En 1924 los físicos creían todavía que la Vía Láctea abarcaba la totalidad del universo. Por eso, en aquel universo ya completo, un puntito luminoso conocido como 'Andrómeda' no podía ser otra galaxia. Era probablemente -se creía- una nube de átomos de hidrógeno, no mucho más grande que nuestro sistema solar.
Sin embargo, el 1 de enero de 1925 Edwin Hubble anunció al mundo que Andrómeda, y muchos otros puntitos luminosos como ella, eran en realidad galaxias gigantescas, comparables en tamaño a la Vía Láctea. Y, sobre todo, mucho más alejadas. Andrómeda, por ejemplo, está a unos dos millones de años luz de nosotros. El universo, anunció Hubble, era inconcebiblemente más grande de lo que todos, ingenuamente, habían creído.
Los latidos del universo
¿Cómo llegó Hubble a esa conclusión?
Para los habitantes de la Grecia clásica, todas las estrellas estaban a la misma distancia de nosotros, y era tentador pensar que representaban a los dioses. Por eso, en el siglo I Ptolomeo hizo una lista de 48 constelaciones, que bautizó con los nombres mitológicos que todavía hoy usamos para referirnos a ellas. Una de aquellas constelaciones llevaba el nombre de Cefeo, un legendario rey de Etiopía que, por cierto, estaba casado con Casiopea... y era padre de Andrómeda.
Precisamente en aquella constelación de Cefeo, muchos siglos después, un tipo particular de estrellas llamó la atención de los físicos. No es muy de extrañar que las llamaran 'cefeidas'.
Las cefeidas son estrellas gigantescas, 100.000 veces más brillantes que nuestro sol. Pero están agotando su combustible, y su capa más externa retiene la radiación de la estrella durante un tiempo antes de liberarla. En otras palabras: experimenta pulsaciones. Las pulsaciones de las cefeidas son muy regulares, y podemos calcular su brillo midiendo la velocidad de esos ciclos. Cuanto más lentas son las pulsaciones, más brillante es la cefeida.
Sin duda ha oído usted más de una vez la sirena de una ambulancia pasando por su calle. Y también habrá notado que la frecuencia de ese sonido va variando a medida que la ambulancia se acerca o se aleja de nosotros. Simplemente midiendo esa variación y aplicando una fórmula simple, cualquier persona inteligente -exceptuando, por lo tanto, a los políticos- puede averiguar sin dificultad la velocidad de la ambulancia.
Algo parecido sucede con las cefeidas. Midiendo cómo se aceleran o se ralentizan sus pulsaciones con el paso del tiempo podemos determinar la velocidad de la cefeida.
A su vez, la velocidad con que se alejan las cefeidas nos permite averiguar la distancia que nos separa de ellas. Esa relación entre la velocidad y la distancia es siempre la misma para todas las cefeidas. Y, por extensión, para todo el universo. Los físicos la llaman 'constante de Hubble', y hasta hace poco estaba considerada una de las constantes universales.
Pues bien, las mediciones de Hubble nos descubrieron que todas las galaxias se están alejando, pero no sólo de nosotros, sino también de las demás galaxias. Todas se están alejando constantemente, unas de otras. Dicho de otro modo: el universo se está expandiendo. Si está usted hinchando un globo y alguien ha dibujado las galaxias en la superficie del globo, verá cómo esas galaxias se van separando a medida que el globo aumenta de tamaño.
¿Qué quería decir ese descubrimiento? Pues que, en algún momento remoto del pasado, el universo tenía que haber empezado a expandirse. A partir de cero. En aquel instante, por lo tanto, toda la masa del universo habría estado concentrada en un punto primigenio: el origen de todas las cosas. Les presento al big bang.
Algo más que un nido
Pero no había ninguna evidencia de que el big bang hubiera existido realmente. Y, a diferencia de Aristóteles -y de algunos físicos contemporáneos-, cualquier científico que se precie sólo se puede basar en evidencias experimentales. Así siguieron las cosas hasta que, en 1964, Arno Penzias y Robert Wilson se pusieron a trabajar con una antena para detectar las señales de ciertos satélites artificiales.
A pesar de que la antena estaba apartada de la civilización, era inevitable que experimentara perturbaciones. Penzias y Wilson, laboriosamente, filtraron todas las interferencias conocidas. Incluso se subieron a la antena para retirar el nido de una paloma que había anidado en ella. Sin embargo, en la señal que recibían persistía un ruido de fondo que, por mucho que se esforzaran, no desaparecía. Más intrigante todavía: el ruido era siempre el mismo en todas direcciones.
Aquel zumbido de fondo no aparecía sólo en la antena de Penzias y Wilson. De hecho, está en todas partes. Usted mismo lo puede oír mientras cambia de sintonía con una radio o un televisor analógico. Y es imposible eliminarlo porque, como descubrieron al poco tiempo Penzias y Wilson, es un residuo de la explosión primigenia del universo.
Del mismo modo que el traje de comunión de un niño nos permite averiguar cuánto ha crecido hasta hacerse mayor, la radiación de fondo nos permite averiguar con qué velocidad ha aumentado de tamaño nuestro universo hasta el día de hoy. Y, si esa velocidad se mantiene constante, cómo de rápido se seguirá expandiendo.
Dos telescopios bien avenidos
A pesar de todo, el polvo interestelar enturbiaba las mediciones, y el margen de error era demasiado grande. Hasta 1990, la edad del universo era todavía una cifra incierta comprendida entre 10.000 y 20.000 millones de años. Por eso, para salir de dudas, aquel mismo año la NASA puso en órbita el legendario telescopio Hubble.
El Hubble tenía dos enormes ventajas frente a los telescopios terrestres. Estaba alejado de las turbulencias de la atmósfera y, además, medía la luz roja cercana al infrarrojo, que no resulta muy afectada por la presencia de polvo en la inmensidad del espacio.
Pero esa luz roja tiene un inconveniente. No nos permite afinar mucho las distancias entre las estrellas, y tampoco nos permite diferenciar claramente las cefeidas de las otras estrellas que percibimos a su alrededor. Para aguzar al máximo nuestras observaciones tendríamos que medir, mejor que la luz roja, la infrarroja. Y alejarnos lo más posible de la atmósfera terrestre. Y esa fue la razón por la que, en enero de 2022, llegó a su punto de destino el nuevo telescopio James Webb. A un millón y medio de kilómetros de nosotros, entre la Tierra y el sol.
La tensión del universo
Fue entonces cuando empezaron los problemas. Que es lo que suele suceder cuando los físicos no esperan ya tener problemas. Resulta que, según sea la dirección de las cefeidas que observemos con el nuevo telescopio, la velocidad con que se expande el universo es diferente. El James Webb ha descubierto, por ejemplo, que ciertas galaxias situadas a 600 millones de años luz se alejan de nosotros cuatro veces más aprisa de lo previsto. Este nuevo rompecabezas es lo que los físicos llaman la “tensión de Hubble”.
Pero ¿qué significa exactamente “más aprisa de lo previsto”? En este caso, “lo previsto” son las predicciones del modelo que (casi) todos los físicos aceptaban hasta ahora, y que está basado en el big bang. La teoría del big bang no predice irregularidades en la expansión del universo. O, si lo prefiere usted, no predice globos con abolladuras.
Como era previsible, están apareciendo todo tipo de teorías para explicar ese sorprendente fenómeno. Por eso lleva usted unos cuantos años oyendo hablar de la enigmática 'energía oscura' y de la no menos enigmática 'materia oscura'. Algunos físicos, en cambio, conjeturan la presencia de una fuerza invisible, y otros han propuesto una nueva teoría de la gravedad, de alcance todavía más amplio que la teoría de Einstein.
Según esa teoría, nuestro sistema solar estaría situado en una región del universo menos densa de lo normal. Si imaginamos esa región como una burbuja, la densidad será mayor en los bordes de la burbuja, donde la fuerza de la gravedad atraerá las galaxias con mayor intensidad que en el interior.
Si se confirmara esa teoría, la constante de Hubble seguiría siendo una constante universal, y la velocidad de expansión dependería únicamente de la densidad en cada punto del universo. A escalas mucho mayores que la de nuestro sistema solar, naturalmente.
En resumen, la ‘tensión de Hubble’ abre un capítulo más en la historia de la ciencia. Cada vez que los investigadores creen haber resuelto un problema, se tropiezan con otro nuevo que pone en tela de juicio sus conclusiones. Es como si la ciencia fuera, en el fondo, un juego de matrioshkas. Somos quizá demasiado insignificantes para pretender explicar la inmensidad de un cosmos que nos desborda.
Y, lo peor de todo, probablemente nunca sabremos cuántas matrioshkas existen todavía por encima -o por debajo- de nosotros.