Pocos sabios de la antigüedad han tenido el poder de cambiar el rumbo de la historia. Desde la invención de la rueda hasta la teoría de la relatividad, los descubrimientos de los seres humanos nos han abierto nuevos horizontes, tan prodigiosos como el automóvil o tan nefastos como la bomba atómica. Pero a veces el rumbo de la historia ha escogido otros caminos, que ya nunca podremos desandar. Por eso nunca sabremos cómo sería hoy el mundo si hubiéramos hecho caso a Eratóstenes.
Eratóstenes nació tres siglos antes de Jesucristo en una colonia griega llamada Cirene, que encontrará usted hoy en el mapa de Libia con el nombre de Shahhat. No tenemos muchos detalles sobre sus primeras andanzas. Sabemos que estudió filosofía y matemáticas en Atenas y que, de regreso a Cirene, se granjeó en poco tiempo fama de sabio. Su fama llegó a oídos de Ptolomeo III, que gobernaba Egipto por aquellos tiempos y que lo contrató como tutor de su hijo. Tan impresionado debió quedar Ptolomeo con él que, pocos años después, lo nombró director de la Biblioteca de Alejandría.
Eratóstenes se puso en acción. El Liceo de Atenas y la Biblioteca de Pérgamo eran dos competidores formidables, y Alejandría, con sus cientos de miles de pergaminos cuidadamente conservados, no podía quedarse atrás. Para asegurar aquel tesoro, Eratóstenes ordenó hacer una copia de todos los ejemplares de la biblioteca. No sabemos a quién se lo encargó pero, según decían, las copias eran tan perfectas que era imposible distinguirlas de los originales.
Además, creó una sección dedicada exclusivamente a Homero, y estableció un sistema cronológico para fechar todas las obras escritas y todos los acontecimientos históricos conocidos desde la guerra de Troya. Incluidos, naturalmente, los ganadores de los juegos olímpicos.
Aunque él se consideraba a sí mismo ‘filólogo’ –es decir, ‘amante de la razón’–, sus amigos preferían referirse a él como ‘péntatlos’, que venía a significar algo así como ‘hombre orquesta’. En cambio, sus enemigos –inevitables cuando alguien destaca por su inteligencia– lo llamaban maliciosamente ‘beta’, que en griego es la segunda letra del alfabeto. Eratóstenes, se burlaban los envidiosos, siempre era el segundo en todo.
Naturalmente, se equivocaban.
La circunferencia de la Tierra
Para empezar, Eratóstenes fue el padre de la geografía moderna. Inventó un sistema de meridianos y paralelos para situar con precisión las poblaciones y los accidentes geográficos en los mapas. En aquellos mapas determinó, con asombrosa exactitud, la trayectoria del Nilo –y de sus afluentes– desde Jartúm, y propuso la idea de que el nacimiento del Nilo era un lago. Las crecidas anuales, aventuró, se debían a periodos de intensas lluvias río arriba. Acertó en todo.
Pero su impulso a la geografía fue sólo uno de sus muchos logros, y no el más importante. Desde hacía muchos años, otros estudiosos habían observado ya que los barcos desaparecían en el horizonte antes que sus mástiles, y habían reparado también en la sombra circular que proyectaba la Tierra durante los eclipses lunares. No había que ser muy espabilado para comprender que la Tierra no era plana.
Así estaban las cosas cuando Eratóstenes oyó hablar de un pozo muy conocido que había en la ciudad de Siena (hoy Asuán), a unos 800 km al sur de Alejandría. Un único día de cada año –concretamente, el 21 de junio– a mediodía, la luz del sol entraba verticalmente hasta el fondo del pozo sin proyectar sombra. Bingo.
En Alejandría, en cambio, eso no ocurría. Eratóstenes lo comprobó clavando una estaca verticalmente en el suelo. A esa misma hora de ese mismo día del año, la sombra que proyectaba su estaca era perfectamente visible. Y medible. ¿A qué podía deberse aquella diferencia?
Todos hemos dibujado alguna vez un sol con los rayos irradiando en todas direcciones. Es decir, siguiendo líneas divergentes. ¿Podría ser esa la causa de que unas sombras fueran más largas que otras? Eratóstenes lo descartó. El sol está muy lejos, y a esa distancia los rayos que nos llegan de él son prácticamente paralelos. La única explicación posible era la curvatura de la Tierra.
Como nuestro planeta es –más o menos– una esfera, las estacas que nosotros vemos verticales apuntan directamente al centro de la Tierra y, por lo tanto, cada dos de ellas forman un ángulo. En el caso de Eratóstenes, era fácil medir ese ángulo a partir de la estaca que sí arroja sombra. Midiendo la altura de la estaca y la longitud de la sombra, Eratóstenes calculó que el ángulo que separaba Siena de Alejandría medía 7°12’. Dicho de otro modo: la cincuentaava parte de la circunferencia.
Lo cual quería decir que la distancia entre las dos ciudades era también la cincuentaava parte de la circunferencia terrestre. Pero, ¿cómo averiguar la distancia entre Alejandría y Siena? Hace veinticuatro siglos, la única manera conocida era… recorrerla. Paso a paso. De hecho, había profesionales entrenados para caminar a un ritmo constante y memorizar el resultado. Eratóstenes contrató a uno de ellos, que determinó que entre una y otra ciudad había 5.000 estadios (800 km).
El resto era pan comido. Simplemente multiplicando aquella distancia por 50, Eratóstenes calculó que la circunferencia de la Tierra medía 250.000 estadios. ¿Calculó bien? Los autores no se ponen de acuerdo, porque en Egipto un estadio no medía exactamente lo mismo que en Grecia. Pero eso no tiene importancia. El método que empleó Eratóstenes era impecable, y lo raro sería que, después de medir 800 km paso a paso, el margen de error fuera despreciable.
Eratóstenes, que era un genio, no se conformó con calcular la circunferencia de la Tierra. Todos sabemos que, del invierno al verano, la inclinación del sol en el cielo va variando. No porque el sol se mueva, sino porque el eje de la Tierra está ligeramente inclinado. Basándose en sus cálculos y midiendo esas variaciones, Eratóstenes calculó también la inclinación del eje terrestre.
No contento con eso, estudió además los eclipses lunares y, a partir de sus observaciones, dedujo la distancia desde la Tierra hasta el sol. E incluso el diámetro del sol, aunque en eso se quedó muy corto. Sus medios eran muy rudimentarios y los errores de cálculo, inevitablemente, se iban acumulando.
La criba y el cubo
Pero Eratóstenes entró en la historia de las matemáticas por una puerta diferente. Haga usted una lista de todos los números hasta donde llegue su paciencia y, seguidamente, vaya tachando los múltiplos de 2, luego los múltiplos de 3, de 5... y así sucesivamente. (Si ha hecho las cosas bien, los múltiplos de 4 ya estarán tachados cuando termine con el 2). El resultado final será una lista de todos los números primos... hasta donde llegue su paciencia. Todavía hoy, los matemáticos conocen ese método como ‘la criba de Eratóstenes’.
Otro de los problemas que resolvió Eratóstenes consistía en duplicar el volumen de un cubo. Según se cuenta, lo hizo para construir catapultas. No se me ocurre ninguna relación entre un cubo geométrico y una catapulta, pero lo cierto es que Eratóstenes construyó realmente un artefacto –una especie de ábaco– que permitía calcular el volumen de un cubo. Lo conocemos, todavía hoy, como mesolabio.
Su mente no podía parar. Además de todo eso, inventó la esfera armilar, que durante siglos permitió a los marineros determinar la posición de las estrellas en el firmamento, y recopiló un voluminoso catálogo de 675 estrellas. Una a una.
La Odisea en el mapa
Todo esto lo sabemos por otros autores. Tras la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, lo único que nos ha quedado de Eratóstenes son algunos fragmentos sueltos de pergamino escritos por él. Pero, si lo que cuentan esos autores fue cierto –y muy probablemente lo fue–, el hombre orquesta de Alejandría no sólo escribió sobre geografía, matemáticas y astronomía, sino que también tuvo cosas que decir sobre filosofía, historia, ética y literatura. Es más, él mismo escribió un poema inspirado en las estrellas del firmamento.
Por aquel entonces, se creía que todas las peripecias de la Odisea habían sucedido realmente, pero Eratóstenes comparó el poema con los mapas existentes y comprobó que muchas de sus descripciones no se correspondían con la realidad. Naturalmente, se le echaron encima. Ya se sabe que lo que todo el mundo cree es siempre la verdad absoluta.
Una polémica que a mí me deleita particularmente fue su crítica de Aristóteles, que dividía la humanidad en griegos y bárbaros y exhortaba a los griegos a preservar la pureza de la raza. Que se sepa, en cambio, nunca tuvo desavenencias con Arquímedes, que le dedicó incluso uno de sus libros.
Pero el lector estará impaciente por saber cómo cambió Eratóstenes el curso de la historia. Bueno, en realidad no fue él. Un siglo más tarde que él, Posidonio de Apamea calculó también la circunferencia de la Tierra, aunque basándose en la posición de la estrella Canopus. Su cálculo fue correcto, pero tiempo después pensó que se había equivocado y rectificó la distancia entre Rodas y Alejandría. Metió la pata. Según sus nuevos cálculos, la circunferencia de la Tierra medía un 28 por ciento menos de lo que realmente mide.
Al astrónomo Ptolomeo le pareció que los cálculos de Posidonio eran más fiables que los de Eratóstenes, y fueron esos los que incluyó en sus escritos sobre geografía. Y los que cayeron, catorce siglos más tarde, en manos de Colón, que leyéndolos se convenció de que podía llegar a las Indias a través del Atlántico. Si Ptolomeo se hubiera fiado más de Eratóstenes, es posible que Colón nunca hubiera descubierto América. Y el mundo no sería hoy como lo conocemos.
La contemplación de las estrellas debió ocupar una buena parte de la vida del gran genio de Alejandría. Quizá por eso, cuentan las crónicas, cuando se dio cuenta de que se estaba quedando ciego, el anciano Eratóstenes se dejó morir de hambre.
Casi dos mil años antes de que se inventara el telescopio.