¿Alguna vez ha pescado usted un Paramormyrops kingsleyae? No creo. Es un pez de agua dulce muy peculiar que habita sólo en ciertos ríos y lagos del África occidental. Es peculiar porque, justo debajo de su cola, tiene un órgano que genera campos eléctricos (de baja intensidad). Paramormyrops kingsleyae sabe modular la frecuencia y duración de esas ondas, lo cual le permite demarcar su territorio, explorar el terreno aunque las aguas bajen turbias, e incluso reconocer a otros peces de su especie, como si dijéramos, por su nombre de pila.
Durante el cortejeo, además, los machos de esta especie impronunciable generan ráfagas y ritmos eléctricos para atraer a las hembras, que son capaces, a su vez, de detectar sutiles diferencias en la forma de onda de cada pretendiente. Desengáñese. La música electrónica no la inventaron los humanos.
Pero este curioso pez no es el único que lleva como apellido ‘kingsleyae’. Hay, como mínimo, otras seis especies de peces con esa denominación. Que, como usted sabe, en latín significa ‘de Kingsley’.
¿Kingsley? ¿Quién era ese Kingsley?
Ese Kingsley, en realidad, era una mujer. Se llamaba Mary Henrietta Kingsley, y nació en Londres en 1862. Su madre padecía una enfermedad crónica que la tenía permanentemente en cama, y su padre, que era médico, pasaba largos periodos en países remotos. En aquella época abundaban los viajeros como él, que exploraban tierras exóticas para después ganarse unas libras publicando libros de viajes. Mary, que era la primogénita, tuvo que ocuparse desde muy joven del hogar y de su enferma madre.
Durante los largos viajes de su padre, Mary y él intercambiaban extensas cartas sobre los lugares que él iba visitando: animales y paisajes desconocidos, lenguas indescifrables, sociedades con valores morales diferentes. Poco a poco, gracias a aquellas cartas, Mary descubrió territorios y culturas lejanos, aprendió a contemplarlos con la mirada fría del forastero y, más que ninguna otra cosa, sintió el deseo irrefrenable de viajar.
Para una mujer, en plena era victoriana, no era fácil. Además, la economía familiar tampoco era muy boyante. Su hermano había podido estudiar en Cambridge, pero ella había tenido que ocuparse del hogar mientras, en sus horas libres, estudiaba alemán y traducía los artículos que le enviaba su padre. Aun así, en la biblioteca paterna aprendió más que muchos antropólogos de su época.
¡A volar!
Apenas había cumplido 30 años cuando fallecieron sus padres. Por primera vez en su vida, se sentía libre. Aunque pronto comprendió que no por mucho tiempo. En aquella sociedad puritana, una mujer libre e independiente era una figura social inaceptable. Tenía que tomar una decisión, y la única solución que se le ocurría era lanzarse a conocer mundo, como su padre. Pero no era fácil.
En 1893 era muy difícil para una mujer viajar sola, y más aún a África. Ella no tenía patrocinadores ni universidades que la respaldaran. Sólo disponía de un modesto capital que había heredado de sus padres. Se decidió.
Con sus escasos ahorros, compró un pasaje en Liverpool con destino a Sierra Leona y se embarcó. Su equipaje personal era mínimo, y el resto consistía en libros, cuadernos de notas y provisiones básicas. Tenía que demostrar que se podía sobrevivir con lo justo, y se burlaba de los exploradores de renombre y de sus hileras de porteadores acarreando pesados baúles.
Durante meses, navegó en barcos de carga, comió lo mismo que los nativos y tuvo que desplazarse a pie, en cayuco o en vehículos ajenos. Aceptó la hospitalidad de quienes se la ofrecían, practicó el trueque, aprendió los idiomas y costumbres locales y participó en la vida cotidiana de las aldeas que visitaba. Más de una vez tuvo, incluso, el valor de aventurarse sola en parajes inexplorados.
En dos expediciones sucesivas, Mary Kingsley recorrió buena parte de la costa occidental de África: Gabón, Camerún, lo que hoy conocemos como República del Congo, Guinea Ecuatorial y parte de la actual Nigeria. El espíritu desapasionado que había aprendido de su padre le permitió observar fríamente la realidad colonial del continente africano. Ella lo resumió en un sola frase: «El africano no es un hombre blanco de piel negra».
Efectivamente. En aquellos últimos años del siglo XIX, la frenología hacía furor en Europa. La frenología consistía en deducir la personalidad y la capacidad intelectual de una persona midiendo el tamaño y la forma de su cráneo. En la clasificación de los frenólogos, los "caucásicos" o "europeos" eran la raza ‘civilizada’ (lea usted ‘superior’). Los asiáticos ("mongoles") ocupaban un nivel intermedio y, por último, los "negros" ocupaban el escalón inferior. Ante tamaño despropósito, Kingsley se encogió de hombros y se limitó a documentar todo lo que veía.
Por aquellos tiempos, la codicia del imperio británico no conocía límites y, cuando estalló la ‘guerra de los bóers’, Mary se ofreció para cuidar a los prisioneros. Experiencia no le faltaba. La larga enfermedad de su madre y los conocimientos médicos de su padre habían hecho de ella una enfermera excelente. Pero unas fiebres tifoideas se interpusieron en su camino y falleció pocos días después. Tenía sólo 37 años.
Sus aportaciones
En los siete años escasos que duraron sus expediciones, a menudo internándose sola en parajes que los exploradores más avezados consideraban peligrosos, Mary Kingsley estudió las culturas nativas, recolectó plantas e insectos desconocidos y cartografió territorios inexplorados. Además, documentó las prácticas religiosas, la estructura social y familiar y las medicinas tradicionales de buena parte del África occidental. Fue uno de los primeros etnógrafos en desarrollar un verdadero trabajo de campo.
Reunió cantidades ingentes de datos. Anotó fechas de migraciones, cartografió ríos, lagos y montañas hasta entonces inexplorados, y anotó meticulosamente las coordenadas geográficas de los lugares que visitaba. Documentó también las pautas estacionales de lluvia, las variaciones de temperatura y humedad, la composición de la flora y hasta los tipos de suelo.
Nunca tuvo el reconocimiento que habría merecido. La intolerante sociedad victoriana menospreció sus logros, y en ocasiones se atrevió incluso a atribuirlos a ‘científicos’ masculinos. La Royal Geographical Society no admitiría a mujeres en su seno hasta 1913, trece años después de que ella falleciera.
A pesar de su falta de medios, Kingsley supo dar ejemplo y abrió las puertas de la verdadera antropología. Nunca teorizó sobre la realidad de África desde el confortable sillón de una cátedra. Y su respeto a las costumbres autóctonas chocaba frontalmente con los prejuicios ‘científicos’ de un imperio colonial supremacista y rapaz.
En sus textos, Kingsley evitó siempre el lenguaje técnico, aunque respetando siempre también la exactitud de sus datos. Su experiencia africana inspiró a antropólogos posteriores, como Bronisław Malinowski o Franz Boas, que más tarde rebatirían, con argumentos científicos, el racismo nada disimulado de las sociedades coloniales del siglo XIX.
Fue, ante todo, una mujer valiente. En su libro "Viajes por el África occidental", Mary Kingsley nos relata una anécdota que resume acertadamente su ánimo aventurero. Cierto día, se encontraba en su tienda de campaña cuando oyó un ruido inesperado. Se levantó para ir a investigar y, de improviso, se encontró cara a cara con un leopardo. Sin tiempo para pensar, la joven antropóloga, que tenía una jarra en la mano, arrojó el agua de la jarra a la cabeza del leopardo. El felino, desconcertado, dio media vuelta y despareció en la espesura.
El imperio británico no tuvo tantos reflejos. Tardó todavía más de medio siglo en desaparecer.
Muy interesante 😃. Lo incluimos en el diario 📰 de Substack en español?
Qué vida la de Mary Kingsley! Y qué buen ejemplo de neutralidad vs la frenología. A la lista su libro Viajes por África Occidental. Lo anoto junto con Unbeaten Tracks in Japan, de Isabella Bird, la viajera que sobrevivió TODO.