En lo alto del Monte Sapo —nos cuenta la leyenda— los dioses tenían por costumbre celebrar sacrificios rituales. Con la llegada de las lluvias, el agua arrastraba después ladera abajo las cenizas y la grasa de los animales sacrificados, y la mezcla de todos esos materiales terminaba finalmente en el río Tíber en forma de jabón. Hay quien piensa que ese es el origen de la palabra 'jabón', aunque otros prefieren emparentarla con el latín 'sebum'. Es decir, grasa.
Si existió alguna vez el Monte Sapo, nadie ha sabido localizarlo en un mapa. Pero lo cierto es que los romanos no habían inventado nada. Muchos siglos atrás, aquella misma receta para fabricar jabón había sido ya inscrita en arcilla por algún escriba sumerio. Y ya en tiempos de Nabónido, el último rey de Babilonia, se sabía que mezclando 'uhulu' (es decir, cenizas) con aceite y sésamo se obtenía una sustancia sólida que disolvía las grasas. En otras palabras: jabón.
Los habitantes del imperio egipcio conocían también esa fórmula, que usaban a veces como remedio para las enfermedades de la piel. Y en las ruinas de Pompeya los arqueólogos descubrieron, bajo las cenizas seculares del Vesubio, una fábrica de jabón intacta, con pastillas de jabón todavía sin estrenar.
Piense usted lo que quiera, pero los babilonios no usaban el jabón para lavarse. Su finalidad principal era limpiar los tejidos de grasa antes de usarlos, o de venderlos. Y, hasta donde hemos podido averiguar, la higiene personal de los romanos tampoco pasaba por el jabón. Consistía, más bien, en bañarse primero con agua y untar después la piel con aceites aromáticos.
Es más, según Plinio el Viejo el jabón era un producto que usaban los galos... para teñirse el cabello. Quizá no todos los antepasados de los franceses eran tan rubios o tan pelirrojos como nos los pintaban en las historietas de Astérix.
En los países mediterráneos pronto descubrieron que el aceite de oliva era bastante más amable con el olfato que el sebo. Imagínese hervir grasa de oveja en un caldero durante días en la cocina hasta conseguir un buen pedrusco de jabón. Que, con suerte, no duraría más de dos lunas. Gracias a esa virtud olfativa y, por supuesto, a la abundancia de olivos, en el siglo VII España y Francia se habían erigido ya en grandes centros manufactureros de ese producto.
La fabricación de jabón continuó durante la Edad Media, y de ella nos ha quedado constancia en varios manuales de alquimia. Aunque no con fines higiénicos. Yo no lo sabía hasta hoy, pero para fundir el oro se usaba por aquel entonces una mezcla de jabón, cobre y una tintura de óxido de hierro llamada 'calcotar'. Al menos eso es lo que aparece en un libro de la época titulado Mappae Clavicula. Es decir, 'Una llavecita para [entender] todas las cosas'.
Aromas, guerras y electricidad
Lo cierto es que la caída de Roma había acarreado también una caída estrepitosa del interés por el aseo personal. Esa es la causa que algunos atribuyen a la devastadora peste negra del siglo XIV. ¿El motivo? Una superstición: la población huía de las bañeras por temor a que fuera el contacto con el agua lo que contagiaba las enfermedades. Fíese usted siempre de la mayoría.
En Europa, por aquellos tiempos, los jabones de aceites vegetales, aromatizados con esencias naturales, eran un producto de lujo, asequible sólo para los más pudientes. Los comerciantes, y posiblemente también los cruzados, habían traído de Siria el 'jabón de Alepo', suavemente perfumado con aceite de laurel. Otro producto similar, que fue muy popular entre las monarquías europeas, era el llamado 'jabón de Castilla', que terminó convirtiéndose prácticamente en un nombre de marca.
En cualquier caso, la costumbre de lavarse siguió ausente de Europa hasta el siglo XVII, y al principio sólo la adoptaron los ricos. ¿La causa? El precio. En 1634, Carlos I otorgó a la Sociedad de Jaboneros el monopolio de su producción, que era esencialmente artesanal.
Sin embargo, todo cambió en 1791, cuando el químico francés Nicholas Leblanc patentó un proceso industrial para fabricar carbonato de sodio a partir de la sal común. La posibilidad de producir jabón en grandes cantidades abarató en poco tiempo el producto y lo puso al alcance de la mayoría de la población.
Créalo o no, en Estados Unidos el uso del jabón tuvo un origen religioso. Durante la guerra civil, los reformadores exhortaron a los unionistas a lavarse, para no empeorar las cosas añadiendo enfermos a unos hospitales abarrotados de heridos. El jabón pronto se comercializó en grandes cantidades, aunque al principio muchas mujeres lo seguían fabricando en casa para lavar sus prendas íntimas.
Curiosamente, la producción industrial del jabón tuvo mucho que agradecer al inventor Thomas Edison. Cuando se empezaron a usar las lámparas de gas y se crearon las primeras redes eléctricas, los fabricantes de velas de sebo tuvieron que buscar una solución para no cerrar el negocio.
Un puente contra los miasmas
Durante siglos, los métodos empleados para fabricar jabón apenas cambiaron desde los tiempos del Monte Sapo. Las cenizas vegetales, conocidas como 'al-kali' en la Edad Media, son generalmente alcalinas. La sosa cáustica (o la potasa cáustica) que se obtiene de ellas, combinada con grasas o aceites, produce estearato de sodio (o de potasio): es decir, jabón. A los dioses del Monte Sapo no les sorprendería saber que ese proceso se llama 'saponificación'.
Naturalmente, no es lo mismo emplear sodio que potasio, pero el resultado es muy parecido. El primero produce jabones sólidos, mientras que el segundo nos permite fabricar jabones líquidos, o viscosos.
Pero ¿cómo hace el jabón para retirar la grasa de nuestra piel? Seguramente usted ha comprobado alguna vez que el agua y el aceite no se llevan nada bien. Sus moléculas son incompatibles y no se mezclan. Por suerte, las moléculas de jabón hacen de 'puente' entre unas y otras y consiguen emulsionar las grasas: es decir, dividirlas en pequeñas gotitas que el agua sí será capaz de arrastrar.
Además, esa misma propiedad del jabón destruye la membrana celular de las bacterias, y los virus quedan también atrapados en las diminutas gotas de la emulsión que terminarán desapareciendo por el desagüe.
Durante la primera guerra mundial, las grasas y los aceites se hicieron difíciles de conseguir, y los químicos tuvieron que aguzar el ingenio. Experimentando con aceite de coco y de palma descubrieron las grasas hidrogenadas, que son un buen sustituto de las grasas animales. Y así fue como, en 1916, ingenieros alemanes produjeron una sustancia sintética que tenía un efecto parecido al del jabón. La llamaron 'detergente'.
Los detergentes actúan también como un 'puente' entre el agua y las grasas, aunque los fabricantes a menudo les añaden enzimas que ayudan a quitar las manchas, sobre todo cuando usamos agua fría. Los detergentes se han generalizado tanto que, en la actualidad, casi todo lo que conocemos como jabón son en realidad detergentes. Sí, incluido el ‘jabón’ con el que nos lavamos las manos.
En retrospectiva, el humilde jabón ha sido uno de los grandes inventos de la humanidad. No sólo nos ayuda a encontrar pareja, a tener mejor aspecto y a vivir en sociedad, sino que probablemente nos ha evitado —y nos sigue evitando aún hoy— no pocas enfermedades. Desde lo alto del Monte Sapo, seguramente los dioses se estarán alegrando todavía del regalo que nos hicieron sin darse cuenta.
Si es que no lo hicieron a propósito.