Érase una vez un niño empeñado en calcular el número de átomos que contenía el Sol. Tenía sólo cuatro años y, con el correr del tiempo, propondría algunas de las ideas más extrañas que uno sería capaz de concebir. Unas, absolutamente geniales, y otras, dignas de la más delirante ciencia ficción.
Se llamaba Freeman Dyson, y nació en Inglaterra en 1923. Estudió matemáticas en Cambridge y, a pesar de ser más bien tímido, no solía pasar inadvertido. Durante su estancia en Cambridge, tenía por costumbre escalar por las noches los edificios de la universidad, y su actitud siempre descreída desquiciaba a más de un ‘entendido’. Sobre todo, a los defensores de la ciencia ‘por consenso’.
Uno de los que polemizaron con él fue el físico Oppenheimer, que sin embargo fue honesto y terminó consiguiéndole un puesto en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. Según el propio Oppenheimer, ofreció aquel puesto al joven Dyson porque “le había demostrado que estaba equivocado”.
No había rama de las matemáticas en la que Dyson no tuviera algo que decir. Hizo descubrimientos decisivos en topología, análisis matemático, teoría de números y matrices aleatorias. Entre otros. Sin embargo, nunca ganó un Premio Nobel. Quizá porque, según él, nunca dedicó suficiente tiempo a una única disciplina. No era su estilo.
En las fronteras de la ciencia ficción
Su imaginación era desbordante. Pero, a diferencia de la que despliegan los escritores de ciencia ficción, estaba siempre respaldada por razonamientos científicos. Propuso, por ejemplo, crear mediante ingeniería genética una planta que fuera capaz de crecer en el interior de un cometa.
Igual que las tortugas habían desarrollado un caparazón, razonó Dyson, una planta adecuadamente diseñada podría fabricar en torno suyo un invernadero protector. Así, instalando en el cometa unas lentes que concentraran la lejana luz del sol, los futuros astronautas podrían disponer de un hábitat adecuado para emprender expediciones hacia los confines del sistema solar.
La ingeniería genética, según él, podría ayudar también a erradicar la pobreza en el mundo. Imagínese usted una aldea africana alimentada por energía solar, con cultivos resistentes a las plagas y con acceso permanente a Internet. Naturalmente, es una idea que horroriza a los políticos, obsesionados por controlarlo todo, pero hay que reconocer que no es una propuesta descabellada. Y, a día de hoy, incluso viable.
La veta visionaria de Dyson, sin embargo, pecaba de optimismo. Él tenía la esperanza de que los seres humanos llegaran a Marte en 1965, y a Saturno en 1970. Por desgracia, usted y yo nunca sabremos en cuántos años se equivocó cuando predijo que los biólogos tardarían un siglo en crear plantas de sangre caliente.
Ni falta que hace, añadiría yo.
Con respecto al cambio climático, Dyson reconocía el fenómeno del efecto invernadero, pero consideraba que los beneficios que podría reportar el aumento de CO2 –un aumento de la vegetación y unas cosechas más abundantes– superaban con creces sus posibles efectos negativos.
Además, era muy crítico con los modelos esgrimidos por los alarmistas climáticos. Según él, no sólo omitían factores importantes, sino que su margen de error era inaceptable. Para Dyson, las profecías sobre el cambio climático no se diferenciaban mucho de una religión.
Un enjambre triturador
Pero la idea de Dyson que más resonancia ha tenido va mucho más allá. En un artículo publicado en 1960, sugería la posibilidad de que existieran civilizaciones mucho más avanzadas que la nuestra. Aunque no necesariamente más sensatas, como veremos más adelante.
En nuestro raquítico planeta, la energía que nos llega del Sol es sólo una ínfima parte de la que irradia el astro rey en todas direcciones. ¿Por qué desaprovecharla?, se preguntaba Dyson. Bastaría con construir a su alrededor algún tipo de estructura que la captara íntegramente y la reenviara, por ejemplo, a los ávidos programadores de inteligencia artificial y otros instrumentos de control de los indefensos ciudadanos.
Una estructura así es lo que popularmente se conoce hoy como ‘esfera de Dyson’. Para ser justos, la idea no era exactamente suya. Estaba inspirada en una novela de ciencia ficción escrita por Olaf Stapledon y publicada en 1937: El fabricante de estrellas. De hecho, Dyson nunca lo ocultó.
En realidad, él ni siquiera habló de una esfera, que sería una estructura peligrosamente inestable. Lo que él concibió era más bien un ‘enjambre’ de cápsulas espaciales, que conformarían una gigantesca estructura esférica alrededor de la estrella seleccionada.
Pero ¿sería posible construir una cosa así? En teoría, sí, aunque en la práctica se necesitaría tal cantidad de materia prima que sería necesario... desguazar todo un planeta.
¿Qué tipo de planeta? En nuestro caso, el candidato ideal sería Júpiter. Pero Júpiter no es sólo el planeta más grande de todos, sino que está demasiado lejos del Sol. Por eso, el astrónomo Stuart Armstrong sugirió que sería más ‘práctico’ desmenuzar, en lugar del gigantesco Júpiter, el planeta más cercano al Sol: Mercurio. No es por molestar, pero ¿a qué imbécil se le ocurriría pulverizar un planeta, alterando así impredeciblemente las órbitas de todo el sistema solar?
Espejismos en el cielo
Suponiendo –no es mucho suponer– que los imbéciles siguieran sobreviviendo en un futuro remoto, una civilización que construyera una esfera de Dyson ni siquiera lograría pasar inadvertida. Tarde o temprano, terminaría emitiendo radiación infrarroja –es decir, calor–. Que es justamente lo que algunos astrónomos están tratando de detectar en el espacio infinito, presumiblemente con dinero de los contribuyentes. Ninguno de los cuales, por cierto, recuerda haber votado jamás semejante pérdida de tiempo.
Naturalmente, la idea es tan inútil como tratar de detectar el País de las Maravillas en alguna remota galaxia. Pero es que, además, el universo es una fuente inagotable de espejismos que ofuscarían la mente de sus rastreadores –aunque ocuparían de vez en cuando las páginas de algún medio sensacionalista–. Por mencionar sólo algunos ejemplos, las enanas rojas, el polvo interestelar o las superposiciones de estrellas, o incluso de galaxias, harían imposible detectar con certeza esas civilizaciones engendradas por la ciencia ficción.
En realidad, ¿a quién le podría importar la existencia o no de una esfera de Dyson? Que nosotros sepamos, a día de hoy hay en el universo unos dos billones de galaxias. Todas ellas están absolutamente fuera de nuestro alcance, y lo seguirán estando incluso mucho después de que el Sol se apague para siempre.
Alicia y el País de las Maravillas están bien donde siempre han estado: en el reino de la ficción.
Muchas gracias Ricky y respecto a lo que señalas sobre la manipulación de "la ciencia" (en beneficio de obscuros intereses y justificación de todo tipo de desmanes), estoy en un grupo de Telegram (Akasha Comunidad) dónde la Dra. Karina Acevedo Whitehouse) desde los inicios de la pandemia empezó a cuestionar con CIENCIA, las medidas mundialmente implementadas y principalmente expuso y expone el riesgo y las consecuencias de las vacunas anticovid (principalmente las de ARNm pero también las de vectores adenovirales); éste grupo y ésta doctora me dieron certeza dónde solo tenía intuición.
Fué en éste grupo dónde un usuario (José T) me proporcionó tú artículo (Prohibir las nubes) el cual me abrió los ojos a la manipulación de "la ciencia y el calentamiento global" en favor del $$$, por lo que te entiendo perfectamente que estés a la defensiva (yo creía en el supuesto calentamiento y en su directa relación con el CO2).
Por si no estás en el citado grupo (sospecho que sí) y en caso de que te interese:
https://t.me/akashacomunidad
Agradecido contigo Ricky, te mando un abrazo 🤗.
En la línea de la idea de las esferas de Dyson, están los actuales proyectos que extraerían energía desde satélites en la órbita terrestre para su uso en tierra.
Ignoramos demasiado y quién sabe si algún día tengamos acceso a otras galaxias (aún con naves "sencillas") por descubrir mecanismos que nos permitan salvar las gigantescas distancias y sus correspondientes tiempos.
Gracias Ricky.