Su padre estaba empeñado en que estudiara derecho, pero él quería ser escritor. Y lo consiguió. Sólo que sus escritos no eran precisamente del agrado de todos. Su agudo ingenio le había granjeado las simpatías de algunos aristócratas pero, en las esferas del poder, mencionar su nombre era como mentar al diablo.
No era de extrañar. En una de sus poesías satíricas había acusado al príncipe regente de practicar el incesto con su propia hija, y aquella acusación le había costado once meses de prisión en la Bastilla. Y en 1726 fue encarcelado de nuevo por desafiar a duelo al duque de Rohan. No le faltaban motivos: los criados del duque, por lo visto, le habían propinado una paliza.
Ciencia en el castillo
Finalmente, con tal de salir de la Bastilla, pidió exiliarse y su petición fue atendida. Fue una decisión providencial. Con apenas 32 años, el joven Voltaire se encontró de nuevo libre, y en Inglaterra. Era el año en que Jonathan Swift publicaba Los viajes de Gulliver, y Newton aún vivía. Allí conoció la física de Newton y allí leyó los textos del adalid de los derechos individuales: el gran John Locke.
Pero, a su regreso, el joven –que todos conocemos hoy como ‘Voltaire’– volvió a las andadas. Tras publicar sus Cartas filosóficas, que fueron quemadas en público siete meses más tarde, comprendió que los poderosos, una vez más, iban a por él. De modo que decidió refugiarse durante una temporada en el castillo de su amante, Émilie du Châtelet.
La joven Émilie (otro día hablaré más de ella) no era una amante cualquiera. Era una mujer extraordinariamente inteligente que había despertado la pasión de Voltaire desde el primer pestañeo. Hablaba cuatro idiomas, había estudiado álgebra y astronomía, tocaba el arpa e incluso había hecho sus pinitos como actriz. El entusiasmo de Voltaire por la física de Newton, que había descubierto en Inglaterra, contagió a Émilie, y la pareja decidió aprovechar el retiro para dedicarse más en serio a la ciencia.
Voltaire renovó las dependencias del castillo, instaló en él una nutrida biblioteca y habilitó un laboratorio. El interés de ambos por la física era más bien teórico pero, aún así, hicieron algunos experimentos de óptica e investigaron la naturaleza del fuego.
La caída de la manzana
Inevitablemente, llegaron también a la biblioteca los textos de Leibniz, el gran competidor de Newton por aquellos tiempos. A Émilie le parecieron convincentes algunos argumentos del alemán, pero Voltaire se mantuvo en sus trece y terminó exponiendo sus conocimientos sobre el tema en un libro de divulgación: los Elementos de la filosofía de Newton. Aquel libro acrecentó aún más su fama y dio a conocer la nueva física en todo el continente europeo.
Por cierto, fue Voltaire quien divulgó la anécdota de la manzana cayendo del árbol, que él mismo había oido relatar en Inglaterra a la hermana de Newton (la sobrina, según otros autores).
Por aquel entonces, la ciencia en Francia estaba bajo la influencia de Descartes, más dado a las abstracciones especulativas que a la observación de los fenómenos reales, en los que ahora se basaba la nueva física. Pero Voltaire y Émilie no se limitaron a la física. Intrigados tal vez por los orígenes del universo, estudiaron también la Biblia, aunque llegaron a la conclusión de que aquellos antiguos textos no eran muy fiables. Además, tras su estancia en Inglaterra Voltaire defendía vehementemente la separación de la iglesia y el estado y la libertad religiosa.
Un arte pecaminoso
En 1754 Luis XV, que estaba ya harto de las ‘agudezas’ de Voltaire, le prohibió acercarse siquiera a París, y el escritor terminó recalando en Ginebra, donde adquirió Les Délices, una espléndida mansión junto al lago Léman. Allí recibió Voltaire a invitados tan famosos en su tiempo como Adam Smith, el fundador de las ciencias económicas, o el seductor compulsivo (aunque también filósofo) Giacomo Casanova.
Voltaire era muy aficionado al teatro, y en Les Délices organizaba en privado representaciones teatrales. Pero en la puritana Ginebra el teatro estaba prohibido, y las autoridades religiosas empezaban a ver al francés con muy malos ojos. Finalmente, harto ya de los calvinistas, en 1758 Voltaire compró una extensa hacienda en Ferney, una aldea francesa situada justo al otro lado de la frontera. Aquella sería su residencia principal hasta el final de sus días.
Filósofos a la deriva
Una de sus obras menos conocidas tuvo el mérito de ser, probablemente, la primera novela de ciencia ficción. Su título era Micromégas, y relata la historia de Micromégas, un adolescente que habita en un planeta de la estrella Sirius. Micromégas, que mide 39 km de altura y ha estudiado con los jesuitas, ha decidido visitar otros planetas.
Aprovechando “las fuerzas de repulsión y atracción”, Micromégas llega a Saturno, donde traba amistad con el secretario de la Academia y, junto con él, emprende un viaje filosófico por el sistema solar. Al llegar a la Tierra, el océano más profundo apenas le llega a Micromégas a la altura de los tobillos pero, con ayuda de una lupa, los dos amigos aciertan a descubrir, allá abajo, un barco ocupado por filósofos.
Varios trucos ingeniosos les permiten comunicarse con los diminutos terráqueos en francés, y entablan con ellos una conversación filosófica. Micromégas simpatiza con el único que defiende las ideas de Locke y, cuando los ocupantes del barco les explican la filosofía de Tomás de Aquino, los dos extraterrestres estallan en carcajadas. Con las sacudidas, el barco se cae del dedo de Micromégas y va a parar a su bolsillo.
Micromégas anuncia entonces que escribirá un libro para explicar a los diminutos terráqueos sus ideas filosóficas. Pero, cuando el libro llega a la Academia de Ciencias, se descubre que todas sus páginas están en blanco.
Enemigos innecesarios
Voltaire es uno de los pensadores que más admiro pero, para un científico, su mayor mérito fue dar a conocer en toda Europa la física de Newton, que logró que muchos se dejaran de zarandajas y se dedicaran a observar y medir los fenómenos naturales, en lugar de especular, a menudo sin fundamento, a remolque de Descartes.
Fue un hombre de agudo ingenio, y su curiosidad insaciable lo llevó a adentrarse en todos los temas en boga en el ebullescente mundo intelectual de su época. Fue admirado y odiado por reyes y emperadores, e incluso por el pueblo llano. Por el pueblo llano que sabía leer, se entiende.
La emperatriz Catalina de Rusia, una de sus mayores admiradoras, terminó adquiriendo los 7.000 volúmenes de su biblioteca, que se conservan todavía en la Biblioteca Nacional de San Petersburgo. Y en 1916 los fundadores del movimiento dadá se dieron a conocer al mundo en un club al que pusieron por nombre Cabaret Voltaire.
El sentido del humor acompañó a Voltaire toda su vida. Según se cuenta, estando ya muy mal de salud, recibió cierto día la visita de un sacerdote que lo conminó a renunciar a Satán. A lo que Voltaire respondió: "No es el mejor momento para buscarse nuevos enemigos".