Apenas había pasado medio siglo desde la caída de Tenochtitlan cuando el fraile dominicano Diego Durán describió en un manuscrito cierto juego que había visto practicar a los aztecas con una pelota de caucho. Según el fraile, los jugadores usaban sólo sus rodillas y sus nalgas, y tenían prohibido tocar la pelota con los pies o con los brazos. Aunque las normas de puntuación eran muy complicadas, el primer jugador que conseguía colar la pelota a través de un aro de piedra ganaba la partida.
Según algunos autores, los olmecas fueron los primeros en fabricar pelotas para aquel juego a partir del látex del árbol Castilla elastica. No era un proceso sencillo. Había que ahumar y secar primero el látex, y fabricar después con él tiras de caucho que finalmente enrollaban en forma de ovillo. Cuando la familia del futuro fray Diego se instaló en México, el comercio del caucho se extendía ya por toda la América central.
Para los aztecas y los mayas, aquel líquido blanco que brotaba de la corteza de ciertos árboles era un símbolo de fertilidad. Por razones fáciles de adivinar. Ellos lo llamaban caa o-chu. Es decir, ‘lágrimas de árbol’. Y tenía también sus usos prácticos. Los mayas y los aztecas lo usaban, por ejemplo, para impermeabilizar sus vestidos y su calzado.
Hallazgos en el río
Pero el caucho no llegó a Europa hasta dos siglos más tarde, gracias... a la curvatura de la Tierra. Newton había afirmado que nuestro planeta no era una esfera perfecta, sino que estaba ligeramente achatado en los polos. No parecía fácil comprobarlo. Por eso, en 1735 un equipo de científicos franceses viajó hasta el continente americano para averiguar si Newton tenía razón.
En aquel equipo, sin embargo, no reinaba precisamente la armonía, y uno de sus integrantes, Charles Marie de La Condamine, decidió separarse del resto. Emprendió rumbo a Quito y, navegando por el río Esmeraldas, se encontró un día con el árbol del caucho.
La Condamine envió varios rollos de caucho crudo a Francia, acompañados de una descripción de los productos que los nativos fabricaban con él. No contento con eso, a su regreso a Europa presentó un informe a la Academia de Ciencias francesa reseñando las sorprendentes propiedades de aquella nueva sustancia.
El dios del fuego
Una de aquellas propiedades llamó la atención del químico Joseph Priestley en 1770. El caucho, descubrió Priestley, era un material excelente para borrar las marcas de tinta en el papel. Aquel descubrimiento hizo furor. La tecnología de la miga de pan se había terminado, y a partir de entonces el caucho en inglés se quedaría con el nombre de ‘rubber’. Es decir, ‘borrador’.
Al principio, el nuevo material despertó el entusiasmo de los fabricantes de calzado y prendas de abrigo. Pero sus expectativas no se cumplieron. Sí, además de impermeable el caucho crudo era elástico, resistente y fácil de moldear, pero con el frío se volvía quebradizo, y con el calor, pegajoso. Para colmo, desprendía un olor no muy agradable.
A comienzos del siglo XIX, el químico Charles Macintosh descubrió que el inconveniente de los cambios de temperatura se resolvía tratando el caucho con bencina, y a continuación se le ocurrió revestirlo por ambas caras con una tela de algodón. Acababa de inventar el impermeable.
El problema del mal olor lo resolvió en 1839 un ingeniero llamado Charles Goodyear... por casualidad. Había dejado una muestra de caucho con azufre y óxido de plomo en un horno caliente, y cuando cayó en la cuenta aquella mezcla se había convertido en un polímero mucho más resistente. Evocando a Vulcano, el dios del fuego, decidió llamarlo "vulcanización". Los neumáticos vulcanizados Goodyear se siguen vendiendo todavía hoy en todo el mundo.
Durante la segunda guerra mundial, Estados Unidos quedó aislado de los productores del Océano Índico, que eran ya por entonces los principales proveedores, y tuvieron que aguzar el ingenio. Desde entonces, y a menudo por casualidad, la industria ha terminado descubriendo derivados del caucho para todos los usos imaginables: guantes, globos, muebles, juguetes, mangueras, precintos, envolturas de cables, combustibles, y hasta pelotas de golf.
Memorias de África
Pero la historia del caucho tiene también más de un capítulo sórdido. La recolección del caucho requería mano de obra, y para un emprendedor sin escrúpulos la esclavitud era la solución más económica. La caza de esclavos se generalizó en Colombia, Perú y Bolivia, y culminó con el terrible genocidio del río Putumayo.
Todavía más sanguinarios fueron los desmanes perpetrados por los soldados de Leopoldo II en el Congo belga a comienzos del siglo XX. Los horrores de aquel episodio, que se saldó con diez millones de asesinatos, fueron comparables a los peores genocidios conocidos, pero todavía hoy apenas se habla de ellos. Los muertos africanos, ya se sabe, nunca han tenido tanta importancia.