En el colegio, los profesores lo llamaban “el pequeño boticario”, por su afición a coleccionar y etiquetar plantas, insectos y valvas de moluscos. Difícilmente podían imaginar que lo que parecía sólo una vocación de funcionario maniático terminó convirtiéndose en una de las mayores aventuras humanas y científicas de la historia de la humanidad.
Friedrich Wilhelm Heinrich Alexander von Humboldt nació en Berlín en 1769. Su padre, oficial del ejército, murió cuando él tenía nueve años, y su madre se encargó de que Alexander y su hermano recibieran la mejor educación posible: matemáticas, lenguas, historia clásica y, sorprendentemente para su época, historia política y economía.
Durante sus estudios en la universidad de Gotinga, Humboldt se interesó decididamente por la botánica y la mineralogía. Además, por aquellos años conoció al naturalista Georg Forster, que había acompañado al capitán Cook en su segundo periplo. En el interior del joven Humboldt, el amor por la aventura echaba sus primeras raíces.
Su interés por la geología lo llevó a matricularse en la Escuela de Minas de Freiberg, donde, no contento con asistir a clase, estudió la vegetación de los alrededores, inventó una lámpara de seguridad y fundó una escuela de minería. La publicación de su estudio sobre la flora local llamó la atención de Goethe, que lo había conocido cuando Alexander era aún un niño. Participó también en la famosa serie de experimentos de Galvani sobre los efectos de las descargas eléctricas en las ancas de rana.
Al terminar los estudios, encontró un puesto en la administración como inspector de minas. Pero la muerte de su madre, cuando tenía sólo 27 años, lo cambió todo. Su madre no debió ser una mujer particularmente adorable —ni él ni su hermano asistieron al funeral—, pero le dejó en herencia una fortuna considerable. Gracias a aquella herencia, un año más tarde dejó el trabajo y se trasladó a París, donde estaba ya viviendo su hermano. En aquella ciudad, alternando con lo más florido de la ciencia europea, Humboldt se encontró a sus anchas. Y, en uno de aquellos encuentros, conoció al botánico Aimé Bonpland, que se mostró dispuesto a acompañarle en sus expediciones.
Tras un fallido intento de acompañar a Napoleón a Egipto, los dos amigos viajaron a Madrid. Necesitaban obtener autorización de la corte para explorar la América española. El rey no puso inconvenientes y le otorgó el permiso. La decisión no debió ser muy difícil. Humboldt había anunciado que financiaría la expedición de su propio bolsillo.
El 5 de junio de 1799, los expedicionarios zarparon del puerto de La Coruña. Una breve escala en Tenerife permitió a Alexander ascender al Teide, tomar mediciones por el camino y explorar la vegetación. Aunque se proponían detenerse en La Habana, un brote de fiebre tifoidea los disuadió y se dirigieron a Cumaná, en Venezuela. Justo a tiempo: pocos días después pudieron contemplar el espectáculo de las leónidas, una lluvia de meteoritos que sólo es posible ver una vez cada 33 años.
De allí emprendieron la primera expedición propiamente dicha: la exploración del río Orinoco, donde Humboldt efectuó sus habituales observaciones y mediciones, en particular sobre las tribus que poblaban la región. Por desgracia, una de aquellas tribus se había extinguido recientemente aunque, gracias a un loro, consiguió recuperar varias palabras de aquella lengua ya desaparecida. En aquel viaje descubrió también las anguilas eléctricas y, experimentando con ellas, sufrió alguna que otra descarga. Sería difícil resumir aquella expedición. En apenas un año, Humboldt recorrió y cartografió más de dos mil kilómetros del Orinoco.
Seguidamente se dirigieron a Cuba, donde Humboldt estudió los minerales de varias regiones del país, recogió ejemplares de plantas y reunió datos estadísticos detallados sobre la población, la economía y el comercio del país. Pero la isla les quedaba pequeña, y se pusieron de nuevo en marcha, esta vez en dirección a los Andes.
Tras abrirse camino entre los riscos helados de la Cordillera Real, llegaron a Quito en 1802. Por aquel entonces, el volcán Chimborazo estaba considerado la montaña más alta del mundo. La tentación era irresistible. Durante los 6 000 m de su ascenso, que terminó a sólo mil metros de la cumbre —una hazaña sin precedentes para la época—, Humboldt comprendió que el mal de altura (la ‘pájara’, como la llaman los alpinistas) se debía a la falta de oxígeno.
La siguiente etapa fue Lima, donde Humboldt observó el tránsito de Mercurio a través del disco solar, anotó la eficacia del guano como fertilizante, y descubrió y tomó mediciones marinas de lo que hoy conocemos como corriente de Humboldt.
Infatigables, los expedicionarios se embarcaron ahora con rumbo a México. Desembarcaron en Acapulco, y recorrieron el país de oeste a este pasando por Taxco (famosa por sus minas de plata), Cuernavaca (que Humboldt rebautizó como “la ciudad de la eterna primavera”), Ciudad de México y Veracruz. Durante el trayecto, por supuesto, Humboldt tomó todo tipo de mediciones minuciosas, y en particular topográficas. Como le sucedió al autor de estos párrafos tiempo atrás, la ciudad de México lo deslumbró, aunque por razones diferentes. "Ninguna ciudad del nuevo continente”, escribió Humboldt tiempo después, “ni siquiera de Estados Unidos, posee unas instituciones científicas tan excelentes y sólidas como la capital de México”.
Era la última etapa. La aventura sudamericana había permitido a Humboldt estudiar, con rigor implacable, la geografía, la flora y la fauna de varias regiones del vasto continente. Además de sus dibujos de botánica, consideraba muy importante visualizar los datos en forma de gráficas. "Todo lo relacionado con la extensión o la cantidad”, escribió, “puede ser descrito geométricamente. Las representaciones estadísticas, que hablan a los sentidos sin forzar la mente, tienen la ventaja de visualizar gran número de datos importantes".
Finalizada la expedición, Humboldt se dirigió a Washington, donde el presidente Jefferson lo recibió cordialmente y lo invitó a visitar la Casa Blanca. Uno de los descubrimientos de Humboldt había despertado el interés de Jefferson: el viajero había encontrado dientes de mamut cerca del ecuador. Jefferson, que además de presidente era científico —¡cómo ha cambiado el mundo!—, había escrito que no creía posible que hubieran llegado mamúts a aquellas latitudes. Tiempo después de aquella visita, Jefferson calificaría a Humboldt como “el mayor científico de nuestro tiempo".
La expedición americana marcó un hito en la historia del conocimiento. Sentó las bases de varias disciplinas científicas y dio un gran impulso a la cartografía. Provisto de los instrumentos más avanzados de su tiempo, Humboldt observaba minuciosamente ejemplares de plantas y animales, recogía especies vegetales y anotaba sin descanso mediciones de altitud, temperatura, humedad, presión atmosférica y especies de la flora y fauna, junto con sus nombres latinos. Además, sus mediciones le permitieron descubrir que la intensidad del campo magnético terrestre disminuye a medida que nos alejamos de los polos.
De vuelta a Europa, emprendió un breve viaje a Italia con el químico Gay-Lussac para investigar la declinación magnética (el ángulo formado por el norte magnético y el norte verdadero). Por fin, después de una temporada en Berlín, se instaló permanentemente en París. Allí escribió no menos de treinta libros sobre todas las disciplinas imaginables. Durante 23 años, la ciudad le ofreció el ambiente perfecto para las discusiones científicas y el intercambio de ideas con otros estudiosos e investigadores.
Un día, la herencia se terminó y, para asegurarse el sustento, Humboldt aceptó un puesto como asesor del rey de Prusia. En 1827 se mudó a Berlín y orientó sus investigaciones al estudio del campo magnético terrestre. Invitado oficialmente a Rusia, aprovechó la larguísima travesía para reunir datos que permitieran dibujar un mapa de isotermas mundial. Además, encontró diamantes en las minas de oro de los Urales. Fue un viaje agotador. En veinticinco semanas, los viajeros recorrieron más de 15 000 kilómetros.
Ya en Rusia, consiguió del gobierno la construcción de una cadena de estaciones magnéticas y meteorológicas a lo largo de toda el Asia septentrional. La finalidad principal de aquellas estaciones era efectuar observaciones simultáneas en distintos puntos geográficos, para estudiar el fenómeno de las tormentas magnéticas.
Humboldt no escribía sólo para los científicos. Muchas de sus obras estaban destinadas al público en general. Sus conferencias públicas se hicieron tan populares que decidió reunir todas sus investigaciones en una única obra monumental, que tituló “Kosmos”. El primer volumen salió a la luz cuando tenía ya 76 años de edad, y siguió trabajando en el proyecto hasta sus últimos días. En total, se llegaron a publicar cinco volúmenes, el último de ellos póstumamente.
Humboldt supo combinar admirablemente la aventura y la ciencia. No desarrolló grandes teorías que cambiaran nuestra visión de la realidad, pero, con germánico tesón y una curiosidad insaciable, abrió caminos por los que después pudieron transitar innumerables investigadores. Con el tiempo, todos esos investigadores ensancharon poco a poco nuestros horizontes. Y terminaron cambiando para siempre, si no nuestro modelo de la realidad, sí nuestro conocimiento del mundo y de sus pobladores. Todavía hoy, la humanidad sigue necesitando muchos pequeños boticarios como Alexander von Humboldt.