Una de las teorías ‘conspiratorias’ que más me intriga es la de las estelas de los aviones. Desde que tengo memoria las he visto surcar el cielo. Estaban ahí en los años 50, cuando los climatólogos nos veían entrando en una edad de hielo, y siguen apareciendo hoy, cuando aquellas predicciones se han convertido justamente en lo contrario. Y en una burda orgía de colores rojos en los mapas de los meteorólogos.
Sólo que, en los últimos años, hay días en que la cantidad de estelas en el cielo llega a ser inquietante. ¿Realmente alguien está tratando de causar sequías, o –peor aún– fumigándonos con productos nocivos para reducir la población? Quienes sustentan estas dos teorías afirman que sí, y ofrecen tres argumentos:
· Las estelas de condensación (vapor de agua que se condensa a una presión y temperatura adecuadas) se deshacen en poco tiempo, no duran mucho en el cielo y no enturbian la atmósfera. En cambio, lo que nosotros vemos a menudo son estelas muy duraderas que se deshacen lentamente y terminan cubriendo el cielo de una tenue capa blanquecina.
· Algún miembro de las fuerzas aéreas de Estados Unidos asegura haber supervisado la compra de óxidos y sulfatos de estroncio, bario y aluminio, y algunos análisis del aire parecen haber detectado la presencia de esos elementos en la atmósfera.
· Se han divulgado imágenes del interior de ciertos aviones ocupados por hileras de grandes depósitos, cuyo contenido está supuestamente destinado a fumigar a la población.
¿Son suficientes esos tres argumentos? Vayamos por partes.
Imitando a los volcanes
La idea de modificar el clima de la Tierra no es nueva. Data como mínimo de 1948, y sabemos, por ejemplo, que en 1970 el estado de Illinois demandó judicialmente a la industria aeronáutica, alegando que los gases emitidos por sus aviones atenuaban la radiación solar. A raíz de aquella demanda, las compañías aéreas acordaron sustituir los inyectores de combustible por otros más eficaces que reducían las emisiones.
Que se sepa, se han descrito al menos tres proyectos encaminados a alterar el tiempo. En primer lugar, en 1996 el ejército de Estados Unidos publicó un artículo sobre cómo modificar el tiempo meteorológico “para alcanzar objetivos militares” (Weather as a Force Multiplier: Owning the weather in 2025). No he conseguido averiguar si se materializó o no.
Más recientemente, el gobierno sueco ha abandonado el proyecto ScoPEx, fruto de la mente de un conocido psicópata multimillonario, que se propone enturbiar la atmósfera mundial con carbonato de calcio como escudo frente a los rayos solares. Por último, el programa de ‘siembra de nubes’ de la Organización Meteorológica Mundial, consistente en rociar las nubes con yoduro de plata para forzar la lluvia, no parece haber dado resultados muy convincentes.
Hay también un buen número de patentes al respecto, pero una cosa es una patente y otra muy distinta su aplicación práctica. Personalmente, la explicación que más me ha convencido es la que ofrece Jim Lee en sus dos excelentes sitios web, que recomiendo: climateviewer.org y climateviewer.com. Y tiene que ver con el queroseno.
Los secretos de la noche
Las turbinas de los aviones no son muy exigentes. Funcionan con casi cualquier sustancia que se pueda quemar. Los aviones más ligeros pueden volar con motores de gasolina, pero a grandes alturas la temperatura es muy baja y la gasolina se congela. El queroseno, en cambio, tiene una temperatura de congelación bastante menor que la gasolina: entre -40ºC y -76ºC. Y, además, es más barato.
El queroseno tiene tras de sí una larga historia. Muchos siglos atrás, los egipcios se iluminaban insertando mechas de algodón en piedras ahuecadas llenas de grasa. Más tarde, los griegos y los romanos las sustituyeron por lámparas alimentadas con aceite de oliva, y en el siglo XVIII se descubrió que, bajo una cubierta de vidrio, la llama es más brillante y emite menos humo.
Por aquel entonces el combustible de las lámparas era todavía la grasa de ballena, y sólo a mediados del siglo XIX se empezó a usar el queroseno. Aunque, en realidad, el queroseno estaba ya inventado. En el siglo IX, en su Libro de los secretos, el sabio persa Rāzi describía ya un método para destilar el petróleo y obtener de él queroseno.
A la salida de las turbinas de los aviones, uno de los productos de combustión del queroseno es el vapor de agua. Cuando la temperatura exterior es muy baja, el vapor de agua se condensa (o se congela) formado gotitas que van dejando un rastro a lo largo de su recorrido. Sí, como las miguitas de Pulgarcito.
A raíz de los atentados de septiembre de 2001, las autoridades prohibieron volar en todo el territorio de Estados Unidos durante tres días. En esos tres días, se observó que la temperatura bajaba apreciablemente, aunque sólo durante la noche. Las emisiones de los aviones, por lo visto, impedían que se escapara el calor acumulado en la atmósfera durante el día.
Los fanáticos del cambio climático tomaron nota. Lo que se necesitaba, pensaron, era justo lo contrario: atenuar la radiación solar durante el día y reducir las emisiones durante la noche. De aquella idea nació un sistema de control de vuelos llamado NextGen, que –según Jim Lee– determina la altitud de los aviones para que sus emisiones formen estelas de condensación (es decir, dificulten el paso de la luz solar) durante el día y las eviten durante la noche.
¿Cómo lo consiguen? La clave está en la frontera entre la troposfera y la estratosfera. Si los aviones vuelan en la troposfera (por debajo de 9.000 m, en promedio), las emisiones del queroseno quemado por sus turbinas permanecerán en la atmósfera entre dos y ocho semanas. En la estratosfera, sin embargo, tardarán de dos a cuatro años en desaparecer.
Considerando que cada día surcan la atmósfera mundial unos 130.000 vuelos, comprenderá usted por qué uno tiene la impresión de que cada vez es más raro vislumbrar un cielo límpido y transparente. ¿Es posible que los desaprensivos creyentes del cambio climático estén causando (o acelerando) el advenimiento de una glaciación? Sí, es posible. Con sólo dos o tres erupciones volcánicas más de lo previsto, la próxima edad de hielo podría ser una certeza.
¿Y las conspiraciones?
Aunque hay algún precedente de fumigación en secreto de la población, y no sólo para luchar contra los mosquitos, las trazas de aluminio, bario y estroncio encontradas en la atmósfera podrían perfectamente provenir de los aditivos incorporados a los combustibles. O, si me apura usted, simplemente de la actividad industrial.
Con respecto a los misteriosos depósitos observados en el interior de ciertos aviones, los ingenieros aeronáuticos los utilizan para –llenándolos de agua– poner a prueba la estabilidad de los aviones antes de considerarlos aptos para volar.
La navaja de Occam
Si yo fuera un malvado conspirador que quisiera envenenar a la población rociándola con estelas químicas, ¿qué necesidad tendría de que las estelas fueran blancas en mitad de un cielo azul? Venenos invisibles no faltan. Además, no sería necesario poner a fumigar a tantos miles de aviones diariamente. Según un estudio encargado por el famoso psicópata multimillonario, catorce aviones en acción serían suficientes para modificar en poco tiempo el clima del planeta.
Todo esto no quiere decir que yo tenga una opinión firme sobre esta cuestión. Aún no la tengo, pero el psicópata multimillonario, y otros como él, siguen volando como si nada en sus jets privados a 15.000 m de altitud. Es decir, en la estratosfera. Y el efecto de enfriamiento que NextGen probablemente está consiguiendo –pese a los rojos incandescentes de los mapas meteorológicos que vemos en la televisión– podría culminar en 2029, coincidiendo con el próximo mínimo de la actividad solar. ¿Se erigirán entonces en salvadores de la humanidad para rematar con un golpe de efecto la agenda 2030?
No se apresure a descartarlo. Tal vez las restricciones de la ‘pandemia’ fueron sólo el pistoletazo de salida.