Un amigo mío de la Facultad estaba escandalizado. Se había hecho famoso entre nuestros compañeros de clase un libro de física que muchos consideraban excelente. Su estilo coloquial y asequible les había ayudado a comprender conceptos muy abstractos de la física teórica. Pero mi amigo no se tomaba a aquel autor en serio. “Un tipo –se burlaba– que se fotografía en la primera página de su libro tocando los bongós es para tomárselo a broma. La ciencia es algo más serio que eso”.
Aquel autor, sin embargo, y algunos otros como él, han sido mi faro desde que empecé este blog hace tres años. Explicar las cosas para que todo el mundo las entienda no es sólo un desafío para un escritor. Recoge también el deseo de despertar en otros la curiosidad por el mundo que nos rodea. La misma curiosidad que despertaron en mí otros autores, como aquel físico, en mi primera juventud.
La ciencia sólo para iniciados genera castas muy difíciles de controlar, como estamos lamentando desde hace unos años. En parte, por falta de conocimientos especializados del ciudadano común y corriente. Pero, sobre todo, por la falta de criterio de quien no domina el tema y por un temor reverencial a ejercer el sentido crítico. Y esto Richard Feynman, el físico de los bongós, seguramente lo sabía.
Richard Feynman nació en 1918 en la ciudad de Nueva York. Era un niño particularmente dotado para las ciencias, siempre interesado en el por qué de las cosas. Destripaba aparatos de radio para analizarlos, estudiaba biología por su cuenta y se interesaba, incluso, por el significado de los jeroglíficos mayas. De su padre aprendió a no arredrarse ante los temas más intocables y a tratar de entender las cosas siempre a su manera.
Durante sus estudios en el MIT, a menudo faltaba a las clases para estudiar por su cuenta cálculo matemático y física cuántica. Se doctoró en física teórica y, cuando estalló la segunda guerra mundial, participó en el proyecto Manhattan para construir la primera bomba atómica. Con el tiempo, lo lamentaría. La destrucción de Hiroshima y Nagasaki causó en él una profunda impresión. ¿Realmente había sido necesario crear un arma tan devastadora?
El sueño de Platón
Terminada la guerra, se dedicó a desarrollar la teoría que terminaría haciéndolo famoso y que le granjearía el premio Nobel de física en 1965. Su teoría respondía a una pregunta casi metafísica: ¿cómo interactúa la luz con la materia? Los filósofos de la antigua Grecia lo habrían dado todo por conocer la respuesta.
¿Cuál es esa respuesta? En la escuela aprendimos que, en un átomo, los electrones son como satélites que giran alrededor del núcleo. En realidad, no es exactamente así. Los electrones ‘ocupan’ órbitas cercanas al núcleo cuando tienen poca energía, y más alejadas de él a medida que su energía aumenta. ¿Cómo consigue un electrón ganar o perder energía? Muy sencillo: absorbiendo o emitiendo un fotón.
Es decir, una partícula de luz.
Pero en el universo de los átomos las cosas no suceden como a nuestro alrededor. Cuando un satélite artificial se traslada de una órbita a otra, podemos decidir en qué punto exacto se situará su nueva órbita. Un electrón no puede hacer esas cosas. Un electrón sólo puede ‘saltar’ de una órbita a otra sin recorrer el espacio que las separa. Sí, suena a magia, pero así es la realidad del universo cuántico.
Imaginemos ahora que dos electrones se aproximan frente a frente. ¿Que camino seguirán? Depende. En el universo de los átomos un electrón nunca sigue una trayectoria definida, sino muchas a la vez. Eso sí, unas serán más probables que otras. ¿Se repelerán esos dos electrones cuando se encuentren de frente? No lo sabemos. En el extraño mundo de la física cuántica podrían pasar uno a través del otro. O podrían emparejarse y, a partir de ese momento, comportarse como hermanos gemelos.
Y aquí viene lo más importante: cada vez que hacen una cosa así –nos dice la teoría de Feynman– lo que en realidad están haciendo es intercambiar fotones virtuales.
De Lisboa a Moscú
En la teoría de Feynman, ‘virtuales’ quiere decir que no los llegamos a ver. ¿En serio?, me dirá usted. Sí, en serio. No los llegamos a ver, pero su existencia explica con una exactitud asombrosa el comportamiento de los electrones.
Esos fotones misteriosos existen sólo fugazmente, y por eso los llamamos ‘virtuales’. Surgen de la nada y a la nada terminan retornando. La consecuencia más fascinante de su existencia es que el vacío no está realmente vacío. Según la teoría de Feynman, el vacío es en realidad un inmenso océano de partículas virtuales que se materializan instantáneamente y dejan inmediatamente de existir para regresar a la espuma de la nada.
Sí, suena metafísico, pero es la teoría científica que más acertadamente predice el comportamiento de la materia. La electrodinámica cuántica, que así se llama la teoría de Feynman, es capaz de calcular las propiedades magnéticas de un electrón con un margen de error casi inconcebible: algo así como determinar la distancia entre Lisboa y Moscú, o entre Ciudad de México y Santiago de Chile, con una desviación equivalente al grosor de un cabello humano.
Uno de los grandes hallazgos de Feynman fue crear unos diagramas que permitían visualizar ese toma y daca de fotones y el comportamiento de todos ellos en cada situación. Sus diagramas han creado una nueva manera de representar –y de concebir– las interacciones de la materia.
La electrodinámica cuántica explica muchas cosas más: por qué los electrones no se ‘caen’, cómo funcionan los lasers, por qué los metales conducen la electricidad, o por qué las células solares convierten la luz en energía.
A ritmo de samba
Un espíritu inquieto como el de Richard Feynman no podía limitarse a las teorías más abstractas. Colaboró también en la investigación de un misterioso accidente de aviación en Brasil, y en el trágico accidente de la lanzadera espacial Challenger, que explotó a los pocos segundos de despegar. En una comparecencia televisada Feynman demostró, con un sencillo experimento, que las juntas de los propulsores se volvían quebradizas a baja temperatura. La todopoderosa NASA hizo el ridículo más espantoso.
Quizá el secreto de Richard Feynman fue no haber perdido nunca la curiosidad y el espíritu travieso de la infancia. Durante su participación en el proyecto Manhattan, era conocido por su habilidad para abrir cajas fuertes (sin permiso de sus dueños). Se tomó un año sabático para aprender portugués y música de samba en Brasil, aprendió a tocar los bongós, y dibujó desnudas a algunas de sus alumnas que posaron para él.
Su manera de abordar los problemas científicos, siempre original, se manifestó también en sus métodos de enseñanza, que apelaban esencialmente a la intuición. “Si no sabes explicar las cosas de modo que todos las entiendan –solía decir– es porque ni siquiera tú las entiendes realmente”. Predicó la honestidad frente a la ciencia, y alentó a sus alumnos a cuestionar siempre la autoridad y a pensar por sí mismos.
Feynman fue uno de los físicos más influyentes del siglo XX. Su altura intelectual, su espíritu irreverente y su pasión por enseñar han inspirado –y siguen inspirando– a generaciones de científicos. En particular, a la mía. Hay una frase suya que resume su actitud ante la ciencia… y que, de paso, me va a ayudar a rematar este artículo sin tener que recurrir al típico cráter-de-la-Luna-que-lleva-su-nombre (en realidad, sólo he encontrado un asteroide):
“Yo no quería aprender lo que ellos querían. Quería aprender lo que yo quería”.