En 1770, el velero del explorador James Cook embarrancó en la Gran Barrera de Coral, frente a la costa occidental de Australia. Los tripulantes aguardaron a la marea alta para reflotarlo, pero no lo consiguieron. Cuando llegó la marea siguiente, sin embargo, el barco volvió a flotar libremente y se desprendió sin dificultad del arrecife. ¿Sorpresa? No. Las mareas son más imprevisibles de lo que se piensa.
No sólo las mareas son engañosamente previsibles. La ilusión de un mundo estático y predecible es sólo eso: una ilusión. A lo largo de millones de años, los movimientos de la corteza terrestre, las glaciaciones, la erosión y la sedimentación han alterado caprichosamente los paisajes de nuestro planeta hasta hacerlos irreconocibles. Todo está perpetuamente cambiando: las corrientes y la salinidad del océano, la presión atmosférica, los vientos, la temperatura, la forma y la altura de las costas. Y, por supuesto, las mareas.
Las mareas tienen más misterio de lo que parece. Son algo más que ese lento vaivén perpetuo del mar que todos conocemos. Aunque no es fácil apreciarlo a simple vista, las mareas crean también corrientes transversales, y dependen de tantos factores que en cada lugar de la costa dejan una impronta sutil, pero absolutamente única. Y todo a causa de la luna.
Bueno, y del sol.
Las dos visitas de la luna
La atraccion gravitatoria de la luna no deja impasibles a nuestros mares, que se abomban ligeramente a medida que perciben que la luna se acerca a la vertical. Pero también el sol aporta su granito de arena. Sólo que esa fuerza que ejerce el sol sobre los océanos es bastante más discreta: algo menos de la mitad que la de la luna, y rara vez en la misma dirección. Y eso complica las cosas.
En cualquier caso, lo que nosotros observamos es que las mareas suben y bajan aproximadamente dos veces al día. Sólo aproximadamente, y no a las mismas horas. De una a otra marea, en promedio, transcurren 12 horas… y 25 minutos. Y su altura también es variable. Dos veces al mes, cuando el sol y la luna se alinean con nosotros, su fuerza de atracción se suma –o se resta, si aparecen en direcciones opuestas– y produce mareas excepcionalmente acentuadas.
Cuando el sol y la luna están perpendiculares, en cambio, cada uno tira de su lado y las subidas del mar son mucho más moderadas. Es más, si combinamos esos efectos cambiantes con la inercia de los océanos, la profundidad variable de sus aguas y otros factores, descubriremos que hay puntos en el océano en que la altura de las mareas es exactamente... cero.
Que se sepa, las mareas más altas del planeta ocurren en la Bahía de Fundy, en Terranova, y han llegado a alcanzar 17 metros de altura. Pero, en términos milenarios, eso no es casi nada. Hace 9.000 años, cuando terminó la última edad de hielo, las variaciones del mar en esa parte del Océano Atlántico eran tres veces más pronunciadas que las actuales.
En realidad, es imposible calcular exactamente cuándo y hasta dónde subirá la marea en un lugar determinado. Son demasiados factores los que hay en juego. En la práctica, las predicciones que usted leerá si se asoma a los boletines marítimos están basadas en una larga serie de observaciones, anotadas año tras año desde hace décadas. En algunos casos, desde hace siglos.
¿Carrusel o globo de agua?
La curiosidad por el fenómeno de las mareas viene de muy antiguo. Ya en el siglo II antes de nuestra era, Seleuco de Seleucia aventuró que las mareas se producían por influencia de la luna. Y, cuatro siglos más tarde, Ptolomeo coincidió con él. No mucho después, en cambio, Filóstrato de Atenas dio un paso atrás. Según él, las mareas estaban movidas por ‘espíritus’.
No fue el observador más espabilado. En el siglo XVII, el misionero Claude d'Abbeville descubrió que los tupinambá conocían ya la relación entre la luna y las mareas. Desde mucho antes que los europeos.
En 1609, el laborioso astrónomo Kepler, que anotaba y anotaba datos como una hormiguita, sospechó también que era la atracción de la luna lo que causaba las mareas. Cosa que Galileo negó, afirmando que los vaivenes de los océanos se debían al movimiento de la Tierra alrededor del sol. Algo así como el zarandeo que experimentamos en los giros de un carrusel.
En realidad, el primero que estudió científicamente el asunto fue Newton, cuyas ecuaciones todavía hoy nos son útiles. Algún tiempo después, Lord Kelvin ideó un método para descomponer el ciclo de las mareas en componentes. Componentes cíclicos también, pero más pequeños. Algo así como las frecuencias armónicas de los instrumentos musicales.
La idea de describir una oscilación complicada como una combinación de oscilaciones simples no era del todo suya. Más de veinte siglos antes que él, Eudoxo de Cnido había ideado un método parecido para explicar el ‘desconcertante’ movimiento de los planetas en el cielo. Lo cual nos plantea esa eterna pregunta: ¿los matemáticos conciben teorías... o simplemente las descubren?
Gracias a la idea de Lord Kelvin, fue posible construir un aparato mecánico que, conjugando seis movimientos armónicos diferentes, predecía –aproximadamente, por supuesto– los horarios de las mareas. Aunque a usted quizá le sorprenda saberlo, aquel aparato era un ordenador como los actuales. Sólo que… analógico.
Pero el análisis más completo de las mareas fue una hazaña intelectual del matemático Laplace, que en 1775 desarrolló la primera teoría dinámica de las mareas. En su teoría, Laplace había incluido una larga lista de factores. Entre ellos, los efectos del rozamiento y de la resonancia, la rotación de la Tierra, o la masa y la morfología de los continentes.
Mareas galácticas
Como la fuerza de la gravedad es universal, ningún objeto se libra de ella, y por lo tanto todos se deforman en mayor o menor medida en presencia de otros objetos masivos. Incluso los continentes se abomban ligeramente por efecto de nuestra luna, pero no se alarme: apenas unos centímetros en el peor de los casos. En la atmósfera, en cambio, las mareas alcanzan varios kilómetros de altura, aunque nosotros no notemos nada.
La gravedad es una fuerza recíproca, y por eso también la luna se deforma ligeramente ante la presencia de nuestro planeta. En el suelo lunar, se ha observado que algunas elevaciones del terreno presentan menos impactos de meteoritos, lo cual quiere decir que se han formado más recientemente. Como la luna no tiene actividad volcánica, sólo pueden deberse a la influencia que nuestra Tierra ejerce sobre ella.
La luna es un objeto relativamente pequeño, pero Júpiter es gigantesco, y hay quien sospecha que su actividad volcánica se debe al rozamiento interno que generan las mareas en aquel planeta. Que, en el caso de Júpiter, están movidas por el sol.
Ni siquiera las galaxias se libran de los efectos de las mareas, generadas por las ingentes masas de otras galaxias cercanas. En el entorno de nuestro sistema solar, se piensa que la gravedad de nuestra propia galaxia introduce perturbaciones en la nube de Oort, que gracias a esos desajustes nos envía de cuando en cuando algún que otro cometa despistado.
Aplicaciones prácticas
Aunque últimamente están de moda las energías ‘renovables’, no se habla mucho de extraer energía de las mareas. Y eso que sería una de las más fiables. El viento es caprichoso, y el sol a menudo está ausente cuando más lo necesitamos. Las mareas, en cambio, vienen y van regularmente dos veces al día. Bastaría con aprovechar esas diferencias de nivel para –como hacemos en los embalses– hacer girar una turbina que genere electricidad.
Exceptuando la corrosión, que es más agresiva cuando el agua es salada, todos los demás problemas son los mismos que con la energía hidroeléctrica, y por lo tanto tienen solución. El único inconveniente es que, como sucede con el sol y con el viento, nuestras necesidades de electricidad no siempre coinciden con los ciclos de las mareas.
Ciclos, ciclos
Tampoco los seres vivos se libran de los efectos de las mareas, aunque no siempre entendemos exactamente por qué. Lo único que sabemos es que las mareas influyen en los ritmos biológicos de muchos seres vivientes.
Todos tenemos un reloj interno que nos induce al sueño por las noches y nos da vitalidad por las mañanas. Los biólogos lo llaman ‘ciclo circadiano’, y está presente en cada una de las células de nuestro organismo. Pero, ignorando olímpicamente ese ciclo, muchas especies se reproducen y desovan también al ritmo de las mareas.
Si bien se piensa, no es tan sorprendente. Al fin y al cabo, la vida se originó en el mar, y las especies que consiguieron adentrarse en tierra firme se llevaron consigo ese ciclo vital de muchos organismos. Para sobrevivir, aquellos seres no dependían tanto del día y de la noche como de la música acompasada del agua conversando con la tierra.
Nuestra especie no es una excepción, y el caso más evidente son los ciclos menstruales, que, ignorando el calendario y la alternancia de los días y las noches, duran muy aproximadamente un mes lunar. La magia de la luna llena quizá no tenga tanto que ver con la poesía o el amor romántico como con ese ciclo ancestral que modula nuestras hormonas al mismo ritmo que los océanos.