“Hay quien dice que las plantas crecen más y mejor cuando les hablamos. No sería de extrañar. Cada vez que uno le habla a una planta, su aliento le está regalando 40.000 partes por millón de CO2. Cien veces más que el aire que las rodea. Y las plantas lo agradecen”.
En los tiempos que corren, afirmaciones así son poco menos que blasfemas. En la mayoría de los casos, cualquier mención en público favorable al CO2 conduce directamente a la defunción civil. Pero su autor, Patrick Moore, ha sobrevivido.
Patrick Moore pasó su infancia rodeado de bosques, en una remota isla de Canadá que un único barco abastecía de provisiones una vez a la semana. En 1965, cuando construyeron la primera carretera, la mitad de la población aprovechó para emigrar.
Su pasión por la naturaleza animó a Moore a estudiar biología forestal y ecología, y a oponerse vehementemente a la energía nuclear. En plena guerra fría, dos o tres países ensayaban sus nuevas armas nucleares a ambos lados del ‘telón de acero’.
Mientras preparaba su doctorado, Moore conoció a un pequeño grupo de hippies que se reunían en el sótano de la iglesia unitaria de Vancouver, y que con el tiempo adoptarían un nombre mítico: ‘Greenpeace’. Aquellos jóvenes estaban organizando una protesta contra los ensayos nucleares de Estados Unidos en Alaska, y Moore, entusiasmado, decidió unirse a ellos.
Lo consiguieron. Una lancha con doce valientes ecologistas fue fotografiada interponiéndose entre el ejército y el lugar de la explosión. La foto apareció en la primera plana de los grandes periódicos, y el programa de ensayos nucleares pasó a mejor vida.
De la ecología a la ideología
Los éxitos continuaron. En 1975, Greenpeace se enfrentó a la flota ballenera soviética frente a la costa de California, y consiguió también su propósito. Una moratoria internacional detuvo la caza de ballenas y salvó de una muerte segura a 30.000 ballenas cada año en el Pacífico norte.
Todo iba viento en popa. El objetivo siguiente fueron los ensayos nucleares atmosféricos que Francia había emprendido en la Polinesia. La población francesa ni siquiera se había enterado, gracias al control que ejercía su gobierno sobre la prensa nacional. En 1985, el ejército francés destruyó la Rainbow Warrior, una embarcación de Greenpeace que se oponía abiertamente a los ensayos nucleares. Moore era uno de sus pasajeros.
Todo empezaba a ir sobre ruedas. La organización se hizo famosa, los fondos llovían y el número de empleados aumentó rápidamente. Pero sus miembros se fueron radicalizando, y la ciencia inicial fue siendo sustituida por la ideología. Cuando finalmente Moore dejó la dirección de Greenpeace International, él era ya el único dirigente de la organización que tenía estudios científicos.
El conflicto se había hecho inevitable. Argumentando que el cloro es un componente de las dioxinas, del DDT y de otros productos tóxicos, Greenpeace había decidido emprender una campaña para prohibir el cloro en todo el mundo. Era absurdo. Las farmacias vendían más de ochenta medicamentos que contenían algún compuesto de cloro. Lo que había que regular, en todo caso, era la dosis. La sal de mesa –comentaba Moore– es un nutriente esencial, pero si ingieres de una sola vez cinco cucharadas de sal será difícil que sobrevivas.
“Caímos en manos de la izquierda –recordaría más tarde Patrick Moore–, que es mucho más hábil en asuntos de política. El movimiento ecologista abandonó la ciencia y la lógica y se dedicó a atizar las emociones y el sensacionalismo”.
Desde entonces, Patrick Moore ha sido un aguijón constante en las nalgas del movimiento ecologista. Uno puede o no estar de acuerdo con él, pero algunas de sus ideas, como mínimo, dan que pensar.
Osos y plásticos
Por ejemplo, se decía que los osos polares estaban recurriendo a la endogamia, porque ya no les quedaba hielo suficiente para desplazarse en busca de otras parejas. Falso, replicó Moore. La población de osos polares disminuyó tiempo atrás debido a una caza excesiva. Desde que se contuvieron aquellos excesos, el número de osos polares se ha multiplicado por cinco.
Se había documentado también cierto episodio en el que un grupo de morsas había caído por un precipicio. Inmediatamente saltó la alarma: ¿la falta de hielo estaba empujando a las morsas al suicidio? En realidad, no, averiguó Moore. Aquellas pobres morsas estaban huyendo de una manada de osos que las habían acorralado al borde de un acantilado.
Otra leyenda ecologista aseguraba que había pájaros que alimentaban a sus polluelos con desechos de plástico arrastrados por el océano. Tampoco eso era cierto, explicó Moore. Los pájaros no tienen dientes. Para suplir esa carencia tragan piedrecitas que ‘mastican’ los alimentos dentro del estómago. Cuando las aves no encuentran piedrecitas, las sustituyen por plumas de calamar o, como último recurso, trozos de plástico que expulsarán después de digerir la comida.
El nivel del mar
¿Está aumentando alarmantemente el nivel del mar? No, asegura Moore. El nivel del mar, como el clima, nunca se ha estado quieto. En el pasado ha llegado a estar cuarenta metros más alto que hoy, pero también cien metros más bajo. Se estabilizó casi completamente hace unos 7.000 años, cuando terminó la última glaciación y terminaron de deshelarse los glaciares.
Actualmente, la cuarta parte de Holanda está bajo el nivel del mar, y ningún holandés ha proclamado todavía el fin del mundo por esa causa. Si le queda a usted alguna duda, pregúntese por qué el expresidente Obama decidió comprar, no hace mucho, una mansión de 14 millones de dólares justo a la orilla del mar.
Si para algo está sirviendo el deshielo de los glaciares es para ofrecernos más tierras cultivables y más bosques. Además, según Moore, la explotación comercial de los bosques fomenta la plantación de nuevos ejemplares. Hace doscientos cincuenta años, los bosques apenas ocupaban un diez por ciento de la superficie de Europa. Sus habitantes talaban árboles sin piedad para obtener leña. En nuestros días, casi la mitad de ese continente está cubierta de árboles.
La degradación de los suelos es también otra leyenda agorera. A medida que mejoramos nuestros métodos de cultivo, mejoramos también el estado de los suelos. Es cierto que las lluvias arrastran la capa superficial del suelo, pero la materia orgánica desprendida de los árboles renueva constantemente los suelos y los hace más fértiles.
Temperaturas y CO2
Moore argumenta también que no hay una correlación real entre el CO2 y la temperatura. Ciento cincuenta años antes de la era industrial, las temperaturas estaban ya aumentando. En tiempos de los romanos hizo mucho más calor que ahora, y en el siglo XVIII hubo un periodo de cuarenta años en que las temperaturas subieron mucho más aprisa que desde 1950. Ha sucedido muchas veces en el pasado.
Pero, atención: si miramos el clima a vista de pájaro, nuestro planeta lleva seis mil años enfriándose. Estamos en un periodo interglacial que, como prevén los ciclos de Milánkovich, durará todavía ochenta mil años antes de la próxima glaciación. Los ciclos de Milánkovich están causados por la inclinación del eje de la Tierra y por la atracción gravitatoria del planeta Júpiter.
¿Sabía usted que hay una correlación casi perfecta entre la venta de helados y los ataques de los tiburones? No se deje engañar por las apariencias. En verano consumimos más helados y nos bañamos más en las playas. En invierno, mucho menos. La correlación entre el CO2 y las temperaturas es todavía más engañosa, y bastante menos evidente que la que existe entre las horas de insolación y las temperaturas.
Lo verdaderamente alarmante, afirma Moore, es que el CO2 es necesario para las plantas. Por debajo de 150 ppm (partes por millón) las plantas ya no pueden respirar, y hace 22.000 años la concentración de CO2 en la atmósfera mundial bajó hasta 180 ppm. Justo al borde de la desertificación. Quizá el uso de los combustibles fósiles nos está salvando de un destino final poco atractivo para los vegetarianos.
Oda a la valentía
Pero tengo que decirlo todo. Hay algunas afirmaciones de Patrick Moore que me gustaría estudiar a fondo antes de opinar. Coincido con él, por ejemplo, en que la energía nuclear es mucho más eficiente que las energías ‘sostenibles’, y pasablemente segura. Pero, por más que Moore se empeñe, no me convencerá de que está resuelto el problema de los desechos radiactivos.
Moore defiende también los cultivos modificados genéticamente y algunos plaguicidas, como el glifosato. El lector disculpará mi falta de opinión al respecto, al menos hasta que estudie a fondo esas controversias. Prometo publicar mis conclusiones en este mismo blog.
Pero, aunque disintiera de él, respeto a Patrick Moore porque ha tenido la valentía (o la sabiduría, según otros) de rectificar. Además, no se ha tragado la píldora de que la especie humana es enemiga de la naturaleza. Lo explicó él mismo no hace mucho en una entrevista, refiriéndose a su abandono de Greenpeace:
“Me di de baja cuando los activistas empezaron a encadenarse a otras personas. Para entonces, el movimiento ecologista, controlado en buena medida por la izquierda política, había empezado a ver a los seres humanos como enemigos de la Tierra. Hay también una variante del cristianismo que cree que las personas nacemos en pecado. El miedo y la culpabilidad son instrumentos muy útiles para controlar a las personas”.