mar es una esfinge. En la inmensidad del océano no hay geografía. Las únicas referencias son el sol y las estrellas. Y se mueven. Por eso, los cartógrafos tuvieron la idea de cuadricular los mapas con dos haces de líneas imaginarias, fijas: los paralelos y los meridianos.
Lo cual resolvía el problema sólo a medias. Cuando el cielo estaba despejado, uno podía orientarse mirando al cielo por la noche. Mida usted el ángulo que forma la estrella polar con el horizonte y averiguará cuánto se está acercando al polo norte. Dicho de otro modo: qué paralelos va dejando atrás. O, si usted lo prefiere, cuál es su latitud.
Los navegantes habían hecho uso de esa técnica durante siglos. Con ayuda de una brújula, uno podía determinar además si se desviaba hacia el este o hacia el oeste. Pero ¿cuánto se desviaba? Se podía viajar desde Lisboa hasta Washington, o por tierra hasta Beijing, sin que la estrella polar se moviera de su sitio y sin que la brújula se inmutara. ¿De qué servía entonces dibujar meridianos en un mapa, si uno no tenía forma de saber en cuál de ellos estaba? En otras palabras: en mar abierto, nadie sabía cómo averiguar la longitud.
Jugando a la gallina ciega
Era un problema grave. La solución más socorrida era seguir la costa hacia el norte o hacia el sur —por ejemplo, hasta Lisboa— y, al alcanzar la latitud deseada, aventurarse en línea recta hacia el oeste procurando que los vientos y las corrientes no desviaran el barco más de lo deseable.
Pero no siempre era posible. En 1741, el capitán George Anson decidió bordear el laberíntico Cabo de Hornos en dirección al Pacífico. Creyendo haberlo dejado atrás viró hacia el norte, pero descubrió que se había metido en un estuario y tuvo que retroceder. Por fin, se encontró en mar abierto y puso rumbo rápidamente hacia el norte. Necesitaba hacer escala cuanto antes en las islas de Juan Fernández. Llevaban mucho tiempo navegando, y la tripulación estaba siendo diezmada por el escorbuto.
Pero, cuando llegó a la latitud de Juan Fernández, no tenía manera de averiguar su longitud. Tuvo que navegar durante diez días hacia el oeste, comprender que se había equivocado y retroceder de nuevo hacia el este hasta llegar a su destino. Había perdido mucho tiempo. Demasiado. Cuando por fin arribó, más de la mitad de su tripulación había muerto de escorbuto.
Durante el siglo XVIII, el problema de la longitud se hizo apremiante. El comercio internacional estaba en plena expansión, y el transporte por barco se veía lastrado por los retrasos y los naufragios. Los Países Bajos, Gran Bretaña y España ofrecían premios generosos a quienes dieran con una solución práctica, pero los premios seguían estando desiertos.
Se propusieron soluciones de todo tipo. La más pintoresca consistía en llevar a bordo un perro herido, que supuestamente aullaba cada vez que en el meridiano de Greenwich era mediodía. Otras soluciones estaban basadas en la posición de nuestra luna, o incluso de las lunas de Júpiter. Pero la luna no siempre era visible, y trate usted de observarla con un catalejo en medio de una marejada.
En realidad, la clave para resolverlo era el paso del tiempo. Como la Tierra da una vuelta completa cada 24 horas, cada hora de diferencia respecto del punto de partida —eso que usted conoce como ‘jet lag‘— equivalía a 15 grados en el mapa. Lo que se necesitaba era un reloj que indicara la hora en el punto de partida. Cuando el sol alcanza la altura máxima en nuestro cielo, para nosotros es mediodía. ¿Qué hora están marcando en ese momento los relojes en Lisboa? Calcule la diferencia y averiguará su longitud.
¿Péndulos o muelles?
Pero los relojes en aquellos tiempos eran de péndulo, y los vaivenes de la navegación los hacían inviables. Finalmente, un día, un carpintero de Yorkshire llamado John Harrison tuvo la idea de sustituir los péndulos por muelles. La primera prueba la hizo durante un viaje a Lisboa. Su reloj se atrasó mucho en el trayecto de ida, aunque funcionó con exactitud en el viaje de vuelta... sólo que el viaje de vuelta no estaba incluido en las pruebas oficiales. Después de muchos años de mejoras, Harrison consiguió por fin construir un modelo que resistía suficientemente los cambios de temperatura y de presión atmosférica.
El capitán Cook consiguió dar la vuelta al mundo gracias a uno de aquellos relojes. Bueno, en realidad varios, porque con uno solo no bastaba. Si estuviera fallando no habría forma de comprobarlo. En realidad, tampoco bastaba con dos. Si las dos mediciones no coincidían, ¿cuál de los dos relojes era el que fallaba? De modo que había que llevar, como mínimo, tres. En su periplo del Beagle, cuentan las crónicas, Charles Darwin llevaba veintidós cronómetros a bordo.
Para determinar la longitud en tierra, la técnica era esencialmente la misma. En lugar de calcular la diferencia de horarios al mediodía, se podía también observar un mismo fenómeno celeste —por ejemplo, un eclipse— desde dos puntos diferentes de la Tierra. Por ejemplo, Finlandia en el círculo polar ártico y Perú en el ecuador. Así se hizo. La expedición de Perú estuvo comandada por el matemático francés La Condamine, acompañado de los españoles Jorge Juan y Antonio de Ulloa, oficiales de la armada.
La cara oculta del progreso
Cuando se inventó el telégrafo, todo se hizo mucho más fácil. Mediante un breve mensaje de puntos y rayas, uno podía averiguar, casi instantáneamente, la hora local en el otro extremo del cable. Pero en el mar no había telégrafo, y los navegantes tuvieron que seguir comparando horas hasta la llegada de las radiocomunicaciones. Hoy, ya nadie necesita sextante, relojes ni receptores de radio. Las señales emitidas por más de treinta satélites en órbita terrrestre permiten conocer con un error de sólo cinco metros la latitud, la longitud y la altitud de cualquier portador de un teléfono móvil.
Con un pequeño inconveniente: no sólo es usted el que puede averiguar su posición. También los que le prestan el servicio pueden saber en todo momento dónde está usted. Para bien y para mal. Pero no se engañe: su vida privada ya no es tan privada como la de sus abuelos. Ese ojo que usted no ve y que le observa constantemente es la cara oculta del ‘progreso’. Todo tiene un precio.