La llamada de los mundos exóticos
En 1558 se promulgó en Inglaterra una ley que castigaba con penas severas a los católicos recalcitrantes, que los había, y que se resistían testarudamente a abjurar de su fe. Uno de aquellos católicos, un joven llamado Thomas Pounde, había decidido huir a lejanas tierras en compañía de Thomas Stephens, un amigo suyo que albergaba también inquietudes espirituales. Los dos estaban fascinados por algunas de las cartas que circulaban por Europa, escritas por misioneros desde exóticos lugares.
Así que decidieron hacerse misioneros ellos también. Justo el día antes de su partida, sin embargo, Pounde fue arrestado. Su amigo, en cambio, tuvo suerte y consiguió librarse. Huyó a Roma, se incorporó a la Compañía de Jesús y, en 1579, se embarcó en Lisboa rumbo a las posesiones portuguesas de Goa.
Pero Stephens no era un misionero del montón. Sentía una gran curiosidad por las costumbres de aquella pequeña Babel. Y, sobre todo, por sus idiomas. En 1583 escribió una carta a su hermano comentándole ciertas curiosidades que había observado: las lenguas habladas en la remota Goa tenían extrañas similitudes con el griego y el latín que él había aprendido.
¿Coincidencias?
No era el único viajero que había encontrado semejanzas entre los idiomas del continente indio y otras lenguas habladas en Europa. Por aquellas mismas fechas, un comerciante de Florencia llamado Filippo Sassetti anotó también una lista de palabras del sánscrito que se parecían a su equivalente italiano. Por ejemplo, sarpaḥ y serpe (serpiente), sapta y sette (siete), o nava y nove (nueve).
Medio siglo después, el lingüista holandés Marcus Zuerius van Boxhorn señaló las semejanzas entre ciertas lenguas asiáticas y europeas, y propuso la idea de que todas ellas descendían de un idioma común, que él llamó ‘escitio’. No mucho después, un diplomático otomano llamado Evliya Çelebi, que estaba de viaje en Viena, observó igualmente similitudes entre el alemán y la lengua persa. Pero la lingüística todavía no era una ciencia, y todas aquellas observaciones pasaron sin pena ni gloria.
Sin embargo, los indicios se iban acumulando. A finales del siglo XVIII, otro misionero jesuita publicó un estudio más riguroso comparando el sánscrito con el latín y el griego. Y, en Rusia, el físico Mikhail Lomonosov concluyó que el latín, el griego, el alemán y el ruso tenían que haber tenido un antepasado común.
Finalmente, en 1813 Thomas Young bautizó aquel lenguaje hipotético con la palabra ‘indoeuropeo’, que a partir de entonces sería ya el término habitual (excepto para los alemanes, que prefieren llamarlo ‘indogermánico’).
En busca de Babel
¿Tiene realmente sentido la teoría de la lengua indoeuropea? Juzgue usted mismo. La palabra ‘nueve’, por ejemplo, es muy similar en francés (neuf), inglés (nine), alemán (neun), griego (εννέα), noruego (ni) y sánscrito (nava). Y eso que el sánscrito se transmitió sólo de boca en boca durante 2.000 años antes de existir por escrito.
Todos los lingüistas están de acuerdo en que la lengua indoeuropea existió, pero no todos coinciden en lo que sucedió después. Unos sostienen que se fue ramificando, mientras que otros creen que se fue entremezclando. En realidad, todo dependerá de cómo se distribuyeron los dialectos iniciales. Si las sociedades se mantuvieron aisladas unas de otras el tiempo suficiente, sus lenguajes evolucionaron por separado. En cambio, si se extendieron por la geografía poco a poco, la evolución debió ser mucho más borrosa. Y más difícil de reconstruir.
Lo más probable, como usted mismo se puede imaginar, es que sucedieran las dos cosas, según las circunstancias de cada momento. Las guerras o las catástrofes probablemente dividieron las sociedades radicalmente y en muy poco tiempo, mientras que en tiempos de paz la evolución fue seguramente mucho más lenta.
Pero ¿dónde (y cuándo) empezó todo? En eso, los expertos tampoco terminan de ponerse de acuerdo. Unos creen que la lengua indoeuropea nació cerca del Mar Caspio hace unos 6.000 años. Otros, en cambio, sitúan su origen en los agricultores y pastores de la antigua Anatolia (hoy Turquía), hace más o menos 9.000 años. De allí, una o la otra se fueron dispersando hasta llegar al Océano Índico por el este y al Atlántico por el oeste.
Hace no muchos años, en Alemania, el Instituto Max Planck reunió a un equipo internacional de lingüistas, biólogos, antropólogos y paleontólogos para despejar la incógnita de una vez por todas. No lo consiguieron. El análisis del ADN situaba los orígenes al sur de Anatolia, sin concretar mucho, mientras que un estudio comparativo de 161 idiomas, palabra por palabra, arrojaba resultados poco claros.
La conclusión a la que llegaron: una de cal, y otra de arena. La lengua indoeuropea se habría originado (más o menos) al sur del Cáucaso, hace (más o menos) 8.100 años. La verdad, para ese viaje no hacían falta muchas alforjas.
Más atrás en el tiempo
Pero las preguntas más importantes, a mi modo de ver, no se las ha planteado nadie seriamente. O, al menos, nadie ha encontrado todavía unas respuestas aceptables. Por ejemplo, ¿cómo se expresaban los humanos antes de inventarse el lenguaje? ¿Hubo una lengua intermedia durante la transición desde los últimos primates hasta los primeros humanos? Los gestos que hacemos mientras hablamos ¿provienen también de un mismo lenguaje primitivo?
Probablemente nunca sabremos a ciencia cierta cómo sucedieron las cosas, ni cuándo. Pero no todo está perdido. Los mecanismos profundos del lenguaje humano, si alguien los descubre algún día, nos podrían permitir ‘construir’ lenguajes similares a los actuales a partir de unas cuantas hipótesis básicas. Al fin y al cabo, todos nos hemos relacionado alguna vez con una madre, tenemos que orientarnos en el mundo en el que nos movemos, tenemos que intercambiar objetos o servicios y sentimos deseos de expresar alegría, dolor, asombro o tristeza.
Si ese día llegara, los secretos del lenguaje humano dejarían de serlo, y la ‘inteligencia artificial’ podría empezar a ser realmente inteligente. Aunque, considerando el rumbo actual de los acontecimientos, quizá sería mejor que nadie llegara nunca a desentrañar esos misterios.