Como a muchos de ustedes, supongo, me fascina la capacidad de algunas personas para imitar a otras. En este vídeo, por ejemplo, Kevin Spacey es capaz de reproducir no sólo la voz y la forma de hablar de varios personajes famosos, sino incluso sus expresiones faciales. Viendo los gestos y ademanes de Kevin, uno creería estar viendo vívidamente a la persona que él imita.
No todos somos tan buenos imitadores como él, pero nuestra especie tampoco es la única del reino animal con semejantes habilidades. Las cotorras o los camaleones son el ejemplo más conocido, aunque hay muchos otros. El pájaro lira puede imitar los sonidos de más de veinte especies diferentes, e incluso el zumbido de un aleteo, y hay pulpos capaces de ‘transformarse’ en cangrejos o serpientes de mar. Un macaco recién nacido puede imitar ciertas expresiones faciales, y la araña cangrejo adopta la forma de una flor para atraer a sus presas.
Sin embargo, los seres humanos son mucho más polifacéticos. Sobre todo cuando se están desarrollando. Un bebé de apenas unas semanas es ya capaz de imitar expresiones faciales y, a partir de los seis meses, ademanes y voces ajenas. Finalmente, terminará aprendiendo la entonación, el ritmo y la pronunciación que harán que su forma de hablar y su acento suenen inconfundiblemente ‘nativos’.
Todo eso lo damos por hecho. Pero, si lo pensamos un poco, ¿cómo es posible que yo sepa de antemano, sin haberlo ensayado, que frunciendo el entrecejo de determinada manera reproduciré exactamente el gesto que estoy viendo?
Una jungla de neuronas
Los especialistas le contestarán que nuestros cerebros tienen una gran ‘plasticidad’. Y es cierto: están constantemente creando nuevas neuronas y nuevos contactos entre neuronas, y adaptándose al mundo exterior. En otras palabras: poco o mucho, siempre estamos aprendiendo. Y la estructura de nuestro cerebro va cambiando a medida que aprendemos.
Pero, a medida que nos hacemos adultos, esa plasticidad va menguando. A partir de cierto punto ya no aprendemos idiomas con tanta facilidad, ni imitamos a otras personas tan atinadamente. Por regla general. Siempre habrá excepciones, como la de Kevin Spacey. Pero quizá Kevin no sería capaz de aprender finlandés con acento nativo por más que a su alrededor todo el mundo hablara en finlandés.
En los primeros años de vida, el desarrollo del cerebro es un auténtico big bang. Cuando nacemos, cada neurona de nuestro córtex cerebral tiene unas 2.500 sinapsis (contactos con otras neuronas). Para cuando cumplamos tres años, esa cifra habrá ascendido a 15.000. Pero, a partir de cierto punto, el proceso se invertirá. Cuando lleguemos a la edad adulta, nuestras sinapsis se habrán reducido a la mitad.
¿Por qué? A medida que acumulamos nuevas experiencias y nos adaptamos a nuestro entorno, nuestras neuronas aprenden a reconocer los contactos innecesarios y se desprenden de ellos. Es una simplificación conveniente, pero el precio a pagar es alto: con los años, perdemos capacidad de adaptación.
Verse sin verse
Todo eso es muy interesante. Es muy instructivo saber que podemos imitar porque nuestras neuronas son muy adaptables. Pero eso no explica por qué tenemos esa capacidad. ¿Cómo sabe un niño que ese complejo movimiento de los músculos de su cara reproducirá exactamente la sonrisa de su madre? Ningún niño necesita ni siquiera ensayarlo. Es un fenómeno espontáneo.
Y ahí está el misterio. Cuando un niño ve un gesto de otra persona, su cerebro traduce automáticamente esas imágenes en movimientos propios. Incluso en movimientos que el niño nunca antes había hecho. Y si a la primera no le ha salido bien, en poco tiempo los irá perfeccionando. Como si estuviera constantemente viéndose en un espejo. Pero ¿cómo es posible que uno se vea en un espejo que no existe?
De alguna manera que aún nadie ha sabido explicar, hay algún mecanismo en nuestro cerebro que traduce imágenes en instrucciones. La explicación –sólo a la medias– es lo que los biólogos llaman ‘neuronas espejo’. Las neuronas espejo se activan cuando oímos cierto sonido o vemos determinado gesto, pero también cuando lo reproducimos. Las neuronas espejo saben exactamente cuáles de nuestros músculos producirán esa sonrisa que han expresado los músculos de otra persona.
Si buscamos una comparación, es como convertir un dibujo en un manual de dibujo. O una cárcel en un código penal.
Como uno se podía esperar, las ciencias cognitivas no nos dan ninguna explicación. Igual que hacían los médicos en la antigüedad, se limitan a poner nombres eruditos a las cosas, como si con eso las estuvieran explicando. En este caso, la ‘transmodalidad sensorial’ suena muy bien como explicación, pero no es muy diferente de la ‘descompensación de bilis negra’ de los antiguos galenos, o del ‘desequilibrio entre el yin y el yang’ de ciertas medicinas esotéricas. No explica realmente nada.
¿Y sin espejo?
Aun así, algunos podrían argumentar que los espejos existen, y prácticamente todos los niños del mundo han podido mirarse alguna vez en un espejo y sacar conclusiones. Pero eso no siempre ha sido así y, de hecho, subsisten todavía algunas sociedades en las que los espejos no existen. ¿Qué sucede en esas sociedades?
No tenemos muchos datos, pero sabemos que, al menos en Papua Nueva Guinea, en algunas tribus amazónicas y en ciertas poblaciones de África, personas que nunca antes habían visto un espejo han sido tan capaces de imitar a otros como usted y como yo. Quizá incluso mejor, si tampoco tenían acceso a esas pantallitas adictivas con las que perder el tiempo.
De manera que no, nuestras neuronas no necesitan espejos para convertir una imagen en una lección de pintura. ¿Cómo lo consiguen, entonces? Es una incógnita que nadie ha despejado todavía. Sólo una de las muchas incógnitas que esconde todavía ese misterio insondable que llamamos ‘vida’.