El gato de Cheshire aparecía y desaparecía, sin que nadie entendiera por qué. ¿Dónde se metía aquel gato cuando su sonrisa terminaba de esfumarse y ya nadie lo podía ver?
Cosas como esa sucedían en 1865, aunque sólo en el universo de ficción de Alicia en el país de las maravillas. Durante años, sin embargo, nadie se hizo una pregunta inevitable: ¿seguía existiendo aquel gato cuando su imagen se desvanecía? ¿Existía o no existía realmente el gato de Cheshire?
Tuvieron que pasar setenta años para que alguien se hiciera una pregunta parecida. Ese alguien se llababa Erwin Schrödinger, y su pregunta iba acompañada de una respuesta: cuando la vida de un gato depende de una medición microscópica, el gato no está ni vivo ni muerto, sino... las dos cosas al mismo tiempo.
Para llegar a esa pregunta fue necesario que más de un físico se estrellara, a lo largo de los siglos, contra una realidad que, todavía hoy, ningún cerebro humano es capaz de asimilar: según cómo lo observemos, un rayo de luz se comportará o como un chorro de partículas o como una onda.
La explicación de ese fenómeno desconcertante no era realmente una explicación, sino una ecuación, que propuso Schrödinger en 1926 y que describía el comportamiento de cualquier partícula suficientemente pequeña. Por ejemplo, de luz. A partir de esa ecuación, sólo hay una interpretación posible: igual que le sucedía al gato de Schrödinger, toda partícula suficientemente pequeña se encuentra siempre en varios estados distintos al mismo tiempo… hasta que intentamos observarla.
¿Dr. Jekyll o Mr. Hyde?
En un frontón de dimensiones cuánticas es imposible saber de antemano si nuestra pelota rebotará, o si desaparecerá al otro lado de la pared. La ecuación de Schrödinger sólo nos permite conocer la probabilidad de que la pelota regrese a nosotros y podamos seguir jugando. Nada más. Mientras no tratemos de verla, la pelota estará atravesando la pared y rebotando al mismo tiempo.
Peor todavía. Sólo un año después, el físico Heisenberg estableció un principio que, todavía hoy, ningún experimento ha conseguido refutar: cuanto mejor conozcamos la velocidad de una partícula, menos idea tendremos de dónde se encuentra. Y a la inversa.
Esta interpretación de la realidad, alarmantemente metafísica, es la que sostuvieron los físicos de la llamada ‘escuela de Copenhague’, y que Einstein nunca terminó de aceptar. Todos hemos oído alguna vez eso de “Dios no juega a los dados con el universo”. Desde aquellos tiempos, sin embargo, más de un siglo después ni un solo experimento ha conseguido todavía refutar la interpretación de Copenhague. Y lo han intentado muchas veces.
Pero la ciencia ha sido creada, en buena parte, por inconformistas, y ante una teoría tan desconcertante era casi infalible que aparecieran ‘herejes’. ¿Acaso es posible que el universo sea realmente una partida de dados permanente?
Comunistas hasta en la sopa
David Bohm creía que no. Aunque tardó tiempo en convencerse. Había estudiado física teórica y había trabajado con Oppenheimer, que pidió incluso que lo incorporaran al proyecto Manhattan –una iniciativa secreta para fabricar la primera bomba atómica–. Pero Bohm había estado afiliado al partido comunista, y la petición de Oppenheimer no fue aceptada.
Al terminar la guerra, Bohm empezó a trabajar como docente en la universidad de Princeton, pero al poco tiempo el Comité de Actividades Antiamericanas lo llamó a declarar. Querían nombres. ¿Qué otros comunistas habían conspirado con él?, insistían. Bohm, sin embargo, no cedió y se negó a delatar a antiguos compañeros. Fue encarcelado por ello y, poco después, exonerado, pero en Princeton ya no renovaron su contrato. Einstein y Oppenheimer le aconsejaron emigrar.
Consiguió un contrato en la universidad de São Paulo, pero el cónsul de Estados Unidos confiscó su pasaporte y Bohm tuvo que renunciar a su nacionalidad a cambio de la nacionalidad brasileña. Finalmente, en 1961, aceptó un puesto en la universidad de Londres, donde continuó ejerciendo hasta su jubilación... como ‘agente provocador’ frente a la escuela de Copenhague.
Física y metafísica
La caza de brujas que lo había empujado al exilio liberó a Bohm de las ataduras de la física que le habían enseñado. Aquel juego de dados del que Einstein dudaba se fue convirtiendo en una obsesión. No tenía sentido que las cosas sucedieran ‘porque sí’. Todo efecto tenía que tener una causa objetiva. Una teoría completa tenía que poder explicar lo que le sucede a un electrón antes de que lo veamos aparecer en nuestros detectores. Algo le tenía que estar sucediendo, y en ese principio fundamentó su teoría de las ‘variables ocultas’.
Curiosamente, aquel ansia de objetividad llevó a Bohm al mismo terreno de la metafísica que su teoría estaba combatiendo. Ciertamente, había que partir de una realidad innegable: para poder ver un objeto tenemos que iluminarlo, y al hacerlo estamos alterando el estado natural de ese objeto. Por lo tanto, lo que le estuviera sucediendo antes de recibir el impacto de nuestra luz es, por definición, imposible de conocer.
Pero, para Bohm, el espacio y el tiempo son conceptos que nacen de una realidad todavía más profunda, un orden universal en el que todo está interconectado. Es más: si todo está conectado con todo, nuestra mente tendrá que estarlo también. Y fue así como terminó trabando relación con el Dalai Lama y con el místico Jiddu Krishnamurti.
Krishnamurti convenció a Bohm de las virtudes de la introspección. Nuestras neuronas nos informan de la realidad que nos rodea, sí, pero no de lo que sucede en nuestra propia mente mientras estamos pensando. La introspección, aseguraba Krishnamurti, era la solución al perpetuo sufrimiento y confusión de la humanidad.
Como el lector estará sospechando, a esas alturas Bohm pisaba ya un terreno mental peligroso. Empezó a padecer depresiones. Desesperado, recurrió a la terapia del electroshock, de moda por entonces, pero sus depresiones siempre terminaban regresando.
Ser o no ser: he ahí la cuestión
En 1964, el irlandés John Bell demostró que ninguna teoría de variables ocultas puede explicar el comportamiento de las partículas subatómicas. Las propiedades de un objeto, por lo tanto, sólo existen cuando tratamos de conocerlas. Y punto. El razonamiento de Bell no es ya sólo una teoría. Sus conclusiones han sido confirmadas experimentalmente.
No todos los físicos están de acuerdo. El Nobel de física Gerard t’ Hooft es quizá el disidente más destacado. Yo no estoy en condiciones de tomar partido, pero todos sabemos que, en la historia de la ciencia, los ‘herejes’ han terminado más de una vez teniendo la razón. Aun así, adentrarse en esa polémica, en las fronteras de la metafísica, nos conduciría a un laberinto cuya salida es, como mínimo, incierta.
La física ha llegado a un punto en el que no es fácil ponerse de acuerdo sobre lo que entendemos por ‘realidad’. Nadie puede dudar que la teoría cuántica arroje resultados correctos. Extraordinariamente correctos. Pero una cosa es la teoría, y otra muy distinta nuestra interpretación mental de esa teoría.
El propio Bohm ya advirtió en cierta ocasión que “muchas personas creen que están pensando, cuando lo único que están haciendo es recolocar sus prejuicios”.