La conquista de la energía es, esencialmente, la historia de nuestra civilización. Desde los tiempos más remotos hemos aprendido a utilizar la energía de caballos y bueyes para llegar más lejos y mejorar nuestras cosechas, hemos inventado el arco y la pólvora, hemos aprendido a extraer energía del viento y del agua, y hemos descubierto el petróleo, la electricidad y la fisión nuclear.
No siempre hemos hecho un buen uso de esos descubrimientos pero, cuando lo hemos hecho, nos ha regalado tiempo libre para escribir el Quijote, componer la Novena Sinfonía, pintar La Mona Lisa o averiguar por qué caen las manzanas. Nuestra vida hoy, sin otra fuente de energía que nuestros propios músculos, sería una pesadilla.
Pero la energía, como todo en la vida, tiene un coste. Los cuatreros roban caballos, las balas no son buenas para la salud, el viento es caprichoso, la energía nuclear nos daña y el petróleo es el protagonista oculto de guerras indescriptibles. ¿No sería maravilloso que cada uno de nosotros tuviera una fuente de energía barata, limpia, cercana e inagotable?
En nuestros días, la respuesta a esa pregunta equivale a encontrar un sustituto para el petróleo. La energía hidroeléctrica está llegando a su límite, la energía solar y la eólica destruyen nuestros paisajes, y los desechos radiactivos seguirán siendo nocivos durante centenares, incluso miles, de años. La solución a todos esos inconvenientes está en el sol.
El sol emite energía porque pesa mucho. Pesa tanto que, en su interior, los átomos se comprimen unos contra otros. Aunque los núcleos de los átomos se repelen entre sí, la presión de la gravedad es tan brutal que terminan aproximándose y, al final, fusionándose con otros núcleos cercanos. Al fusionarse pierden masa, y esa masa (E = mc2) se convierte en energía.
No parece fácil reproducir ese proceso en la Tierra. Pero valdría la pena intentarlo, por varias razones. Para empezar, los átomos que se fusionan no tienen por qué ser radiactivos. Además, podríamos utilizar átomos de hidrógeno, que es un elemento sobradamente abundante en la naturaleza. Tan abundante, por ejemplo, como el agua. La energía que obtendríamos sería, por lo tanto, limpia y barata.
Los átomos más simples del universo
Si queremos imitar al sol, tenemos que empezar calentando esos átomos hasta que se desprendan de sus electrones. El resultado de ese proceso es lo que los físicos llaman ‘plasma’, y se alcanza a temperaturas cercanas a los 150 millones de grados. A esas temperaturas, los átomos se mueven con tanta energía que, cuando chocan, ya no pueden rebotar. Ahora, en lugar de rebotar, se fusionan. Y, cada vez que lo hacen, desprenden energía. Mucha.
Por desgracia, no conocemos ningún material capaz de contener el plasma a esas temperaturas. La única solución, por lo tanto, es mantenerlo ‘flotando’ mediante un potente campo magnético. ¿Eso es peligroso? No mucho. Si por alguna razón fallara el campo magnético, el plasma se expandiría y se enfriaría. En ningún caso explotaría.
Estar en la luna
Sin embargo, el hidrógeno no es el combustible ideal para un reactor de fusión. El hidrógeno es el elemento más simple del universo. Se compone sólo de un protón y un electrón. Si empleáramos átomos un poco más grandes, la probabilidad de que chocaran unos contra otros sería mayor. Y, por lo tanto, no tendríamos que invertir tanta energía en calentar el plasma.
Por supuesto, en el interior del sol nada de eso tiene importancia, porque la presión de la gravedad allá dentro es tan extrema que los átomos se deshacen como mantequilla.
Aquí en la Tierra, en cambio, no podemos permitirnos esos lujos. Tenemos que maximizar el rendimiento, y para eso es preferible recurrir a otras variantes del átomo de hidrógeno. Los físicos las llaman ‘isótopos’, y sólo se diferencian del hidrógeno en que tienen neutrones añadidos. El deuterio, por ejemplo, tiene un neutrón de más, y el tritio tiene dos.
Cuando un núcleo de deuterio se fusiona con otro de tritio, la energía que se desprende es cuatro veces mayor que la que libera el uranio en los reactores de fisión. Y no produce elementos radiactivos. Además, el deuterio es estable y, aunque en muy pequeña cantidad, está presente en el agua del mar. El tritio, en cambio, es mucho más escaso. A día de hoy, se calcula que sólo hay 20 kilogramos de tritio en todo el mundo.
Pero podríamos producirlo. Los neutrones generados durante la fusión del hidrógeno son indiferentes al campo magnético y, por lo tanto, se escapan del plasma. Si en ese momento los hacemos chocar con átomos de litio, el litio se descompondrá en dos elementos: helio y tritio. Problema resuelto.
En realidad, resuelto sólo a medias, porque el tritio es radiactivo. Y, si permitiéramos que reaccionara con el oxígeno del agua, el resultado será… agua radiactiva. No muy radiactiva, es cierto, pero sí lo suficiente para ser cauteloso.
Un combustible alternativo que podría dar resultado pero que suena a ciencia ficción es el He-3 (un átomo de helio con un neutrón añadido). En la Tierra, el He-3 es muy escaso, pero en la superficie de la luna, por lo visto, es más que abundante. Según se piensa, el viento solar lleva millones de años acumulando allí enormes cantidades de ese elemento.
Veinte años no es nada
Por ahora, sin embargo, el principal problema no es el combustible. El principal problema es que todavía invertimos en el proceso más energía de la que extraemos. Y llevamos así ya setenta años. En los años 1950, cuando se empezó a investigar sobre los reactores de fusión, los ‘entendidos’ vaticinaron que en sólo veinte años se harían realidad. La última noticia que leí sobre el asunto anunciaba que, de aquí a veinte años, los reactores de fusión serán una realidad.
Personalmente, no estaré satisfecho hasta que pueda tener un reactor de fusión para mí solo que quepa en un armario. Tal como se está poniendo el mundo, ya no me fío de nadie.
Siempre faltan 20 años. Y a mi ya no me quedan tantos.