Aunque rara vez hayamos pensado en ello, vivimos rodeados de representaciones. Usamos palabras para describir ideas, sensaciones o emociones, y letras o imágenes para reflejar conceptos abstractos y las relaciones entre ellos. Tararí, ¡pum! o ¡miau! nos recuerdan directamente el sonido que queremos expresar pero, en general, la mayoría de las palabras o expresiones no se parecen en nada a su significado. Cuando alguien dice “árbol”, usted no entenderá a qué se refiere si antes no ha relacionado ese sonido con los últimos árboles que ha visto, o con todos los árboles que ha visto en su vida, o con una mezcla de todos ellos. Una mezcla borrosa, sí, pero claramente diferenciable de un arbusto o de la torre de Pisa.
¿Podemos pensar o sentir algo sin tener palabras o imágenes para expresarlo? No tengo una respuesta clara a esa pregunta. A veces esas emociones especiales que todos hemos sentido en algún momento son difíciles de explicar, pero tenemos palabras para intentarlo. Y a veces, cuando no tenemos ninguna expresión a mano, la inventamos. Tropecientos, bajarse del burro o ir a por todas son inventos felices que nos han ahorrado más de un rodeo. Y ese tipo de inventos existen a todos los niveles.
La filosofía, por ejemplo, es el arte de inventarse conceptos que sólo su autor entiende, pero las matemáticas o la física teórica sólo pueden avanzar descubriendo conceptos universales. Y expresándolos. La curvatura del espacio nos permite explicar la atracción entre la Tierra y la luna (aunque, desgraciadamente, no entre nuesto cuñado y nuestra hermana), y los números irracionales probablemente ni siquiera existen en la realidad. Sí, las palabras a veces son traicioneras. Y, si nos descuidamos, los inventos se nos pueden ir de las manos.
Un par de ejemplos que yo propongo a veces son las frases: “¿dónde empieza una circunferencia?”, o “esto que estoy diciendo es mentira”. Pero los matemáticos, que son mucho más inteligentes que yo, han llegado a niveles de sofisticación muchísimo más sublimes. ¿Hasta el punto de obnubilarse? Puede ser.
Algún matemático mucho más inteligente que yo ya estará sospechando que voy a terminar hablando de lógica matemática. Se equivoca. No caeré en la trampa de refutarle con sus propias convenciones. De lo que voy a hablar aquí es de lenguaje. Concretamente, del lenguaje que esconde —que escamotea, dirán algunos— la lógica matemática. O, si quiere usted que sea más explícito, voy a hablar de representaciones.
Pero, para no ahuyentar a la mayoría de mis lectores, tengo que empezar por el principio. Un día, hace muchos años, descubrí en un libro la paradoja de Russell. No es necesario que usted, amigo lector, se esfuerce por entenderla, pero no tengo más remedio que enunciarla. El propio Bertrand Russell la explicó más o menos así: “el barbero es la persona que afeita a todos los que no se afeitan a sí mismos. ¿Quién afeita al barbero?” Déle usted todas las vueltas que quiera. Lo mire como lo mire, es una pes(c)adilla que se muerde la cola.
Desde el primer momento, sin embargo, yo tuve la sensación de que me estaban dando gato por liebre. En aquel enunciado fallaba algo, y no era la lógica, sino el lenguaje. Traducido al lenguaje matemático, el concepto clave en que se basaba Russell es “el conjunto de todos los conjuntos que no pertenecen a sí mismos”. Cómo era posible hablar siquiera de un conjunto que pertenece a sí mismo, era —y es aún— para mí un misterio teológico. Habría que empezar por encontrar algún ejemplo, pensé.
Y lo busqué. No es habitual que los matemáticos se dignen explicar sus cosas al común de los mortales, pero algunos lo han hecho, y el ejemplo más convincente que encontré fue el concepto de “la lista de todas las listas”. Dicho así, parece evidente que hemos dado en el clavo. Una lista, sea cual sea, es una lista, y por lo tanto tiene que pertenecer al conjunto de todas las listas. Algo así como si yo defino una circunferencia como la línea que une el comienzo de una circunferencia con el final de una circunferencia. ¿Falla algo en esta definición? ¿Es gato, o liebre?
Pero volvamos a las listas. Para entender el significado del ejemplo que acabo de mencionar, voy a usar un truco que no es matemático (aunque quizá debería serlo). Voy a empezar describiendo una matrioshka. Supongo que usted sabe lo que es una matrioshka pero, por si no lo sabe, es una muñequita rusa de distintos tamaños que está hueca. Por ejemplo, esta:
Como esta muñequita está hueca, dentro de cada matrioshka cabe perfectamente otra más pequeña, y siempre podremos fabricar una más grande en la cual quepa la nuestra. Es más, entre cada dos matrioshkas de diferente tamaño siempre cabrá otra de tamaño intermedio. Si no cabe, nos bastará con ir adelgazando sus paredes hasta que quepa. Naturalmente, esto quiere decir que no existe ninguna matrioshka que sea más pequeña o más grande que todas las demás. Hagamos lo que hagamos, siempre podremos fabricar una más pequeña todavía, o más grande, que la que hayamos escogido. Bien. Ahora vamos con las listas.
Propóngame usted ahora una lista, todo lo larga que quiera. ¿Ya la tiene? Bueno, pues ahora asocie su lista a una matrioshka, la que usted prefiera. Lo único que le pido es que no asocie ninguna otra lista a esa misma matrioshka. Repita la operación todas las veces que quiera. Una lista, una matrioshka. Si organizáramos ahora un baile entre listas y matrioshkas, cada muñequita estaría emparejada a una lista, y sólo a una. ¿Se le acaba de ocurrir a usted una lista nueva? De acuerdo. Busque una matrioshka que esté libre —siempre encontrará una— y emparéjelas.
¿Qué hemos conseguido con esto? Muy sencillo. Aunque no podemos comparar una lista de tornillos —llamémosla T— con una lista de jugadas de ajedrez —llamémosla J—, siempre podremos saber si la matrioshka que hemos asociado a T es más grande o más pequeña que la que hemos asociado a J. Por eso, en lugar de hablar del conjunto de todas las listas, vamos a hablar mejor del conjunto de todas las matrioshkas. Además, diremos que la lista A ‘encaja’ en la lista B cuando la matrioshka de A cabe dentro de la matrioshka de B.
Pero vamos a dar un paso más. Vamos a asociar ahora a cada matrioshka M una lista nueva: la lista de todas las listas que ‘encajan‘ en ella. Que vendrá a ser equivalente al conjunto de todas las matrioshkas que caben en M. ¿Cómo podríamos definir ahora la lista de todas las listas? Muy fácil. La lista de todas las listas sería equivalente a la matrioshka en la que caben todas las matrioshkas.
Pero no existe tal cosa. Como hemos visto al principio, no existe ninguna matrioshka que sea mayor que todas las demás. La lista de todas las listas es como el comienzo de una circunferencia: un concepto puramente gramatical. No podemos decir que una lista pertenece a sí misma, porque es un concepto para el que no tenemos referentes. En otras palabras: no puede existir una lista que pertenezca a sí misma, porque no tenemos manera de representar su significado.
¿Qué podemos decir entonces del barbero de Russell? Que no es una representación correcta de la paradoja. Si no existe ningún conjunto que pertenezca a sí mismo, el barbero de Russell tendría que vivir en un universo donde nadie se afeitase a sí mismo. Incluido el propio barbero.
Si a estas alturas todavía me queda algún lector, lo que quiero decir es que los conceptos, matemáticos o no, reflejan una estructura anterior a ellos. Como sucede con la palabra ‘árbol’, nos remiten a estructuras que ya existían en nuestra mente, pero no podemos crear un concepto a partir de un símbolo. No podemos definir el sonido ‘A’ como el sonido representado por la letra A sin haber identificado antes el sonido ‘A’.
En el terreno de la lógica matemática, ignorar esta obviedad puede tener consecuencias. Y las tiene, en particular cuando pretendemos definir lo que es un ‘conjunto’. Pondré un ejemplo: si yo digo que rojo es un color, y después digo que verde es un color, también puedo decir que rojo y verde son colores. Pero si yo digo que x es un color, el símbolo x no puedo sustituirlo por ‘rojo y verde y azul y...’, sino por ‘rojo o verde o azul o...’. Que no es lo mismo.
Dicho en términos más pedantes, la definición extensiva y la definición intensiva de un conjunto no son —semánticamente hablado— equivalentes. Los matemáticos, por supuesto, son libres de usar ambas definiciones como sinónimos. Casi siempre son sinónimos.
Pero no siempre. Y la paradoja de Russell es un ejemplo de ello.
Esta entrega del blog ha sido para mí un desafío. Sorprendentemente, el artículo que más lectores está teniendo hasta ahora es el que dediqué a Zenón y sus -brillantes- paradojas. Este de las matrioshkas es una traducción de un texto que escribí en inglés hace algún tiempo, adaptado en lo posible para el común de los mortales. No estoy seguro de que el común de los mortales llegue siquiera al segundo párrafo, pero al menos lo habré intentado. Y de paso averiguaré -espero- la capacidad de resistencia de mis lectores a mis incursiones por la estratosfera mental. Si habéis llegado hasta aquí, enhorabuena. Y muchas gracias.