Al final, va a resultar que Empédocles tenía razón. Aunque no exactamente como él lo imaginaba. Pero, si bien lo pensamos, una civilización necesita básicamente sólo cuatro cosas: recursos naturales (agua, aire, tierra) y energía (en sentido figurado, fuego). De los recursos naturales obtenemos comida y materias primas. La energía nos permite extraerlos, transportarlos y elaborarlos.
Pero deberíamos empezar por el principio. La inteligencia artificial (IA) ya no es una entelequia. Los robóts inteligentes ensamblan cada vez mejor y más rápido vehículos y aparatos. El procesamiento ‘inteligente’ de los datos hará innecesario el trabajo de oficina, y el servicio a los clientes pronto estará exclusivamente a cargo de asistentes virtuales.
El proceso
Sí, suena preocupante, pero será sólo el principio. La IA pronto se convertirá en herramienta imprescindible de médicos, abogados, arquitectos o ingenieros. Es cierto, se necesitarán expertos que entrenen los nuevos sistemas de IA, o que les marquen unas directrices de comportamiento. Pero no harán falta muchos. Poco a poco, la mayoría de los operarios, oficinistas, transportistas o programadores se irán quedando sin trabajo. Y la clase media desaparecerá con ellos.
Relegados al sector menos productivo de la población, todos esos antiguos profesionales se verán abocados a actividades más humanas (pero peor pagadas): cuidado de ancianos y niños, artesanía, acompañamiento, ayuda psicológica... ah, y algún que otro avispado aprovechará para fundar una secta. La confianza, la amistad y los vínculos emocionales serán los valores más apreciados. Pero, en lo material, la vida no será fácil, y proliferarán el comercio en especie, los juegos de azar, los hackers, los robos o las monedas locales.
En el nivel más alto de la sociedad, en cambio, la IA se encargará de todo, desde la producción de energía hasta el transporte de los palos de golf. Las IA comerciarán entre sí y los robóts construirán otros robóts. ¿Tiene usted una IA que construye casas y ahora necesita un yate? El propietario de una IA que fabrique yates se lo entregará gustoso a cambio de una mansión en la playa.
Lo único que usted y él necesitarán defender serán sus tierras, su agua, sus fuentes de energía.
El Cielo y el Infierno
¿Resumimos la situación? La IA creará dos economías diferentes, cada vez más distanciadas entre sí. Olvídese de soñar con un yate o con una casa en la playa. A cambio de una modesta lancha hinchable, a duras penas podrá ofrecer servicios de pedicura o de guardería infantil. Y, aun así, compitiendo con miles –o millones– de personas que ofrecerán esos mismos servicios.
Para entendernos, llamaremos a esas dos economías Cielo e Infierno. El Cielo estará habitado por grandes corporaciones en manos de pequeñas élites. Apenas necesitarán mano de obra. Podrán producir bienes y servicios a precios de risa, pero millones de desempleados no tendrán apenas con qué pagarles.
En el Infierno, en cambio, los parias –la inmensa mayoría de la población– lucharán diariamente por su supervivencia. La propiedad será un lujo, y el comercio en especie reemplazará un dinero que, de cualquier forma, no servirá para comprar lo más anhelado: tierras y energía.
Todo esto no ocurrirá de repente; sucederá poco a poco. A medida que aumente el desempleo, las empresas del Cielo tendrán cada vez menos compradores. Los precios tendrán que bajar, pero la demanda llegará a ser tan escasa que las ventas no serán rentables. Además, ¿para qué querrán dinero los habitantes del Cielo si la IA cubrirá de sobra –y gratis– todas sus necesidades?
No parece fácil detener ese proceso. Querámoslo o no, tarde o temprano el Cielo y el Infierno terminarán desconectados entre sí.
¿Un laberinto sin salidas?
¿Llegarán a ser innecesarios algún día los habitantes del Infierno? Tal vez no. En el Cielo, las élites seguirán –como siempre– peleándose por los recursos, y en esas guerras los parias de los Infiernos podrán ser usados como rehenes. Para entonces, los Estados nacionales estarán –¿no lo están ya?– totalmente controlados por los poderosos. Y, frente a los mecanismos de control del Estado –gestionados por IA–, los ciudadanos serán absolutamente impotentes para rebelarse.
Muchos economistas son ya conscientes de ese posible futuro, y han ideado unas cuantas soluciones. No muy brillantes, la verdad. Y, a mi modo de ver, tampoco muy atractivas. Para mí, la dignidad del ser humano no consiste en vivir a costa de otros, sino en ganarse la vida con el propio esfuerzo.
Por eso no me seduce la idea de la ‘renta básica universal’. ¿Cobrar dinero por no hacer nada? Para muchos –yo incluido– sería humillante. Pero es que, además, no es viable. A largo plazo, sólo habría dos maneras de financiarla: o mediante impuestos o mediante deuda. Da igual: es un círculo vicioso. A medida que aumenta el desempleo disminuyen los impuestos, y la deuda de un Estado sólo se puede pagar a base de impuestos. Y genera inflación.
En algunos casos, el Estado podría convertirse en empresario. Noruega, por ejemplo, financia las pensiones con los beneficios del petróleo, que explota una empresa estatal. Otra posibilidad consistiría en cobrar impuestos por el uso de los datos, o directamente a los robóts por su trabajo. En todos esos casos, el Estado se ocuparía de todo, y las sociedades terminarían pareciéndose, lamentablemente, a la extinta (y fracasada) Unión Soviética.
Frente a las soluciones totalitarias, la única alternativa podría ser la descentralización: pequeñas comunidades con autonomía energética y alimentaria, que se comuniquen entre sí y que intercambien servicios –por ejemplo, servicios médicos– sin depender de un Big Brother central. Sería una idea aceptable... si ese Big Brother lo permitiera. Pero no parece fácil. A los monopolios, por definición, no les gusta la competencia.
El camino hacia el Infierno
De hecho, la misma IA está facilitando ya el nacimiento de ese Big Brother. Y lo hace siguiendo dos vías, a primera vista paralelas… pero en realidad convergentes.
Por una parte, la identidad biométrica digital, con sus cámaras instaladas en todas las esquinas, explotará el temor de la población frente al caos social y utilizará el reclamo de la ‘renta básica universal’. Por otra parte, la sustitución del dinero por una moneda digital controlada por el Estado hará posible el sueño dorado de los economistas: controlar la economía céntimo a céntimo.
¿Cómo? Haciendo esa moneda programable. Así el Banco Central podrá determinar cuándo, para qué y para quién, hasta dónde y hasta cuándo tendrá validez.
Cuando esos dos caminos converjan (es decir, cuando la identidad y la moneda se integren en una única blockchain), la privacidad y la libertad serán hermosos recuerdos del pasado. ¿Le apetece una hamburguesa? Lástima, hoy no podrá ser. Este mes ha agotado usted ya su huella de carbono. Pero no se incomode. A cambio, le sugerimos estas hamburguesas veganas aderezadas con harina de insectos.
¿O quizá quiere usted viajar al país vecino para visitar a un familiar? De ninguna manera. Ha emitido usted opiniones [que el gobierno considera] ofensivas en las redes sociales. Ah, y tampoco podrá comprar ese brandy que tanto le gusta. No es bueno para su salud.
Hasta hace muy pocos años, este escenario era simplemente una historia de ciencia ficción. Hoy, es ya una realidad que –si nadie lo remedia– nos espera a la vuelta de la esquina. ¿Dará resultado? Nadie lo sabe, pero ya ha sido ensayado.¿Recuerda usted la pesadilla del ‘pasaporte covid’?
Para no ser acusado de agorero, terminaré con una nota de optimismo. En teoría al menos, el Cielo y el Infierno de la IA pueden ser evitados. Son la consecuencia natural de un oligopolio, y los oligopolios pueden ser destruidos, como ya lo han sido más de una vez –aunque tampoco demasiadas– en el pasado.
¿Los antídotos? Informática de código abierto. Transparencia en las decisiones y supervisión pública de las operaciones. Libre consentimiento (por ejemplo, para vacunarse). Defensa sin fisuras de la privacidad. Descentralización democrática. Y quizá lo más utópico de todo: una sociedad civil sólidamente organizada.
Tal como están las cosas, parece mucho pedir. Pero he prometido terminar con una nota optimista, y aquí la tienen. La esperanza es lo último que se pierde.