Todos nos hemos ido alguna vez a la cama con un problema entre ceja y ceja. Nos sentimos agobiados y necesitamos descansar, aunque nos tememos que a la mañana siguiente, apenas abramos los ojos, el problema seguirá ahí, intacto. Sería lo normal. Pero de pronto una mañana, milagrosamente, nos despertamos con la solución. ¿A usted también le ha sucedido?
Lamento decirle que no es usted un ser privilegiado. Viene sucediendo desde los tiempos más remotos. Los reyes de la antigüedad tomaban consejo de sus sueños, y en la Biblia los sueños aparecen descritos como mensajes enviados por Dios. En Mesopotamia, los sacerdotes ejercían como intérpretes del mundo de los sueños, y aún hoy son muchos los que creen que los sueños encierran mensajes secretos.
Todavía se practica, por ejemplo, una terapia llamada ‘reiki’, que nos explica que los dientes están localizados “en el quinto chakra”. Por eso, si soñamos que se nos caen, en realidad estamos soñando con “lo que nos callamos, o lo que nunca dijimos”.
El primer disidente de tales creencias milenarias fue Sigmund Freud, cuyo libro “La interpretación de los sueños” causó sensación. Los sueños nocturnos, según Freud, liberaban los deseos inconscientes que hemos reprimido durante el día. No era una idea descabellada. Al fin y al cabo, si nadie tuviera necesidad de reprimir nada los diez mandamientos no existirían.
Pero había un problema: según Freud, el contenido real de los sueños no era el aparente y, por lo tanto, era necesario interpretarlos. Acababa de nacer la (lucrativa) profesión de psicoanalista.
Un discípulo de Freud llamado Carl Jung daba una explicación todavía más inquietante. Para él, los sueños expresaban el inconsciente, sí, pero en forma de arquetipos eternos y universales que se manifestaban, por ejemplo, en las mitologías. A mí, apenas cinco minutos escuchando “Las Walkirias” de Wagner me bastan para descartar la teoría de Jung (y las Walkirias), pero su influencia, todavía hoy, persiste.
La mona se viste de seda
La astrología y los sueños seguían tan tranquilos en las páginas de pasatiempos de los periódicos cuando llegó la Ciencia. Con mayúsculas o no, la ciencia es respetable cuando aborda los fenómenos por lo que son, pero tratar de entender por qué soñamos a base de encefalogramas o de PETs parece más bien una forma elegante de ocultismo. O de estulticia.
Como los sueños sólo existen en el mundo de la mente, los científicos tienen que conformarse con estudiar el acto de dormir. Y han averiguado que ese acto –o, más bien, su electroencefalograma– se desarrolla en varias fases. Cuando soñamos, según ellos, es durante la fase llamada REM (del inglés Rapid Eye Movement o ‘movimiento ocular rápido’). Y, según han averiguado, cuando soñamos aumenta también la actividad de nuestro cerebro y de nuestro corazón. Y nuestra respiración se hace más intensa.
Yo conocí a una persona que llevaba veinte años sin dormir y estaba tan campante, pero a usted, por si acaso, no se lo recomiendo. Parece ser que las ratas –y, posiblemente, los políticos– que no consiguen dormir terminan muriendo de hipotermia. Cosa sorprendente, si pensamos que mientras estamos dormidos la temperatura de nuestro cuerpo disminuye.
Pero dormir es una cosa, y los sueños, otra muy distinta. Seguramente, la pregunta que usted realmente está esperando es: ¿por qué soñamos?
Teorías, teorías
Reconozcámoslo. Digan lo que digan los científicos, los sueños no hay por dónde cogerlos, y por eso nos han propuesto muchísimas teorías. La más darwinista –no podía faltar– nos explica que la fase ‘soñadora’ de nuestro sueño nos sirve para mantenernos en estado de semi-alerta. Pero no nos explica por qué durante las otras fases dormimos a pierna suelta y no nos enteramos de nada.
En esa misma línea, hay quien propone que los sueños son una especie de ‘entrenamiento’ frente a los imprevistos de la vida real. Por lo visto, se ha observado que la amígdala del cerebro se activa mientras soñamos. Y resulta que, en la vida real, esa región del cerebro se activa sólo en situaciones de peligro extremo.
Otra teoría, por cierto tan antigua como Aristóteles, sugiere que mientras dormimos incorporamos en nuestros sueños sensaciones externas. Olvídese del quinto chakra, y culpe más bien de esa pesadilla al codo de su cónyuge o al borde de la mesilla de noche.
Otras teorías, quizá más respetables, se centran en el funcionamiento de las neuronas del cerebro. Es posible, aventuran, que los sueños sean la gimnasia que permite a nuestro cerebro mantenerse en forma. Y también es posible que nos sirvan para reorganizar nuestra memoria y para ‘archivar’ los recuerdos más recientes como sucesos del pasado. O que, como proponen otros, los sueños nos permitan olvidar los recuerdos innecesarios y aligerar así la carga de la memoria.
Estas últimas teorías me parecen más respetables porque, a diferencia de los reptiles –y de los políticos–, los animales que sueñan suelen ser los que más usan su cerebro. Los reptiles, que se sepa, no sueñan, y no parece que su comportamiento habitual sea muy meditado, o que esté influido por experiencias anteriores. Los mamíferos y los pájaros, en cambio, aprenden de los avatares de la vida y de sus progenitores.
Cuéntame una historia
La actividad de la amígdala podría ser lo que colorea con emociones muchos de nuestros sueños. Lo que soñamos no es real, pero las emociones que los acompañan sí lo son. Y van a su aire. Un sueño acongojante puede ser neutro, o agradable, mientras que una visión paradisíaca puede ser vivida con angustia en un sueño. Tal vez, proponen algunos, experimentar en sueños esas emociones es una forma de aligerar después su presencia cuando nos despertemos.
O de enriquecerla. Por lo visto se ha comprobado que, si nos obligan a acortar los periodos de sueño REM, nuestra capacidad para analizar emociones complejas se reduce. Lo que no nos explican esos investigadores es lo que entienden ellos por una ‘emoción compleja’. La psicología tiene esas cosas.
Personalmente, me quedo con la teoría más sensata. Lo más probable, creo yo, es que los sueños no tengan ninguna estructura, sino que seamos nosotros los que tratamos de dársela. Desde muy antiguo, los humanos han inventado explicaciones ‘coherentes’ para todo lo que no entendían. En otras palabras: supersticiones. Aristóteles sabía mucho de eso. Es una lástima. Desde niños deberían enseñarnos a decir “Esto no lo entiendo”. O, mejor aún: “Investiguémoslo”.
La necesidad de vestir de coherencia –aunque sea ficticia– la realidad, o los sueños, no es muy distinta de la que nos impulsa a inventar historias. Probablemente es una capacidad innata –e inevitable– de los seres humanos. En el fondo, mentir, soñar despierto o escribir el Quijote quizá no sean tan distintos de un sueño odontológico con la cabeza rodeada de cables en un laboratorio.
Lo explicó magistralmente el gran Calderón de la Barca en sólo cinco versos:
“¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son”.